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Cuando volvió a la casa encontró a Mary sosegada pero pálida.

– ¿Qué habría hecho si tú no hubieses aparecido?

Rob le sonrió, recordando la barricada de la puerta y la espada en sus manos.

– Todo lo necesario.

Mary conservaba a duras penas el dominio de sí misma.

– Quisiera volver contigo a Ispahán.

– Eso es lo que yo quiero.

El corazón se le saltó del pecho, pero las siguientes palabras de Mary fueron un castigo:

– ¿Hay allí un caravasar?

– Sí. El tráfico es intenso.

– Entonces me sumaré a una caravana protegida que vaya hacia el oeste Y llegaré a un puerto donde pueda reservar un pasaje a mi tierra.

Rob se acercó y le cogió las manos, tocándola por primera vez desde su llegada. Mary tenía los dedos ásperos de tanto trabajar, muy distintos a los de la mujer de un harén, pero no la soltó.

– Mary, he cometido un error garrafal. No puedo dejarte ir otra vez.

Los ojos serenos lo contemplaron.

– Acompáñame a Ispahán, pero quédate a vivir conmigo.

Habría sido más fácil si Rob no se hubiese visto forzado a confesar la superchería de Jesse ben Benjamín y a justificar la necesidad de fingir.

Fue como si una corriente se transmitiera entre sus dedos, pero Rob vio la cólera en su mirada; una especie de horror.

– ¡Cuántas mentiras! -dijo Mary con tono tranquilo, se apartó y salió.

Rob fue a la puerta y vio que se alejaba andando por el terreno resquebrajado del lecho ribereño.

Desapareció el tiempo suficiente para que él se preocupara, pero volvió.

– Dime por qué vale la pena tanto engaño.

Rob se obligó a expresarlo en palabras, momento difícil que afrontó porque la amaba y sabía que merecía una respuesta veraz:

– Es como ser elegido. Como si Dios hubiera dicho: "En la creación de seres humanos he cometido equivocaciones y te encargo que trabajes para corregir algunos errores míos." No es algo que yo deseara, sino algo que me buscó.

Sus palabras asustaron a Mary.

– ¿No consideras una blasfemia pretender que te corresponde corregir los errores de Dios?

– No, no -dijo él suavemente-. Un buen médico sólo es Su instrumento.

Ella asintió, y ahora Rob creyó ver en sus ojos un destello de comprensión; hasta cierta envidia.

– Siempre tendré que compartirte con una amante.

De alguna manera había percibido la existencia de Despina, pensó Rob tontamente.

– Sólo te quiero a ti.

– No, tu quieres a tu trabajo y siempre ocupará el primer lugar, antes que la familia, antes que cualquier cosa. Pero te he amado mucho, Rob, y deseo ser tu esposa.

Él la rodeo con sus brazos.

– Los Cullen se casan por la Iglesia -advirtió Mary desde su hombro.

– Aunque encontráramos un sacerdote en Persia, no casaría a una cristiana con un judío. Tendremos que decirle a la gente que nos casamos en Constantinopla. Cuando termine mis estudios regresaremos a Inglaterra y contraeremos matrimonio como es debido.

– ¿Y entretanto? -inquirió ella fríamente.

– Un matrimonio celebrado de común acuerdo -le cogió las manos.

Se miraron a los ojos.

– Tendrían que pronunciarse unas palabras, incluso en un matrimonio de común acuerdo -dijo ella.

– Mary Cullen, te tomo por esposa -dijo Rob con voz poco clara-. Prometo cuidarte y protegerte, y cuentas con todo mi amor.

Lamentó que las palabras no fuesen mejores, pero estaba profundamente conmovido y no podía controlar la lengua.

– Robert Jeremy Cole, te tomo por esposo -dijo ella con la voz perfectamente clara-. Prometo ir adonde tu vayas y procurar siempre tu bienestar. Cuentas con mi amor desde la primera vez que te vi.

Le apretó tanto las manos que con el dolor Rob sintió toda su vitalidad, su palpitar. Sabía que la sepultura recién cubierta convertiría el placer en una indecencia, pero experimentó una desenfrenada mezcla de emociones y se dijo que sus votos eran mejores que muchos que había oído en una iglesia.

Rob cargó las pertenencias de Mary en el caballo castaño, y ella fue montada en el negro. Alternaría la carga entre los dos animales, cambiándola todas las mañanas. En las raras ocasiones que el camino era llano y suave, la pareja compartía un solo caballo, pero la mayor parte del tiempo ella iba montada y él a pie. Eso retardaba el viaje, pero Rob no tenía prisa.

Mary era más dada al silencio de lo que él recordaba. Rob no hizo la menor insinuación de tocarla, sensible a su pesadumbre. La segunda noche del trayecto a Ispahán, acamparon en un claro con brozas a un lado del camino.

Rob permaneció despierto y, finalmente, la oyó llorar.

– Si eres ayudante de Dios y corriges sus errores, ¿por qué no pudiste salvarlo?

– Porque no sé lo suficiente.

El llanto había sido largo tiempo contenido y ahora Mary no podía parar. Rob la abrazó. Tumbados y con la cabeza de ella en su hombro, comenzó a besar su rostro húmedo y después su boca, suave y acogedora, con el mismo sabor que recordaba. Le acarició la espalda y el encantador hueco de la base de su espina dorsal, y después, mientras sus besos se ahondaban, le tocó la lengua con su lengua y buscó a tientas bajo la ropa interior.

Mary lloraba otra vez, pero estaba abierta a sus dedos y extendió las piernas para aceptarlo.

Más que pasión, Rob sentía una abrumadora consideración por ella y un profundo agradecimiento. Su unión fue un tierno y delicado balanceo en el que apenas se movieron. Siguió y siguió, siguió y siguió, hasta que terminó exquisitamente para él; en el empeño de curarla se había curado a sí mismo, en el intento de consolarla se había consolado, mas para darle placer tuvo que ayudarse con la mano.

La mantuvo abrazada y le habló en voz baja, contándole cómo eran Ispahán y el Yehuddiyyeh, la madraza y el hospital Ibn Sina. Y le habló de sus amigos, el musulmán y el judío, Mirdin y Karim.

– ¿Están casados?

– Mirdin tiene esposa. Karim tiene montones de mujeres.

Se quedaron dormidos, absortos el uno en el otro.

Rob despertó con las luces grises del amanecer por el crujido de una silla de montar, el lento golpetear de cascos en el camino polvoriento, una tos, y hombres que hablaban mientras sus cabalgaduras iban al paso.

Por encima del hombro de Mary atisbó a través de los matorrales que separaban su escondrijo del camino y vio pasar una fuerza de soldados de caballería. Tenían un aspecto feroz, y llevaban las mismas espadas orientales que los hombres de Alá, aunque también portaban arcos más cortos que la variedad persa. Su ropa era andrajosa y los turbantes otrora blancos se veían oscuros de sudor y tierra; exudaban un hedor que Rob percibió desde donde estaba, aterrado, a la espera de que uno de sus caballos lo delatara o que uno de los jinetes desviara la vista hacia los matorrales y los descubriera.

Apareció ante sus ojos una cara conocida: Hadad Khan, el irascible embajador seljucí que se había presentado en la corte del sha Alá.

Por tanto, eran seljucíes. Y cabalgando junto al encanecido Hadad Khan apareció otra figura conocida, la del mullah Musa Ibn Abbas, edecán jefe del imán Mirza-aboul Qandrasseh, el visir persa.

Rob vio a otros seis mullahs y contó noventa y seis soldados a caballo.

No había manera de saber cuántos habían pasado mientras dormían.

Su caballo y el de Mary no relincharon ni produjeron ningún sonido que revelara su presencia. Finalmente, pasó el último seljucí, y Rob se atrevió a respirar, atento a la debilitación de los sonidos que producían.

Poco más tarde, despertó a su esposa con un beso, levantó el campamento en un santiamén y se pusieron en camino, porque ahora tenía una razón para darse prisa.

– ¿Casado? -se asombró Karim. Miró a Rob y sonrió.