No encontró el wadi, pero se cruzó con dos cabreros, un viejo y un chico. Al preguntarles por el paradero del cristiano, el viejo escupió.
Rob desenvainó su espada, y sus rasgos adquirieron una fealdad largo tiempo olvidada. El viejo la percibió y, con los ojos fijos en el arma, levantó el brazo y señaló. Rob cabalgó en esa dirección. Cuando estuvo alejado, el cabrero joven colocó una piedra en su honda y la lanzó. Rob la oyó rechinar en las rocas, a sus espaldas.
De repente se encontró ante el wadi: El viejo lecho estaba prácticamente seco, pero se había inundado en esa misma temporada, pues en los lugares sombreados aún crecía la vegetación. Lo siguió un buen tramo, hasta que vio ante sus ojos la casita de barro y piedra. Ella estaba afuera, hirviendo la colada, y al verlo se metió en la casa de un salto, como un animalillo salvaje. Al desmontar, Rob descubrió que había arrastrado algo pesado contra la puerta.
– Mary.
– ¿Eres tú?
– Sí.
Hubo un silenció y a continuación un sonido chirriante, cuando ella movió la roca. La puerta se abrió una rendija, y luego de par en par.
Rob comprendió que Mary nunca lo había visto con la barba ni las vestiduras persas, aunque llevaba puesto el sombrero de judío que ya conocía.
Mary empuñaba la espada de su padre. En su cara, que ahora era delgada, destacaban sus ojos, los grandes pómulos y la nariz larga y afilada, y se reflejaban las duras pruebas a que se había visto sometida. Tenía ampollas en los labios y Rob recordó que siempre le salían cuando estaba agotada. Las mejillas quedaban ocultas por el hollín, salvo dos líneas lavadas por lágrimas arrancadas por el humo del fuego. Pero Mary parpadeó y Rob percibió que era tan sensata como la recordaba.
– Por favor, ayúdalo -dijo, e hizo entrar rápidamente a Rob.
Se le cayó el alma a los pies cuando vio a James Cullen. No necesitaba cogerle las manos para saber que estaba agonizando. Ella también debía saberlo, pero lo miró como si esperara que lo curara con sólo tocarlo.
Flotaba en la estancia el hedor fétido de las entrañas de Cullen.
– ¿Has tenido calenturas?
Ella asintió, fatigada, y recitó los pormenores con voz monocorde. La fiebre había comenzado semanas atrás, con vómitos y un terrible dolor en el costado derecho del abdomen. Mary lo había atendido con gran cuidado. Al cabo de unos días su temperatura disminuyó y ella sintió un gran alivio al ver que mejoraba. Durante unas semanas progresó establemente y estaba casi recuperado cuando recurrieron los síntomas, esta vez con más gravedad.
La cara de Cullen estaba pálida y hundida, y sus ojos carecían de brillo.
Su pulso era apenas perceptible. Lo atormentaban los escalofríos, y tenía diarrea y vómitos.
– Los sirvientes creyeron que era la plaga y huyeron -dijo Mary.
– No. No es la plaga.
El vómito no era negro y no había bubas. Pero esto no aportaba ningún consuelo. Se le había endurecido el lado derecho del abdomen hasta adquirir la consistencia de un madero. Rob apretó, y Cullen, aunque parecía perdido en la más profunda suavidad del coma, gritó.
Rob sabía qué era. La última vez que lo vio, había hecho juegos malabares y cantado para que un niño muriera sin miedo.
– Una destemplanza del intestino grueso. A veces llaman enfermedad del costado a esta dolencia. Es un veneno que empezó a obrar en sus entrañas y se ha extendido por todo el cuerpo.
– ¿Qué lo ha provocado?
Rob meneó la cabeza.
– Tal vez se le retorcieron las tripas o hubo una obstrucción.
Ambos reconocieron la desesperanza de la ignorancia de Rob.
Trabajaron arduamente en James Cullen, probando todo lo que pudiese ayudar. Rob le aplicó enemas de manzanilla lechosa, y como no le hicieron el menor efecto le administró dosis de ruibarbo y sales. También le aplicó compresas calientes en el estómago, pero ya sabía que todo era inútil.
Permaneció junto al lecho del escocés. Tendría que haber mandado a Mary a la otra habitación para que se proporcionara el reposo que hasta ese momento se había negado, pero sabía que el fin estaba i y pensó que ya tendría tiempo de descansar.
A medianoche, Cullen dio un brinco, un pequeño saltito.
– Todo está bien, padre -susurró Mary, frotándole las manos.
Emitió un estertor tan suave y sereno que por un rato ni ella ni Rob notaron que James Cullen había dejado de existir.
Mary había dejado de afeitarle unos días antes y fue necesario rasurarle la incipiente barba gris. Rob lo peinó y sostuvo su cuerpo entre los brazos mientras ella lo lavaba, con los ojos secos.
– Me satisface hacer esto. No me permitieron ayudar cuando murió mi madre -dijo.
Cullen tenía una cicatriz bastante larga en el muslo derecho.
– Se hirió persiguiendo un jabalí en la maleza, cuando yo tenía once; años. Tuvo que pasar todo el invierno sin salir de casa. Juntos hicimos un nacimiento para Pascuas y entonces llegué a conocerlo.
Cuando el padre estuvo preparado, Rob acarreó más agua del riachuelo y la calentó al fuego. Mientras ella se bañaba, él cavó una fosa, tarea que le resultó endiabladamente difícil porque el suelo era muy pedregoso y no contaba con la herramienta adecuada. Por fin se decidió a usar la espada de Cullen y una rama gruesa y afilada a modo de palanca, además de las manos.
Una vez dispuesta la sepultura, moldeó un crucifijo con dos palos que ató con el cinturón del difunto.
Ella se puso el mismo vestido negro del día que la conoció. Rob trasladó a Cullen con ayuda de una manta de lana de la que no se habían separado desde que salieran de Escocía, tan bella y abrigada que lamentó dejarla en la fosa.
Lo correcto habría sido una misa de réquiem, pero Rob ni siquiera sabía una oración fúnebre, pues no confiaba en su latín. Pero se acordó de un salmo que siempre estaba en labios de mamá.
El Señor es mi pastor, nada me faltará.
En lugares de delicados pastos me hará yacer, junto a aguas de reposo me pastoreará.
Confortará mi alma, me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre.
Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno porque Tú estarás conmigo. Tu vara y tu cayado me infundirán aliento.
Aderezarás la mesa delante de mí, en presencia de mis enemigos, ungiste mi cabeza con aceite, mi copa esta rebosando.
Eternamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida y en la casa del Señor moraré por largos días.
Cubrió la fosa y clavó la cruz. Se alejó y ella permaneció de rodillas, con los ojos cerrados, moviendo los labios con palabras que sólo su mente oía.
Rob le dio tiempo para estar a solas en la casa. Mary le contó que había soltado los dos caballos para que pastaran por su cuenta en la escasa vegetación del wadi, y Rob salió a buscarlos.
Al pasar vio que habían levantado un cobertizo con una cerca de espinos. Dentro encontró los huesos de cuatro ovejas, a las que probablemente otros animales habían dado muerte y devorado. Sin duda Cullen había comprado mucho más ganado lanar, que le fue robado.
– ¡Escocés delirante! Nunca habría podido llevar un rebaño a pie hasta Escocia. Y ahora tampoco él volvería, y su hija estaba sola en una tierra hostil.
En un extremo del pequeño valle salpicado de piedras, Rob descubrió los restos del caballo blanco de Cullen. Tal vez se había roto una pata y fue presa fácil de otras bestias; el esqueleto estaba casi consumido, pero reconoció la obra de los chacales, por lo que volvió hasta el sepulcro recién excavado y lo cubrió con pesadas piedras planas que impedirían que los animales desenterraran el cadáver.
Encontró la cabalgadura negra de Mary en el otro extremo del wadi, lejos del festín de los chacales como había podido llegar. No le resultó difícil ponerle un ronzal al caballo, que parecía ansioso de volver a la seguridad de la servidumbre.