Once noches más tarde, Wasif llamó a la puerta.
Despina había estado a punto de acertar: Rob se sintió profundamente tentado y estuvo a punto de correr a su lado. El antiguo Rob J. se habría precipitado a reafirmar una historia que por el resto de su vida podría repetir cuando los hombres empinaban el codo y fanfarroneaban: había visitado repetidamente a la joven esposa mientras el anciano marido permanecía en otra ala de la casa.
Rob meneó la cabeza.
– Dile que no puedo ir con ella nunca más.
A Wasif le brillaron los ojos bajo los grandes párpados teñidos de negro; sonrió despectivamente al tímido judío y se alejó a lomos del burro.
Reza la Piadosa murió tres mañanas después, mientras los muecines de la ciudad entonaban la primera oración, un momento adecuado para el fin de una vida religiosa.
En la madraza y en el maristán la gente comentaba que Ibn Sina había preparado el cadáver con sus propias manos, y hablaron del entierro sencillo, al que sólo había permitido asistir a unos pocos mullahs.
Ibn Sina no se presentó en la escuela ni en el hospital. Nadie sabía dónde estaba.
Una semana después de la muerte de Reza, Rob vio una noche a al-Juzjani bebiendo en la maidan central.
– Siéntate, Dhimmi -dijo al-Juzjani, y pidió más vino.
– Hakim, ¿cómo esta el médico jefe?
El hakim no respondió a su pregunta.
– Opina que tú eres diferente. Un aprendiz especial -dijo al-Juzjani con tono resentido.
Si no fuese aprendiz de medicina y al-Juzjani no fuese el gran al-Juzjani, Rob habría pensado que estaba celoso de él.
– Y si no eres un aprendiz especial, Dhimmi, tendrás que vértelas conmigo.
El cirujano fijó en él sus ojos brillantes, y Rob comprendió que estaba muy achispado. Guardaron silencio mientras les servían el vino.
– Yo tenía diecisiete años cuando nos conocimos en Jurjan. Ibn Sina era pocos años mayor, pero mirarlo era como contemplar directamente el sol. ¡Por Alá! Mi padre cerró el trato. Ibn Sina me instruiría en medicina y yo sería su factotum. -Bebió reflexivamente-. Lo asistí en todo. Me enseñó matemática usando como texto el Almagesto. Y me dictó varios libros, incluyendo la primera parte del Canon de la medicina, cincuenta páginas cada día.
"Cuando abandonó Jurjan lo seguí a media docena de sitios. En Hamadhan, el emir lo hizo visir, pero el ejército se rebeló e Ibn Sina dio con sus huesos en la cárcel. Al principio dijeron que lo matarían, pero finalmente lo soltaron… ¡Afortunado hijo de yegua! Poco después, el emir se vio atormentado por el cólico, Ibn Sina lo curó y por segunda vez le otorgaron el visirato.
Estuve con él mientras fue médico, recluso o visir. Era tanto mi amigo como mi maestro. Todas las noches los pupilos se reunían en su casa, donde yo leía en voz alta el libro llamado La curación u otro leía el Canon. Reza se aseguraba de que siempre tuviéramos buena comida a mano. Cuando terminábamos, bebíamos ingentes cantidades de vino y salíamos a buscar mujeres.
Era un compañero de alegría insuperable, y jugaba con el mismo empeño que trabajaba. Tenía docenas de bellos coitos…; quizá follaba notablemente como hacía todo lo demás, mejor que cualquier hombre. Reza siempre lo supo, pero de todos modos lo amaba.
Desvió la mirada.
– Ahora ella está enterrada y él, consumido. Por eso aleja de él a sus viejos amigos y todos los días camina a solas por la ciudad, haciendo regalos a los pobres.
– Hakim -dijo suavemente Rob.
Al-Juzjani fijó la mirada en el vacío.
– Hakim, ¿te acompaño a tu casa?
– Forastero, ahora quiero que me dejes en paz.
Rob asintió, le agradeció el vino y se marchó.
Esperó una semana, fue a la casa a plena luz del día y dejó su caballo en manos del guarda.
Ibn Sina estaba solo. Su mirada era serena. Él y Rob se sentaron cómodamente; a veces hablaban, a veces callaban.
– ¿Ya eras médico cuando contrajiste matrimonio con ella, maestro?
– Era Hakim a los dieciséis años. Nos casamos cuando yo tenía diez, año en el que memoricé el Corán, el año que inicié el estudio de las hierbas curativas.
Rob estaba pasmado.
– A esa edad yo me esforzaba por aprender trucos y el oficio de cirujano barbero.
Le contó a Ibn Sina cómo Barber lo había tomado de aprendiz al quedar huérfano.
– ¿En que trabajaba tu padre?
– Era carpintero.
– Conozco los gremios europeos -dijo Ibn Sina, y agregó lentamente- he oído decir que en Europa hay poquísimos judíos y que no se les permite el ingreso en los gremios.
"Lo sabe", pensó Rob angustiado.
– A unos pocos se les permite -tartamudeó.
Tuvo la impresión que la mirada de Ibn Sina lo penetraba bondadosamente. Rob no logró quitarse de encima la certeza de que lo había descubierto.
– Tú tienes un ansia desesperada por aprender el arte y la ciencia de la curación.
– Sí, maestro.
Ibn Sina suspiró, asintió y desvió la vista.
Sin duda no tenía nada que temer, pensó Rob aliviado, pues en seguida se pusieron a hablar de otras cosas. Ibn Sina recordó la primera vez que había visto a Reza, de niño.
– Ella era de Bujara y tenía cuatro años más que yo. Tanto su padre como el mío eran recaudadores de impuestos, y el matrimonio quedó amigablemente acordado salvo una leve dificultad, porque su abuelo opuso reparos aduciendo que mi padre era ismailí y usaba hachís durante el culto. Pero poco después, nos casamos. Reza ha sido inquebrantable durante toda mi vida.
El anciano observó atentamente a Rob.
– En ti todavía arde el fuego. ¿Qué pretendes?
– Ser un buen médico.
"Excepcional como tú", agregó mentalmente, aunque tuvo la convicción de que Ibn Sina lo comprendía.
– Ya eres un buen sanador. En cuanto al médico… -Ibn Sina se encogió de hombros-. Para ser un buen médico, tienes que estar en condiciones de responder a un acertijo que carece de respuesta.
– ¿Cuál es la pregunta? -inquirió Rob J. intrigado.
Pero el anciano sonrió en medio de su pesar.
– Tal vez algún día la descubras. También forma parte del acertijo -Concluyó.
La tarde del examen de Karim, Rob llevó a cabo sus actividades acostumbradas con especial energía y atención, procurando desviar de su mente la escena que, sabía, en breve tendría lugar en la sala de reuniones contigua a la Casa de la Sabiduría.
Él y Mirdin habían reclutado como cómplice y espía al amable bibliotecario Yussuf-ul-Gamal. Mientras atendía sus deberes en la biblioteca, Yussuf discernía la identidad de los examinadores. Mirdin esperaba fuera las noticias, e inmediatamente se las transmitía a Rob.
– En filosofía es Sayyid Sadi -había dicho Yussuf a Mirdin antes de volver a entrar deprisa.
No estaba mal; el hombre era difícil, pero no se empeñaría en frustrar las esperanzas de un candidato. Las siguientes novedades fueron aterradoras.
El intolerante Nadir Bukh, legalista con barba en forma de pala y que había suspendido a Karim en el primer examen, lo interrogaría en derecho. El mullah Abul Bakr sería el examinador en cuestiones de teología, y el Príncipe de los Médicos se ocuparía, personalmente, de lo relativo a su ciencia.
Rob abrigaba la esperanza de que Jalal formara parte de la junta en la especialidad de cirugía, pero lo vio, como todos los días, atendiendo a los pacientes; al cabo de un rato, Mirdin apareció corriendo y susurró que acababa de llegar el último miembro: Ibn al-Natheli, a quien ninguno de ellos conocía bien.
Rob se concentró en su trabajo, ayudando a Jalal a poner un aparato de tracción en un hombro dislocado, un astuto artilugio de cuerdas diseñado por el eminente cirujano. El paciente, un guardia de palacio que había sido desmontado de su poney durante una partida de pelota y palo, finalmente adquirió el aspecto de un animal salvaje con riendas de cuerda y sus ojos se desorbitaron al sentir el alivio súbito del dolor.