– Lo lamento -añadió el barbero-. Yo mismo fui un trotamundos y sé que la vida puede resultar dura.
Durante el resto de la mañana, Barber sólo le dirigió la palabra una vez para decir:
– Puedes quedarte con el traje.
Guardaron las pelotas de colores y Rob ya no practicó. Faltaban casi dos semanas para el Jueves Santo, y Barber lo hizo trabajar mucho, encargándole que fregara los suelos astillosos de ambas estancias. En primavera, mamá también lavaba las paredes de casa, así que ahora Rob hizo lo propio. Aunque en aquella casa había menos humos que en la de mamá, tuvo la sospecha de que las paredes jamás fueron lavadas, y al concluir, la diferencia era bien visible.
Una tarde el sol reapareció mágicamente, volviendo el mar azul y brillante y suavizando el aire salobre. Por primera vez Rob entendió los motivos por los cuales algunas personas preferían vivir en Exmouth. En el bosque detrás de la casa, pequeñas cosas verdes se movían entre el moho de las hojas húmedas. Lleno una perola de brotes de espárragos e hirvieron las primeras verduras con tocino entreverado. Los pescadores se habían internado en la mar serena, y Barber salió al encuentro de una embarcación que regresaba. Compró un horrible bacalao y media docena de cabezas de pescado.
Encomendó a Rob que cortara cuadrados de cerdo salado y derritió lentamente la carne grasa en la sartén hasta que quedó crujiente. A continuación, preparó una sopa mezclando carne y pescado, rodajas de nabo, grasa derretida, buena leche y un ramillete de tomillo. La disfrutaron en silencio, acompañada de pan tostado y caliente, sabiendo que muy pronto Rob ya no comería tan bien.
Parte del cordero colgado se había puesto verde, de modo que Barber cortó la parte estropeada y la llevó al bosque. Del tonel de manzanas emanaba un hedor espantoso, ya que sólo se conservaba una parte de la fruta originalmente almacenada. Rob inclinó el tonel y lo vació, estudiando cada reineta y separando las sanas.
Las manzanas eran sólidas y fuertes al tacto.
Recordó que Barber le había dado manzanas para que aprendiera a cogerlas suavemente y lanzo tres: "¡Va-va-va!”
Las cogió. Volvió a lanzarlas a gran altura y batió palmas antes de que descendieran.
Seleccionó otras dos manzanas y lanzó las cinco al aire, pero…, ¡sorpresa!, chocaron y cayeron al suelo, donde quedaron algo ablandadas. Rob quedó paralizado, pues no sabía dónde estaba Barber, que seguramente volvería a azotarlo si lo pescaba desperdiciando comida.
En la habitación contigua no sonó ninguna protesta.
Se dedicó a guardar las manzanas sanas en el tonel. El intento no estuvo tan mal, se dijo; parecía que esta vez había calculado mejor los tiempos.
Escogió otras cinco manzanas del tamaño adecuado y las lanzó al aire.
Aunque esta vez estuvo a punto de funcionar, le fallaron los nervios y la fruta cayó en picado como arrancada del árbol por un vendaval de otoño.
Recobró las manzanas y volvió a lanzarlas. Recorrió toda la estancia y fue algo espasmódico en lugar de agradable y hermoso, pero ahora los cinco objetos subían y bajaban en sus manos y volvían a subir por los aires como si sólo fueran tres.
Arriba y abajo y arriba y abajo. Una y otra vez.
"Oh, mamá” -murmuró emocionado, si bien años después discutiría consigo mismo si su madre había tenido algo que ver.
"¡Va-va-va-va-va!”
– Barber -lo llamó en voz alta, temeroso de gritar.
Se abrió la puerta. Segundos después, perdió el equilibrio y las manzanas rodaron por todas partes.
Al alzar la mirada se encogió porque Barber corría hacia el con una mano en alto.
– ¡Lo he visto! -exclamó Barber, y Rob se vio envuelto en un gozoso abrazo que no tenía nada que envidiar a los mejores intentos del oso Bartram.
EL ARTISTA
El Jueves Santo llegó y pasó, y continuaron en Exmouth, ya que Rob tenía que aprender todas las facetas del espectáculo. Practicaron juegos malabares a dúo, actividad que disfrutó desde el principio y que pronto llegó a dominar extremadamente bien. Luego se concentraron en los juegos de manos, magia tan difícil como la prestidigitación con cuatro pelotas.
– El demonio no influye en los magos -dijo Barber-. La magia es un arte humano que ha de dominarse del mismo modo que conquistaste la prestidigitación. Pero es mucho más fácil -se apresuró a añadir al ver la expresión de Rob.
Barber le transmitió los sencillos secretos de la magia blanca.
– Debes tener un espíritu intrépido y audaz y mostrar expresión decidida en todo lo que haces. Necesitas dedos ágiles y un modo de trabajar limpio, y debes ocultarte detrás de la cháchara, empleando palabras exóticas para adornar tus actos.
“La ultima regla es, como mucho, la más importante. Debes contar con artilugios, gestos del cuerpo y otras distracciones que llevan a los espectadores a mirar a cualquier parte menos a aquello que realmente estás haciendo.
La mejor desviación de que disponían eran ellos mismos, explicó Barber, y lo demostró con el truco de las cintas.
– Para este juego de manos necesito cintas de color azul, rojo, negro, amarillo, verde y marrón. Al final de cada yarda hago un nudo corredizo y luego enrollo apretadamente la cinta anudada, preparando pequeños rollos que distribuyo por mi vestimenta. El mismo color siempre se guarda en el mismo bolsillo.
“¿Quién quiere una cinta?", preguntó.
"¡Oh, señor, yo! Una cinta azul de dos yardas de largo." Rara vez las quieren más largas. Al fin y al cabo, no usan cintas para atar a la vaca.
“Finjo olvidarme de la petición y me ocupo de otros asuntos. En ese momento, tú creas un punto de atención, por ejemplo haciendo juegos malabares. Mientras están concentrados en ti, me llevo la mano al bolsillo izquierdo de la túnica, donde siempre guardo la cinta azul. Creo la sensación de que me tapo la boca para toser y el rollo de cinta acaba en mi boca. Segundos más tarde, cuando he recuperado la atención del público, asomo la punta de la cinta entre los labios y la extraigo poco a poco. El primer nudo se deshace en cuanto toca mis dientes. Cuando aparece el segundo nudo, sé que tengo dos metros, así que corto la cinta y la entrego.
A Rob le entusiasmó aprender el truco, aunque se sintió defraudado por la manipulación, engañado por la magia.
Barber siguió desilusionándolo. Poco tiempo después, aunque aún no daba la talla como mago, prestaba grandes servicios como ayudante del mago. Aprendió pequeños bailes, himnos y canciones, chistes y anécdotas que no entendía. Por fin logró cotorrear los discursos que acompañaban la venta de la Panacea Universal. Barber le aseguró que aprendía con rapidez.
Mucho antes de que el chico lo considerara posible, el cirujano barbero declaró que ya estaba preparado.
Partieron una brumosa mañana de abril, y durante dos días atravesaron los montes Blackdown, bajo una tenue llovizna primaveral. La tercera tarde, bajo un cielo diáfano y renovado, llegaron a la aldea de Bridgeton. Barber frenó el caballo junto al puente que daba nombre a la población y estudió a su ayudante.
– Entonces, ¿estás preparado?
Rob no estaba muy seguro, pero asintió.
– Eres un buen chico. No es una gran ciudad: putañeros y furcias, una taberna siempre llena y muchos clientes que llegan de todas partes para joder y beber. De manera que todo vale, ¿entiendes?
Aunque Rob no tenía la menor idea de a qué se refería su maestro, volvió a asentir. Incitatus respondió a la tensión de las riendas y cruzó el puente al trote de paseo. Al principio todo fue como antes. El caballo hizo sus cabriolas y Rob tocó el tambor mientras desfilaban por la calle principal. Montó la tarima en la plaza de la aldea y apoyó en esta tres cestos de astillas de roble llenos de panacea.
Esta vez, cuando comenzó el espectáculo, subió a la tarima con Barber.
– Buen día y mejor mañana -saludó Barber. Ambos hacían juegos malabares con dos pelotas-. Nos alegra estar en Bridgeton.