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Ahora Karim corría más que nunca, al principio y al fin de cada día. Se entrenaba ardua y constantemente, y no sólo corriendo. Enseñó a Rob y a Mirdin a usar la espada curva de Persia -la cimitarra-, un arma con más peso del que estaba acostumbrado Rob, y que exigía muñecas fuertes y flexibles. Karim los hacía ejercitar con una piedra pesada en cada mano, haciendo que las volvieran del derecho y del revés, adelante y atrás, para fortalecer y dar velocidad a sus muñecas.

Mirdin no era un buen atleta y jamás sería espadachín. Pero aceptaba alegremente su torpeza y estaba tan dotado intelectualmente que no parecía tener la menor importancia su impericia con la espada.

Después de anochecer veían muy poco a Karim…, que bruscamente dejó de pedirle a Rob que lo acompañara a los burdeles, y confesó que había iniciado una aventura con una mujer casada y estaba enamorado. Pero cada vez con más frecuencia Rob era invitado a cenar en las habitaciones de Mirdin, cerca de la sinagoga Casa de Sión.

En casa de su amigo judío, Rob se sorprendió al ver sobre un mueble un tablero cuadriculado como el que sólo había visto dos veces con anterioridad.

– ¿Es el juego del sha?

– Sí. ¿Lo conoces? Mi familia lo ha jugado siempre.

Las piezas de Mirdin eran de madera, pero el juego era idéntico al que Rob había jugado con Alá, salvo que en lugar de empeñarse en una victoria rápida y sangrienta, Mirdin se dedicaba a enseñarle. En poco tiempo, y bajo su paciente tutela, Rob empezó a asimilar las sutilezas del juego.

Sencillo como siempre, Mirdin le dedicaba miradas de paz. Un atardecer cálido, después de cenar el pilah de verduras de Fara, siguió a Mirdin para darle las buenas noches a Issachar, su hijo de seis años.

– Abba. ¿Nuestro Padre me mira desde el Cielo?

– Sí, Issachar. Siempre te ve.

– ¿Y por qué yo no lo veo a Él?

– Porque es invisible.

El chico tenía mejillas morenas y regordetas y mirada seria. Sus dientes y sus mandíbulas ya eran enormes, y algún día tendría la inelegancia de su padre, pero también su dulzura.

– Si Él es invisible, ¿cómo sabe que aspecto tiene Él mismo?

Rob sonrió. "¡Que cosas dicen los niños! -pensó-. Responde a eso, oh Mirdin, erudito de la ley oral y escrita, maestro del juego del sha, filósofo y sanador…"

Pero Mirdin estuvo a la altura de las circunstancias.

– La Torá nos dice que Él ha hecho al hombre a Su imagen, que lo ha hecho a Su semejanza, y por lo tanto le basta mirarte, hijo mío, para verse a sí mismo. -Mirdin besó al niño-. Buenas noches, Issachar.

– Buenas noches, Abba. Buenas noches, Jesse.

– Descansa bien, Issachar -dijo Rob, besó al niño y salió del dormitorio detrás de su amigo.

CINCO DÍAS AL OESTE

Llegó una numerosa caravana de Anatolia, y un joven conductor se presentó en el maristán con un canasto de higos secos para un judío que se llamaba Jesse. El joven era Sadi, el hijo mayor de Dehbid Hafiz, kelonter de Shiraz. Los higos eran un objeto que simbolizaba el amor y la gratitud de su padre por la misión médica de Ispahán que luchó contra la plaga.

Sadi y Rob se sentaron, bebieron chai y comieron las deliciosas frutas, grandes y carnosas, llenas de cristalitos de azúcar. Sadi había comprado los higos en Midyat, a un arriero cuyos camellos los habían transportado desde Izmir, atravesando todo el territorio turco. Ahora volvería a conducir los camellos hacia el este, con rumbo a Shiraz, y estaba atrapado en la gran aventura del viaje. Se sintió orgulloso cuando el sanador Dhimmi le pidió que llevara el regalo de unos vinos Ispaháníes a su distinguido padre Dehbid Hafiz.

Las caravanas eran la única fuente de noticias, y Rob interrogó a fondo al joven.

No había nuevos indicios de plaga cuando la caravana partió de Shiraz.

Una vez, en la montañosa parte oriental de Media, habían sido avistadas unas tropas seljucíes, aunque la partida parecía poco numerosa y no atacó a la caravana ¡alabado sea Alá!. En Ghazna, la población estaba afectada por un curioso sarpullido que producía escozor, y el amo de la caravana no quiso detenerse para que los camelleros no se acostaran con las mujeres lugareñas y contrajeran la extraña dolencia. En Hamadhan no hubo plaga, pero un forastero cristiano había contagiado una fiebre europea en tierras del Islam, y los mullahs habían prohibido al populacho todo contacto con los diablos infieles.

– ¿Cuáles son los signos de esa enfermedad?

Sadi Ibn Dehbid titubeó: no era médico y no ocupaba su mente con esas cuestiones. Sólo sabía que nadie, salvo su propia hija, se acercaba al cristiano.

– ¿El cristiano tiene una hija?

Sadi no estaba en condiciones de describir al enfermo y a su hija, pero dijo que Boudi el Camellero, que estaba con la caravana, los había visto a ambos.

Juntos buscaron al tratante de camellos, un hombre arrugado y de mirada maliciosa, que escupía saliva roja entre sus dientes ennegrecidos de tanto mascar arecas.

Boudi apenas recordaba al cristiano, afirmó, pero cuando Rob le refrescó la memoria con una moneda fue acordándose de que los había visto a cinco jornadas de viaje al oeste, medio día más allá de la ciudad de Datur. El padre era de edad mediana, de largo pelo gris y sin barba. Usaba ropas negras extranjeras, parecidas a las túnicas de un mullah. La mujer era joven, alta y tenía una curiosa cabellera de color un poco más claro que la alheña. Rob lo miró, preocupado.

– ¿Parecía estar muy enfermo el europeo?

Boudi sonrió amablemente.

– No lo sé, amo. Enfermo.

– ¿Había servidumbre?

– No vi que nadie los atendiera.

Sin duda los mercenarios habían huido, se dijo Rob.

– ¿Ella tenía suficiente comida?

– Yo mismo le di una canasta con legumbres y tres hogazas de pan, amo.

Boudi se asustó con la mirada que le clavó Rob.

– ¿Por qué le diste alimentos?

El camellero se encogió de hombros. Se volvió, metió la mano en la bolsa y sacó un puñal, sujetándolo con el mango hacia delante. Se podían encontrar hojas mucho más bonitas en cualquier mercado persa, pero aquella era la prueba, pues la última vez que Rob vio esa daga, colgaba del cinto de James Geikie Cullen.

Sabía que si confiaba en Karim y en Mirdin, estos insistirían en acompañarlo y quería ir sólo. Pidió a Yussuf-ul-Gamal que les transmitiera un mensaje.

– Diles que me han llamado por una cuestión personal que les explicaré a mi regreso -dijo al bibliotecario.

Entre los demás, sólo se lo dijo a Jalal.

– ¿Que te vas por un tiempo? ¿Por qué?

– Es muy importante. Se trata de una mujer…

– Por supuesto -musitó Jalal.

El ensalmador se preocupó hasta descubrir que en la clínica había suficientes aprendices como para no ser molestado, y entonces movió la cabeza afirmativamente. Rob partió a la mañana siguiente. El trayecto era largo, y una prisa indebida le perjudicaría, pero no dio tregua a su castrado, pues no podía apartar de su mente la imagen de una mujer sola en un yermo extranjero, con su padre enfermo.

El clima era veraniego y las aguas que corrieron en la primavera se habían evaporado bajo el sol cobrizo, de modo que el polvo salado de Persia cubrió a Rob y se introdujo en su silla, lo ingirió con la comida y bebió una delgada película polvorienta con el agua. Por todas partes veía flores silvestres que viraban al marrón, pero también gente que labraba el suelo rocoso aprovechando la poca humedad que había para irrigar los viñedos y datileros, como habían hecho durante miles de años.

Avanzaba porfiadamente resuelto y nadie lo desafió ni lo entretuvo; al atardecer del cuarto día pasó por la ciudad de Datur. Nada podía hacer en la oscuridad, pero al día siguiente estaba cabalgando al rayar el alba. A media mañana, en la pequeña aldea de Gusheh, un mercader aceptó su moneda, la mordió y luego le transmitió todo lo que sabía de los cristianos. Estaban en una casa al otro lado del wadi Ahmad, a corta distancia hacia el oeste.