Era una yegua de paso suave, pero la primera mañana que estuvo con ellos perdió una herradura y tuvieron que volver a Blyth para conseguir otra.
El herrero se llamaba Durman Moulton y lo encontraron dando los toques finales a una espada que les iluminó los ojos.
– ¿Cuánto? -quiso saber Rob, demasiado entusiasmado para el espíritu regateador de Barber.
– Esta está vendida -dijo el artesano, pero les permitió empuñarla para que comprobaran su equilibrio.
Era un sable sin ornamentaciones, afilado, bien centrado y bellamente forjado. Si Barber hubiese sido más joven y no tan sabio, no se habría resistido a pujar por la espada.
– ¿Cuánto por su gemela y una daga a juego?
El total ascendía a más de un año de los ingresos de Rob.
– Tienes que pagarme la mitad ahora, si quieres encargármela -dijo Moulton.
Rob fue hasta el carromato y regresó con una bolsa de la que sacó el dinero con presteza y de buena gana.
– Volveremos dentro de un año.
El herrero asintió y le aseguró que las armas estarían esperándolo.
Pese a la pérdida de Incitatus, gozaron de una temporada próspera, pero cuando casi tocaba a su fin, Rob pidió la sexta parte.
– ¡Un sexto de los ingresos! ¿Para un mozalbete que aún no ha cumplido los dieciocho años?
Barber estaba auténticamente indignado, pero Rob aceptó con serenidad su arranque y no dijo una palabra más.
A medida que se aproximaba la fecha del acuerdo anual, Barber se atormentaba, pues sabía en qué medida había mejorado su situación gracias al asalariado.
En el pueblo de Sempringham oyó que una paciente le susurraba a su amiga:
– Ponte en la fila de espera del barbero joven, Eadburga, porque dicen que te toca detrás del biombo. Aseguran que sus manos son curativas.
“Dicen que vende a carretadas la mierda de la panacea”, se recordó Barber a sí mismo, con el gesto torcido.
No le preocupaba que ante el biombo de su ayudante hubiese colas más largas que delante del suyo. En verdad, para su empleador, Rob J. valía su peso en oro.
– Un octavo -le ofreció finalmente.
Aunque para él era un sufrimiento, habría llegado a un sexto, pero con gran alivio notó que Rob movía la cabeza afirmativamente.
– Un octavo me parece justo -aceptó el ayudante.
El viejo se gestó en la mente de Barber. Siempre en busca de la forma de mejorar el espectáculo, inventó a un viejo verde que bebe la Panacea Universal y persigue a todas las mujeres que ve.
– Y lo interpretarás tu -dijo a Rob.
– Estoy demasiado desarrollado. Soy excesivamente joven.
– No; he dicho que lo interpretarás tú -insistió Barber obstinadamente-. Yo estoy tan gordo que bastaría mirarme para saber quién soy.
Observaron durante largo tiempo a todos los ancianos con los que se cruzaban, estudiaron su andar cansino, el tipo de vestimenta que usaban, y escucharon su manera de hablar.
– Imagina lo que debe ser sentir que se te escapa la vida -dijo Barber-. Tú crees que siempre se te empinará cuando estés con una mujer. Ahora piensa que eres viejo y nunca más podrás volver a hacerlo.
Confeccionaron una peluca canosa y un bigote postizo gris. No podían marcar arrugas, pero Barber le untó la cara con cosméticos, simulando una piel vieja, reseca y estragada por muchos años de sol y viento. Rob inclinó su largo cuerpo y aprendió a andar cojeando, arrastrando la pierna derecha.
Cuando hablaba lo hacía en voz más aguda y titubeante, como si los años le hubieran enseñado a tener miedo.
El viejo, cubierto con un abrigo raído, hizo su primera aparición en Tadaster, mientras Barber disertaba sobre los notabilísimos poderes regeneradores de la panacea. Con andar vacilante, el viejo se acercó cojeando y compró un frasco.
– No hay duda de que soy un viejo tonto por despilfarrar así mi dinero -dijo con la voz cascada.
Abrió el frasco con cierta dificultad, bebió la medicina allí mismo y se acercó lentamente a una camarera a la que ya habían instruido y pagado.
– Tú sí que eres bonita. -El viejo suspiró, y la muchacha apartó rápidamente la mirada, como si estuviera avergonzada-. ¿Me harás un favor, querida mía?
– Si puedo…
– Sólo se trata de que pongas la mano en mi cara. Apenas una suave palmadita cálida en la mejilla de un anciano. ¡Ahhh! -exhaló cuando ella lo hizo tímidamente.
Rieron entre dientes cuando él cerró los ojos y le besó los dedos. Al instante, la miró con ojos desorbitados.
– Bendito sea San Antonio -jadeó el viejo-. ¡Es increíble! ¡Maravilloso!
Volvió a la tarima cojeando, a la mayor velocidad que le permitían las piernas.
– Dame otro -le dijo a Barber, y se lo bebió de un trago.
Cuando intentó volver junto a la camarera, ella se alejó. La siguió.
– Soy vuestro sirviente, señora… -dijo, ansioso; se inclinó adelante y le murmuró algo al oído.
– Señor, ¡no debéis decir esas cosas!
Echó a andar otra vez, y la multitud estaba convulsa por la forma en que el viejo seguía a la joven.
Minutos más tarde, mientras el viejo cojeaba llevando del bracete a la camarera, aplaudieron aprobadoramente y, sin dejar de reír, se apresuraron a gastarse los cuartos en la panacea de Barber.
Después ya no tuvieron que pagarle a nadie para que le diera pie al viejo, porque Rob aprendió en breve a manipular a las mujeres de las multitudes Percibía cuando una buena esposa comenzaba a ofenderse y era necesario dejarla en paz, y cuando una mujer más atrevida no se sentiría insultada por un cumplido jugoso o un leve pellizco.
Una noche, en la ciudad de Lichfield, fue a la taberna con la vestimenta del viejo, y al rato todos los parroquianos aullaban y se secaban las lágrimas de risa al oír sus memorias amorosas.
– Antes era muy libidinoso. Recuerdo muy bien la noche que estaba de jodienda con una chica rellenita… Sus cabellos eran de negro vellón y de sus tetas podías mamar. Y más abajo, un dulce plumón de cisne puro. Al otro lado de la pared dormía su feroz padre, que tenía la mitad de mis años, ignorante de lo que estaba ocurriendo.
– ¿Y qué edad tenías tú entonces, viejo?
Enderezó con gran cuidado su espalda vencida.
– Era tres días más joven que ahora -dijo con voz seca.
Durante toda la velada, los bobos de la taberna se pelearon por pagarle otra jarra de cerveza.
Aquella noche, por vez primera Barber ayudó a su asistente a volver a campamento, en lugar de sustentarse en él.
Barber se refugió en el avituallamiento. Ensartaba capones, rellenaba patos y se atiborraba de aves de corral. En Worcester se encontró con la matanza de un par de bueyes y compró sus lenguas.
¡Eso se llamaba comer!
Hirvió ligeramente las grandes lenguas antes de cepillarlas y despellejarlas; luego las asó con cebollas, ajo silvestre y nabos, rociándolas con miel de tomillo y manteca de cerdo fundida, hasta que por fuera quedaron dulcemente tostadas y churruscantes, y por dentro, tan tiernas y blandas que casi no era necesario masticar su carne.
Rob apenas probó tan fino y sabroso manjar, pues tenía prisa por ir a una nueva taberna en la que hacer de viejo estúpido. En cada lugar nuevo que pisaba, los parroquianos se desvivían por mantenerlo constantemente provisto de bebida. Barber sabía que lo que más le gustaba era la cerveza, pero en esos tiempos tuvo que reconocer, consternado, que Rob aceptaba hidromiel, pimientos fermentados, licor de miel y moras o lo que le echara. Barber se mantenía atento para comprobar si tanta bebida no perjudicaba su propio bolsillo. Pero a pesar de las grandes borracheras y las vomiteras nocturnas, Rob hacía todo exactamente como antes, salvo en un detalle.
– He notado que ya no coges las manos de los pacientes cuando pasan detrás de tu biombo -dijo Barber.
– Tú tampoco.