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– Está en la novena temporada, Señor.

– ¿Cuánto tiempo lleva enfermo?

– Dos semanas. Es la enfermedad del costado que mató a dos de sus tíos y a mi padre. Un dolor espantoso. Viene y se va, viene y se va. Pero hace tres días vino y no se fue.

El enfermero, que se dirigía servilmente a al-Juzjani y sin duda deseaba que terminaran con el niño y siguieran su camino, dijo que sólo había sido alimentado con sherbets de jugos azucarados.

– Vomita o defeca inmediatamente cuanto traga -concluyó.

Al-Juzjani asintió.

– Examínalo, Jesse.

Rob bajó la manta. El chico tenía una herida bajo el mentón, pero estaba completamente cicatrizada y no tenía nada que ver con su dolencia. Le puso la palma de la mano en la mejilla, y Bilal intentó moverse pero no tuvo fuerzas. Rob le palmeó el hombro.

– Caliente. -Le pasó lentamente las yemas de los dedos por el cuerpo. Al llegar al estomago, el chico gritó.

– Tiene la barriga blanda a la izquierda y dura a la derecha.

– Alá trató de proteger el asiento de la enfermedad -dijo al-Juzjani.

Con la mayor delicadeza posible, Rob utilizó las yemas de los dedos para trazar la zona dolorida desde el ombligo y a través del lado derecho del abdomen, lamentando la tortura que producía cada vez que apretaba la barriga. Dio la vuelta a Bilal y vieron que el ano estaba rojo y tierno.

Rob volvió a taparlo con la manta, cogió sus pequeñas manos y oyó que el viejo Caballero Negro volvía a carcajearse de él.

– ¿Morirá, Señor? -preguntó el padre, en tono pragmático.

– Sí -respondió.

Nadie sonrió ante su opinión. Desde que regresaran de Shiraz, Mirdin Karim habían relatado algunas cosas que a su vez fueron repetidas. Rob había notado que ahora nadie se reía de él cuando se atrevía a decir que alguien moriría.

– Elo Cornelio Celso ha descrito la enfermedad del costado, y todos deben leerlo -dijo al-Juzjani mientras pasaba al siguiente jergón.

Después de visitar al último paciente, Rob fue a la Casa de la Sabiduría y pidió al bibliotecario Yussuf-ul-Gamal que lo ayudara a encontrar lo que había escrito el romano sobre la enfermedad del costado. Se sintió fascinado al descubrir que Celso había abierto cadáveres para perfeccionar sus conocimientos. Sin embargo, no era mucho lo que se sabía sobre esa enfermedad concreta, que el autor describía como malos humores en el intestino grueso, cerca del ciego, acompañados por una violenta inflamación y dolor en el costado derecho.

Terminó de leer y fue otra vez a ver a Bilal. El padre ya no estaba. Un severo mullah rondaba al niño como un cuervo, entonando estrofas del Corán, mientras aquel tenía la vista fija en su vestimenta negra, con ojos desolados. Rob movió un poco el jergón para que Bilal no viera al mullah. En una mesa baja, el enfermero había dejado tres granadas persas redondas como bolas, para que el chico las comiera por la noche. Rob las cogió y empezó a hacerlas girar de una en una, hasta que pasaban de mano en mano por encima de su cabeza. "Como en los viejos tiempos, Bilal." Ahora Rob era un malabarista con poca práctica, pero, tratándose de tres objetos, no tuvo dificultades y, además, hizo diversos trucos con la fruta.

Los ojos del chico estaban tan redondos como los propios objetos voladores.

– ¡Lo que necesitamos es acompañamiento musical!

No conocía ninguna canción persa, y quería encontrar algo vital. De su boca emergió la estridente canción de Barber sobre la muñeca.

Tus ojos me acariciaron una vez, tus brazos me abrazan ahora…

Rodaremos juntos una y otra vez, así que no hagas juramentos vanos.

No era una canción adecuada para que un niño muriera con ella en sus oídos, pero el mullah, que contemplaba incrédulo sus juegos de manos, proporcionó suficiente solemnidad y oración mientras Rob proporcionaba una pizca del goce de vivir. De todos modos, nadie podía entender aquellos versos, de modo que Rob no sería acusado de falta de respeto. Regaló a Bilal varios estribillos más, y luego vio cómo saltaba en una convulsión definitiva que arqueó su cuerpecillo. Sin dejar de cantar, Rob sintió el aleteo del pulso hasta que se esfumó en la nada en el cuello de Bilal.

Rob le cerró los ojos, limpió el moco que le colgaba de la nariz, enderezó el cuerpo y lo lavó. Le ató con un trapo las mandíbulas y, por último, lo peinó.

El mullah seguía con las piernas cruzadas, entonando el Corán. Sacaba chispas por los ojos: era capaz de rezar y odiar al mismo tiempo. Sin duda se quejaría de que el Dhimmi había cometido sacrilegio, pero Rob sabía que el informe omitiría que antes de morir Bilal había sonreído.

Cuatro noches de cada siete el eunuco Wasif iba a buscarlo, y Rob se quedaba en el harén de la torre hasta la madrugada.

Daban lecciones de lengua.

– Una polla.

Ella rió.

– No; eso es tu lingam, y esto, mi yoni.

Ella dijo que emparejaban bien.

– El hombre es lebrato, toro o caballo. Tú eres toro. La mujer es corza o yegua o elefanta. Yo soy corza. Eso es bueno. Sería difícil para un lebrato dar placer a una elefanta -explicó la joven seriamente.

Despina era la maestra y Rob el alumno, como si otra vez fuera niño y nunca hubiese hecho el amor. Ella hacía cosas que él había visto en las imágenes del libro comprado en la maidan, y otras que no aparecían allí. Le mostró el kshiraniraka, el abrazo de leche y agua. La posición de la mujer de Imdra. El congreso de bocas o auparishtaka.

Al principió Rob estaba intrigado y encantado, mientras hacían progresos en el Tiovivo, la Llamada a la Puerta o el Coito del Herrero. Se irritó cuando Despina quiso enseñarle los sonidos correctos que debía emitir al eyacular, la elección de sut o plat en sustitución del gemido.

– ¿Nunca te relajas y follas, sencillamente? Esto es peor que memorizar el Fiqh.

– El resultado es mejor después que se aprende -dijo ella, ofendida.

Rob no se sintió agraviado por el reproche implícito en su voz. Además había decidido que le gustaban las mujeres que supieran moderarse.

– ¿No es suficiente el anciano?

– Antes era más que suficiente. Su potencia era famosa. Era bebedor y mujeriego, y si estaba de humor hacía la víbora. Una víbora "femenina" -dijo ella, y los ojos se le llenaron de lagrimas al sonreír-. Pero hace dos años que no yace conmigo. Cuando ella enfermó, dejo de venir.

Despina le contó que toda su vida había pertenecido a Ibn Sina. Era hija de dos esclavos suyos, una india y un persa que fue su sirviente de confianza.

La madre había muerto cuando ella tenía seis años. El anciano se casó con ella a la muerte de su padre, cuando tenía doce, y nunca la había liberado.

Rob le tocó el anillo de la nariz, símbolo de su esclavitud.

– ¿Por qué?

– Porque como su propiedad y su segunda esposa estoy doblemente protegida.

– ¿Y si apareciera ahora? -dijo Rob, pensando en la única escalera existente.

– Wasif está de guardia abajo y lo distraería. Además, mi marido no se mueve del jergón de Reza y no le suelta la mano.

Rob miró a Despina y movió la cabeza, sintiendo toda la culpa que había crecido en su interior sin darse cuenta. Le gustaba la pequeña y bonita muchacha de tez aceitunada, con sus diminutos pechos, su pancita de ciruela y su boca caliente. Le daba pena la vida que llevaba, una vida de prisionera en una cárcel cómoda. Sabía que la tradición islámica la mantenía encerrada en la casa y los jardines casi todo el tiempo. No le reprochaba nada, pero se había encariñado con el anciano descuidado en el vestir, de mente excepcional y nariz grandota. Se levantó y empezó a vestirse.

– Sólo seré tu amigo.

Ella no era estúpida. Lo observó con interés.

– Has estado aquí casi todas las noches y te has hartado de mí. Si envío a Wasif a buscarte dentro de dos semanas, vendrás.

Rob le besó la nariz, encima del anillo.

Cabalgando lentamente en el caballo castaño bajo la luz de la luna, Rob se preguntó si no estaría haciendo el idiota.