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– Nunca has arriesgado nada conmigo. Ya no eres el que gana dinero por los dos… Ahora ese papel lo desempeño yo. Gano para ti mucho más de lo que ese ladrón podría haber cosechado con sus dedos ágiles.

– Un riesgo y un incordio -dijo Barber con tono de hastío, y se volvió.

Llegaron a la etapa más norteña de su ruta e hicieron paradas en aldeas fronterizas donde los residentes no sabían exactamente si eran ingleses o escoceses. Cuando Rob y Barber montaban el espectáculo ante el público, bromeaban y trabajaban en aparente armonía, pero si no estaban en la tarima se instalaba entre ellos un frío silencio. Cuando intentaban conversar, la charla se convertía en una rencilla.

Habían quedado atrás los días en que Barber se atrevía a levantarle la mano, pero cuando empinaba el codo seguía siendo un deslenguado que profería insultos, desconocedor de la prudencia.

Una noche, en Lancaster, acamparon cerca de una charca de la que se elevaba una bruma teñida de rosa por la luna. Se vieron acosados por un ejército de pequeños insectos semejantes a moscas y buscaron refugio en la bebida.

– Siempre fuiste un bruto y un patán. -Rob suspiró-. Adopté un asno huérfano…, lo formé…; todo en balde.

Algún día, muy pronto, comenzaría a ejercer por su cuenta el oficio de cirujano barbero, decidió Rob; hacía largo tiempo que estaba llegando a la conclusión de que Barber y él debían seguir caminos separados.

Había encontrado a un mercader con existencias en vino agrio y le había comprado una buena cantidad; ahora intentaba tragarse el líquido abrasivo para que el otro guardara silencio. Pero no paraba.

– …mano larga y entendederas cortas. ¡Cuánto me esforcé por enseñarte a hacer malabarismos!

Rob entró a gatas en el carromato para rellenar su vaso, pero la voz terrible lo siguió hasta el interior.

– ¡Tráeme una condenada jarra!

“Búscatela tú mismo”, estuvo a punto de responder.

Pero, presa de una irresistible idea, se arrastró hasta donde estaban lo frascos de la Serie Especial.

Cogió uno y lo acercó a los ojos para ver si distinguía las marcas que identificaban su contenido. Salió a rastras del carromato, destapó la botella de barro y se la dio a su obeso amo.

“¡Qué malvado! -pensó, asustado-. Aunque no más malvado que Barber distribuyendo su Serie Especial entre tanta gente a través de los años.”

Observó fascinado cómo Barber cogía la botella, echaba la cabeza hacía atrás, abría la boca y acercaba la bebida a sus labios.

Todavía estaba a tiempo de redimirse. Casi oyó su voz gritándole a Barber que esperara. Le diría que la botella tenía un borde roto y la cambiaría por un frasco de hidromiel. Pero apretó los labios.

El cuello de la botella entró en la boca de Barber.

“Trágala”, lo apremió Rob cruelmente, para sus adentros.

La papada de Barber se movió al tiempo que bebía. Luego el hombre arrojó a lo lejos el frasco vacío y se quedó dormido.

¿Por qué no había sentido ningún regocijo? A lo largo de una noche de insomnio, Rob reflexionó sobre ello.

Cuando Barber estaba sobrio era dos hombres, uno de ellos bondadoso y de corazón alegre; el otro, un ser vil que no vacilaba en administrar su Serie Especial a diestro y siniestro. Y cuando estaba borracho emergía, sin la menor duda, el hombre despreciable.

Rob vio con repentina claridad, como una lanza de luz a través de un cielo oscuro, que él mismo se estaba transformando en el Barber degradado.

Se estremeció, y la desolación recorrió todo su cuerpo cuando en medio de un escalofrío se acercó al fuego.

A la mañana siguiente despertó con las primeras luces, buscó el frasco tirado y lo ocultó en la arboleda. Después reavivó el fuego, y cuando Barber abrió los ojos encontró que lo esperaba un desayuno abundante.

– No me he comportado bien -reconoció Rob cuando Barber terminó de comer. Titubeó, pero se obligó a seguir adelante-. Solicito tu perdón y tu absolución.

Barber asintió, atónito, en silencio.

Pusieron los arreos a Caballo y rodaron sin hablar hasta media mañana; en algunos momentos Rob sentía la mirada reflexiva del otro sobre él.

– Lo he meditado mucho -dijo por fin Barber-. La próxima temporada debes hacer de cirujano barbero sin mí.

Apesadumbrado porque el día anterior había llegado a la misma conclusión, Rob protestó.

– Es esa maldita bebida. El alcohol nos transforma cruelmente. Debemos abjurar de la bebida y volveremos a llevarnos como antes.

Barber se mostró conmovido, pero movió la cabeza negativamente.

– En parte es a causa de la bebida, y en parte se debe a que tú eres un cervatillo que necesita probar sus mogotes, mientras yo soy un viejo venado castrado. Más aún; para venado resulto excesivamente corpulento y jadeante -dijo secamente-. El mero hecho de encaramarme a la tarima exige todas mis fuerzas, y cada día me resulta más difícil llegar al final del espectáculo. Estaría encantado de quedarme para siempre en Exmouth, a disfrutar del verano y cultivar un huerto, para no hablar de los placeres de la cocina.

Cuando tú no estés prepararé una abundante provisión de panacea. También pagaré el mantenimiento del carromato y los gastos del Caballo, como hasta hora. Tú te guardarás las ganancias de cada paciente tratado, además de la quinta parte de los frascos de Panacea Universal vendidos al primer año y una cuarta parte de los vendidos a partir de entonces.

– La tercera parte el primer año -regateó Rob automáticamente-. Y la mitad a partir de entonces.

– Eso es excesivo para un joven de diecinueve años -dijo Barber, en tono severo pero con los ojos radiantes-. Hablemos y decidámoslo entre los dos, ya que ambos somos hombres razonables.

Finalmente acordaron la cuarta parte durante el primer año y la tercera en los siguientes. El trato tendría una validez de cinco años, momento en que lo reconsiderarían.

Barber no cabía en sí de jubilo, y Rob no podía creer en su buena fortuna, pues sus ganancias serían excepcionales para un mozo de su edad. Viajaron hacia el sur a través de Northumbria, muy animados, renovando los buenos sentimientos y la camaradería. En Leeds, después de trabajar, pasaron varias horas en el mercado. Barber compró generosamente y declaró que debía preparar una cena adecuada para celebrar el nuevo acuerdo.

Abandonaron Leeds por un sendero que discurría a la vera del río Aire, a través de millas y millas de árboles añosos que sobresalían por encima de verdes bosquecillos, retorcidas arboledas y claros con brezos. Acamparon temprano entre matas de alisos y sauces donde el río se ensanchaba, y durante horas ayudó a Barber a confeccionar un inmenso pastel de carne. En él puso Barber la carne picada y mezclada de una pata de corzo y un lomo de ternera, un gordo capón y un par de palomas, seis huevos duros y media libra de grasa, cubriéndolo todo con una pasta gruesa y hojaldrada que rezumaba aceite.

Comieron como tragaldabas, y a Barber no se le ocurrió nada mejor que empezar a beber hidromiel cuando el pastel despertó su sed. Rob, que no había olvidado su reciente juramento, se conformó con agua y observó cómo a Barber se le ponía colorada la cara y hosca la mirada.

En seguida Barber exigió a Rob que sacara dos cajas llenas de frascos del carromato y se las dejara cerca para poder servirse a voluntad. Rob lo hizo y contempló, desasosegado, la forma en que bebía Barber. Poco después, comenzó a murmurar palabras adversas acerca de los términos del acuerdo, pero antes de que las cosas se degradaran más cayó en un sueño embrutecido por el alcohol.

Por la mañana, que era brillante, soleada y animada por el canto de los pájaros, Barber estaba pálido y quejumbroso. No parecía recordar su conducta de la noche anterior.

– Vayamos a buscar truchas -dijo-. Me iría muy bien un desayuno de pescado crujiente, y las aguas del Aire parecen prometedoras. -Al levantarse de la cama se quejó de un tirón en el hombro izquierdo-. Cargaré el carromato -decidió-, pues a veces el trabajo duro opera maravillas para lubricar una coyuntura dolorida.