La gente rugió extasiada al ver a su rey guerrero. Cuando levantó la mano para hacer el saludo real, sabían que les estaba prometiendo Ghazna.
Rob estudió la espalda erguida del sha; en ese momento, Alá no era Alá: se había transformado en Jerjes, se había transformado en Darío, se había transformado en Ciro el Grande. Era todos los conquistadores de todos los hombres.
Somos cuatro amigos. Somos cuatro amigos. Rob se mareó al pensar en todas las ocasiones en que le habría resultado fácil matarlo.
Ahora estaba en el fondo de la multitud. Aunque hubiese estado adelante, lo habrían reducido en el mismo instante en que cayera sobre el rey. Se volvió. No esperó con los demás para ver el desfile de tropas de quienes iban a la gloria o a la muerte. Se separó con esfuerzo de la turba y caminó a ciegas hasta llegar a las orillas del Zayendeh, el Río de la Vida.
Se sacó del dedo el anillo de oro macizo que Alá le había dado por sus servicios en la India y lo arrojó a las aguas pardas. Luego, mientras en la distancia el gentío bramaba y bramaba, volvió andando al maristán.
Qasim había bebido grandes dosis de la infusión, pero se le notaba muy grave. Tenía los ojos vacíos, y el semblante pálido y hundido. Temblaba aunque hacía calor, y Rob lo tapó con una manta. Poco después, la manta estaba empapada y la cara de Qasim ardía.
A última hora de la tarde el dolor era tan intenso que cuando Rob le tocó el abdomen, el viejo gritó.
Rob no volvió a casa… Se quedó en el maristán, permaneciendo a menudo junto al jergón de Qasim.
Esa noche, en medio del dolor, se produjo un alivió total. Por un instante, la respiración de Qasim fue serena y regular, y se quedo dormido. Rob se atrevió a albergar esperanzas, pero unas horas más tarde volvió la fiebre, la temperatura de su cuerpo aumentó más aún, el pulso se volvió rápido y en algunos momentos era casi imperceptible.
Qasim se agitaba y revolvía en sus delirios.
– ¡Nuwas! -llamaba-. Ah, Nuwas.
A veces hablaba con su padre o con su tío Nili, y repetidas veces llamó a la desconocida Nuwas.
Rob le cogió las manos y el corazón le dio un vuelco: no las soltó, porque ahora sólo podía ofrecerle su presencia y el exiguo consuelo de un contacto humano. Por último, la laboriosa respiración se aquietó hasta parar por completo. Rob aún apretaba las callosas manos de Qasim cuando éste expiró.
Pasó un brazo por debajo de las rodillas nudosas y el otro bajo los hombros huesudos, trasladó el cadáver al depósito y luego entró en el cuartito de al lado. Apestaba: tendría que ocuparse de que lo fregaran. Se sentó entre las pertenencias de Qasim, que eran pocas: una harapienta túnica de recambio, una alfombra de rezo hecha jirones, unas hojas de papel y un cuero curtido en el que un escriba pagado por Qasim había copiado varias oraciones del Corán. Dos frascos del vino prohibido. Una hogaza de pan armenio endurecido y un cuenco con olivas verdes rancias. Una daga barata, con la hoja mellada.
Era más de medianoche y casi todo el hospital dormía. De vez en cuando, un enfermo gritaba o lloraba. Nadie lo vio retirar las escasas pertenencias de Qasim del cuartito. Mientras arrastraba la mesa de madera, se cruzó con un enfermero, pero la escasez de mano de obra dio a este ánimos para desviar la mirada y pasar deprisa junto al Hakim, antes de que le encargara más trabajo del que ya tenía.
En el cuarto, bajo dos patas de un lado de la mesa, Rob puso una tabla para lograr una inclinación. En el suelo, debajo del extremo más bajo, colocó una palangana. Necesitaba mucha luz y merodeó por el hospital, birlando cuatro lámparas y una docena de velas, que dispuso alrededor de la mesa como si fuera un altar. Sacó a Qasim del depósito y lo acostó en la mesa.
Incluso mientras el viejo agonizaba, Rob sabía que transgrediría el mandamiento.
Pero ahora que había llegado el momento, le resultaba difícil respirar.
No era un antiguo embalsamador egipcio que podía llamar a un despreciable paraschiste para que abriera el cadáver y cargara con el pecado. El acto y el pecado, si lo había, serían responsabilidad suya.
Cogió una cuchilla quirúrgica curva, con punta de sondeo, llamada bisturí, y practicó la incisión, abriendo el abdomen desde la ingle hasta el esternón. La carne se partió crujiente y comenzó a rezumar sangre.
Rob no sabía cómo proceder, y apartó la piel del esternón, pero luego se puso nervioso.
En toda su vida sólo había tenido dos amigos que eran sus pares y los dos habían muerto con la cavidad corporal cruelmente herida. Si lo descubrían, moriría de la misma manera, pero además lo desollarían. Dejó el cuartito y deambuló nervioso por el hospital, pero los pocos que estaban despiertos no le prestaron la menor atención. Aún tenía la impresión de que el suelo se había abierto y caminaba en el aire, pero ahora poseía la convicción de estar asomado a las profundidades del abismo.
Buscó una sierra de dientes pequeños para huesos, la llevó al minúsculo laboratorio improvisado y serró a través del esternón, a imitación de la herida que había matado a Mirdin en la India. En el fondo de la incisión cortó desde la ingle hasta el interior del muslo, dejando un gran colgajo que logró echar hacia atrás, para dejar a la vista la cavidad abdominal. Debajo de la barriga rosada, la pared estomacal era carne roja y hebras blancuzcas de músculo, y hasta el flaquísimo Qasim tenía glóbulos amarillentos de grasa.
El delgado revestimiento interior de la pared abdominal estaba inflamado y cubierto por una sustancia coagulable. A sus ojos deslumbrados, los órganos parecían sanos, excepto el intestino delgado, que estaba enrojecido e hinchado en muchos sitios. Hasta los vasos más pequeños estaban tan llenos de sangre, que daban la impresión de haber sido inyectados con cera roja. Una pequeña parte embolsada de la tripa estaba extraordinariamente negra y adherida al revestimiento abdominal. Cuando intentó separar ambas partes tirando suavemente, las membranas se rompieron dejando a la vista el equivalente a dos o tres cucharadas de pus: la infección que tantos dolores había causado a Qasim. Rob sospechaba que el sufrimiento del viejo había cesado cuando el tejido afectado se hernió. Un fluido poco denso, oscuro y fétido había escapado de la inflamación hacia la cavidad del abdomen. Hundió la yema del dedo en el líquido y lo olisqueó con interés, pues aquel podía ser el veneno causante de la fiebre y del desenlace.
Quería examinar los otros órganos, pero tenía miedo.
Cosió atentamente la abertura por si los religiosos tenían razón. Cuando Qasin ibn Sahdi resucitara de su tumba, estaría entero. Le cruzó las muñecas, las atajó y usó un paño grande para vendarle los riñones. Con gran cuidado, envolvió el cadáver en una mortaja y lo devolvió al depósito, para que lo enterraran por la mañana.
– Gracias, Qasim -dijo con tono sombrío-. Que en paz descanses.
Se llevó una sola vela a los baños del maristán, donde se lavó y se cambió de ropa. Pero aún perduraba en su cuerpo el olor a muerte, y se frotó las manos y los brazos con perfume.
Afuera, en la oscuridad, seguía asustado. No podía creer en lo que había hecho.
Al filo del amanecer se acostó en su jergón. Por la mañana dormía profundamente, y Mary se puso ceñuda cuando respiró el aroma florido de otra mujer que impregnaba toda la casa.
EL ERROR DE IBN SINA
Yussuf-ul-Gamal llamó a Rob a la sombra erudita de la biblioteca.
– Quiero mostrarte un tesoro.
Era un libro voluminoso, una copia evidentemente nueva de la obra maestra de Ibn Sina, el Canon de medicina.
– Este Qanun no es de propiedad de la Casa de la Sabiduría, sino una copia hecha por un escriba que conozco. Está en venta.