Rob había escondido el feto podrido en un trapo. Merlín lo desenvolvió, lo estudió, y a continuación lo roció con agua de un frasco.
– Yo te bautizo en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo -dijo rápidamente el judío.
Volvió a envolver el pequeño bulto y se lo entregó al labrador.
– El bebé ha sido debidamente bautizado, y sin duda se le permitirá la entrada al Reino de los Cielos. Debes decírselo al padre Stigand o al otro cura de la iglesia.
El labrador sacó una bolsa polvorienta; en su rostro se mezclaba la de dicha con la aprensión.
– ¿Cuánto debo pagaros, maestro medico?
– Lo que puedas -dijo Merlín, y el hombre le dio un penique que sacó de la bolsa.
– ¿Era varón?
– No podemos saberlo -respondió amablemente el médico.
Dejó caer la moneda en el bolsillo grande de su capa y tanteó hasta encontrar medio penique, que le tendió a Rob.
Tuvieron que ayudar al labrador a llevar a la mujer a casa; un trabajo duro para medio penique de recompensa. Cuando quedaron libres, fueron a un arroyo cercano y se lavaron la sangre.
– ¿Has presenciado alumbramientos similares?
– No.
– ¿Cómo sabías lo que debías hacer?
Rob se encogió de hombros.
– Me lo habían descrito.
– Dicen que algunos nacen para sanadores. Unos pocos selectos. -el judío le sonrió-. Por supuesto, otros tienen suerte, sencillamente -precisó. El escrutinio del doctor puso incómodo a Rob.
– Si la madre hubiese estado muerta y el bebé vivo… -dijo Rob, arriesgándose a preguntarlo.
– Operación cesárea. -Rob abrió los ojos desmesuradamente-. ¿sabes de qué estoy hablando?
– No.
– Debes cortar el vientre y la pared uterina, y sacar al niño.
– ¿Abrir a la madre?
– Sí.
– ¿Vos lo habéis hecho?
– Varias veces. Cuando era ayudante vi a uno de mis maestros abrir una mujer viva para llegar a su hijo.
"¡Embustero!”, pensó Rob, avergonzado de escucharlo con tanto entusiasmo. Recordó lo que Barber le había contado sobre aquel hombre y los de su especie.
– ¿Qué ocurrió?
– Murió, pero de cualquier modo habría muerto. Yo no apruebo que se abra a mujeres vivas, pero me han hablado de quienes lo han hecho y lograron que sobrevivieran tanto la madre como el niño.
Rob se volvió antes de que el médico de acento francés se riera de él. Pero sólo había dado dos pasos cuando se sintió impulsado a volver.
– ¿Dónde hay que cortar?
En el polvo del camino, el judío dibujó un torso y mostró dos incisiones: una larga línea recta en el costado izquierdo, y la otra más arriba, en mitad del vientre.
– Cualquiera de las dos -dijo, y lanzó el palo a lo lejos.
Rob asintió y se marchó, imposibilitado de darle las gracias.
HUÉSPED DE UNA FAMILIA JUDíA
Se alejó inmediatamente de Tettenhall, pero ya le estaba ocurriendo algo.
Andaba escaso de Panacea Universal y al día siguiente compró un barril de licor, haciendo un alto para mezclar una nueva serie de medicina, de la que esa misma tarde comenzó a desprenderse en Ludlow.
La panacea se vendió tan bien como siempre, pero estaba preocupado y algo agotado.
Sostener un alma humana en la palma de tu mano, como si fuera un guijarro. ¡Sentir que a alguien se le escapa la vida pero que con tus actos puedes devolvérsela! Ni siquiera un rey tiene tanto poder.
¿Podría aprender más? ¿Cuánto era posible aprender? "¿Cómo será -se preguntó- aprender todo lo que puede enseñarse?” por vez primera reconoció el deseo de hacerse médico.
¡Luchar verdaderamente con la muerte! Albergaba nuevos y perturbadores pensamientos que por momentos lo embelesaban, y otras veces eran casi dolosos.
Por la mañana partió hacia Worcester, la siguiente población rumbo al sur, por el río Severn. No recordaba haber visto el río ni el sendero, ni haber conducido a Caballo, ni nada del trayecto. Llegó a Worcester y los pueblerinos quedaron boquiabiertos al ver el carromato rojo; rodó hasta la plaza, hizo un circuito completo sin detenerse y abandonó la ciudad por donde había entrado
El pueblo de Luctehurne, en Leicestershire, no era lo bastante grande para tener una taberna, pero estaba en marcha la siega del heno, y cuando se paró en una vega en la que había cuatro hombres con guadañas, el de la senda más cercana al camino interrumpió su rítmico balanceo el tiempo suficiente para indicarle cómo llegar a la casa de Edgar Thorpe.
Rob encontró al viejo a cuatro patas, en su pequeño huerto, cosechando puerros. Percibió de inmediato, con una extraña sensación de exaltación que Thorpe había recuperado la vista. Pero sufría terribles dolores reumáticos, y aunque Rob lo ayudó a incorporarse en medio de gruñidos y angustiosas exclamaciones, pasó un rato hasta que pudieron hablar en paz.
Rob bajó del carromato varios frascos de la panacea y abrió uno, contentando enormemente a su anfitrión.
– He venido a preguntarte por la operación que te devolvió la vista, Edgar Thorpe.
– ¿Sí? ¿Y cual es tu interés en esta cuestión?
Rob vaciló.
– Tengo un pariente que necesita un tratamiento semejante y estoy haciendo averiguaciones en su nombre.
Thorpe dio un buen trago de licor y suspiró.
– Espero que sea un hombre fuerte y de abundante coraje. Me encontraba atado de pies y manos a una silla. Crueles ataduras rodeaban mi cabeza, para fijarla contra el alto respaldo. Me habían dado a tomar más de un trago y estaba casi insensible por la bebida, pero los ayudantes me colocaron unos crueles ganchos debajo de los párpados, y me los levantaron para que no pudiera parpadear.
Cerró los ojos y se estremeció. Evidentemente, había contado la historia muchas veces, pues los pormenores estaban fijos en su memoria y los relataba sin dudar, pero no por eso Rob los encontró menos fascinantes.
– Era tal mi aflicción que sólo veía como a través de una niebla que tenía directamente ante mi. Nada había en mi campo de visión. Sostenía una hoja que se agrandaba a medida que descendía, hasta que me cortó el ojo.
¡Oh, el dolor me devolvió la sobriedad al instante! Tuve la seguridad de que me había cortado el ojo en lugar de quitarme la nube y le chillé, lo importuné, le grité que no me hiciera nada más. Como persistió, le arrojé una lluvia de maldiciones y le aseguré que por fin comprendía cómo su despreciable pueblo podía haber asesinado a nuestro bondadoso Señor.
“Cuando cortó el ojo, el dolor era tan atroz que perdí por completo el conocimiento. Desperté en la oscuridad de los ojos vendados, y durante un par de semanas sufrí espantosamente. Pero al final vi como no había visto en mucho tiempo. Tan grande fue la mejoría, que trabaje dos años más como escribiente antes de que el reuma me aconsejara reducir mis obligaciones.
Así que era verdad, pensó Rob, deslumbrado. Entonces quizá las cosas que le había contado Benjamín Merlín fuesen ciertas.
– El maestro Merlín es el mejor doctor que he visto en mi vida -dijo Edgar Thorpe-. Aunque -agregó malhumorado- para ser un médico competente encuentra demasiadas dificultades en liberar de pesadumbre mis huesos y articulaciones.
Volvió a Tettenhall, acampó en un pequeño valle y permaneció cerca de la ciudad tres días enteros, como un galán enamorado que carece de permiso para visitar a una damisela, pero tampoco se decide a dejarla en paz. El primer granjero al que compró provisiones le informó dónde vivía Benjamín Merlín, y varias veces condujo a Caballo hasta el lugar, una granja baja con el prado bien cuidado, dependencias, un campo, un huerto y una viña. No había ninguna señal exterior de que allí viviera un médico.
La tarde del tercer día, a unas millas de su casa, encontró al medico.
– ¿Cómo estás, joven barbero?
Rob respondió que bien y le preguntó por su salud. Hablaron del tiempo, y luego Merlín inclinó la cabeza a modo de despedida.