Dada la gravedad de la dolencia, se conculcaría la prohibición teológica conocida como aurat, que proscribe a todo hombre, salvo al marido, ver el cuerpo de una mujer desde el cuello hasta las rodillas.
Habían administrado a la mujer opiáceos y vino, y cuando la llevaron estaba inconsciente. Era robusta y pesada, y del paño que cubría su cabeza escapaban mechones de pelo gris. Iba embozada y estaba totalmente cubierta, dejando a la vista sólo los pechos, que eran grandes, suaves y flácidos, lo que indicaba que había dejado atrás la juventud.
Al-Juzjani ordenó a los aprendices que se turnaran para palparle suavemente ambos pechos y determinaran cuál es el tacto de un tumor de mama.
Este resultaba discernible incluso sin palparlo, pues formaba un bulto visible a un lado del pecho izquierdo. Era tan largo como el pulgar de Rob y tres veces más grueso.
Estaba muy interesado en observarlo todo: nunca había visto un pecho humano abierto.
Manó la sangre cuando al-Juzjani apretó la cuchilla en la carne blanda y cortó muy por debajo del final del bulto, pues deseaba extraerlo en su totalidad. La paciente gimió y el cirujano trabajó con rapidez, ansioso por terminar antes de que despertara.
Rob vio que el interior del pecho contenía músculo, carne celular gris y nódulos de grasa amarilla, como en una gallina aderezada. Advirtió claramente varios conductos lactóforos de color rosa, que se unían en el pezón como brazos de un río que confluyen en una bahía. Quizá al-Juzjani había pinchado uno de los conductos, pues del pezón brotaba un líquido enrojecido semejante a una gota de leche rosada.
Al-Juzjani extrajo el tumor y cosió deprisa. Si algo semejante fuera posible, Rob habría dicho que el cirujano estaba nervioso.
"Es de la familia del sha -se dijo-. Probablemente una tía." Tal vez la mujer de quien el sha le había hablado en la caverna; la tía que lo había iniciado en la vida sexual.
Quejándose y casi totalmente despierta, se la llevaron en cuanto quedó cosido el pecho. Al-Juzjani suspiró.
– No tiene cura. Finalmente, este cáncer la matará, pero al menos podemos tratar de detener su avance.
Vio afuera a Ibn Sina y se acercó a informarle sobre la operación mientras los aprendices limpiaban el quirófano.
Unos minutos más tarde, Ibn Sina entró en la sala de operaciones y habló brevemente con Rob, palmeándole la espalda antes de volver a separarse de él.
Rob estaba anonadado por lo que le había dicho el médico jefe. Salió de la sala de operaciones y se encaminó al khaanat donde estaba trabajando Mirdin. Se encontraron en el pasillo de salida de la farmacia. Rob vio reflejadas en el rostro de Mirdin todas las emociones que bullían en su interior.
– ¿Tú también?
Mirdin asintió con la cabeza.
– ¿Dentro de dos semanas?
– Sí. -Rob probó el sabor del pánico-. No estoy preparado para los exámenes, Mirdin. Tú llevas cuatro años aquí, pero yo vine hace tres y no me considero preparado.
Mirdin olvidó su propio nerviosismo y sonrió.
– Lo estás. Has sido cirujano barbero y todos los que te han enseñado algo conocen lo que vales. Nos quedan dos semanas para estudiar juntos, luego nos presentaremos al examen.
EL DIBUJO DE UN MIEMBRO
Ibn Sina había nacido en el pequeño poblado de Afshanah, en los aledaños de las aldeas de Kharmaythan, y poco después de su nacimiento su familia se había trasladado a la cercana ciudad de Bujara. Cuando era pequeño, su padre -un recaudador de impuestos- dispuso que estudiara con un maestro coránico y con otro de literatura. Al cumplir los diez años había memorizado todo el Corán y absorbido gran parte de la cultura musulmana. Su padre conoció a un versado verdulero ambulante, Mahmud el Matemático, que enseñó al niño cálculo indio y álgebra. Antes de que al dotado joven le crecieran los primeros vellos faciales, era competente en leyes, profundizaba en Euclides y en la geometría, y los maestros rogaron a su padre que le permitiera dedicar la vida al saber.
Empezó a estudiar medicina a los once años, y a los dieciséis daba clases a médicos mayores y pasaba gran parte del tiempo en la práctica del derecho. Toda su vida sería jurista y filósofo, pero notó que aunque estas profesiones doctas merecían la deferencia y el respeto del mundo persa en que vivía, nada importaba a ningún individuo más que su bienestar y saber si viviría o moriría. A temprana edad, el destino volvió a Ibn Sina servidor de una serie de gobernantes que aprovechaban su talento para proteger su salud, y aunque escribía docenas de volúmenes sobre leyes y filosofía -los suficientes para que le dieran el afectuoso apodo de Segundo Maestro ¡siendo Mahoma el Primero!-, como Príncipe de Médicos alcanzó la fama y la adulación que lo seguían fuera donde fuese.
En Ispahán pasó inmediatamente de refugiado político a Hakim-bashi o médico jefe, y descubrió que había una numerosa oferta de médicos y que constantemente aumentaba el numero de sanadores. Estos entraban en el oficio por medio de una simple declaración. Muy pocos de esos médicos en ciernes compartían la tenaz erudición o el genio intelectual que había señalado su propia dedicación a la medicina, y comprendió que hacía falta un recurso para determinar quién estaba capacitado y quién no. Durante más de un siglo se habían efectuado exámenes para médicos en Bagdad, e Ibn Sina convenció a sus colegas de que en Ispahán el examen final de la madraza debía crear médicos o rechazarlos, ofreciéndose el mismo como examinador jefe.
Ibn Sina era el médico más destacado de los Califatos de Oriente y Occidente, pero trabajaba en un entorno docente que no contaba con el prestigio de los grandes centros. La Academia de Toledo tenía su Casa de las Ciencias, la Universidad de Bagdad, su escuela para traductores; el Cairo se jactaba de una tradición médica rica y sólida con una antigüedad de muchos siglos.
Todos estos lugares poseían bibliotecas famosas y magníficas. Por contraste, en Ispahán sólo existían la pequeña madraza y una biblioteca que dependía de la caridad de la institución homóloga de Bagdad, más amplia y rica. El maristán era una pálida versión en miniatura del gran hospital Azudi de la misma ciudad. La presencia de Ibn Sina tuvo, pues, que compensar las insuficiencias de la escuela persa.
Ibn Sina reconocía incurrir en el pecado del orgullo. Aunque su propia reputación era tan encumbrada como para resultar intocable, se mostraba sensible en cuanto a la categoría de los médicos que formaba.
El octavo día del mes de Shawwa, una caravana de Bagdad le llevó una carta de Ibn Sabur Yaqut, el examinador médico jefe de aquella capital. Ibn Sabur iría a Ispahán y visitaría el maristán en la primera mitad del mes de Zulkadah. Ibn Sina ya conocía a Ibn Sabur y se fortaleció para aguantar la actitud condescendiente y las constantes comparaciones de su colega de Bagdad, llenas de suficiencia.
Pese a las apetecibles ventajas de que disfrutaba la medicina en Bagdad, Ibn Sina sabía que allí los exámenes solían ser notoriamente superficiales.
Pero en su maristán tenía a dos aprendices tan competentes como los mejores que había visto en su vida. De inmediato supo cómo podía dar a conocer a la comunidad médica bagdadí la clase de médicos que pasaban por las manos de Ibn Sina en Ispahán.
Así, gracias a que Ibn Sabur Yaqut iría al maristán, Jesse ben Benjamín y Mirdin Askari fueron convocados a un examen que les concedería o negaría su derecho al título de hakim.
Ibn Sabur Yaqut era tal como Ibn Sina lo recordaba. El éxito había vuelto su mirada ligeramente imperiosa por debajo de sus párpados hinchados. Tenía más canas que cuando se conocieron en Hamadhan doce años atrás, y ahora usaba una indumentaria ostentosa y suntuaria, de paño multicolor, que proclamaba su posición y su prosperidad. A pesar de su exquisita confección, no podía ocultar cuánto había aumentado su corpulencia con el paso de los años. Recorrió la madraza y el maristán con una sonrisa en los labios y arrogante buen humor, suspirando y comentando que debía ser un lujo afrontar problemas en tan ínfima escala.