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“En tus propios tratos con los sacerdotes habrás observado que desconfían de médicos, cirujanos y barberos, creyendo que por medio de la oración ellos son los únicos guardianes legítimos de los cuerpos de los hombres, además de sus almas.

Rob refunfuñó.

– La antipatía de los sacerdotes ingleses hacia quienes ejercen el arte es insignificante en comparación con el odio que sustentan los sacerdotes católicos orientales por las escuelas de medicina árabes y otras academias musulmanas. Viviendo codo con codo con los musulmanes, la Iglesia oriental está entregada a una guerra virulenta y constante con el Islam para atraer a los hombres hacia la gracia de la única fe verdadera. La jerarquía oriental ve en los centros de enseñanza árabes una incitación al paganismo y una terrible amenaza. Hace quince años, Sergio II, que entonces era Patriarca de la Iglesia oriental, declaró que todo cristiano que asistiera a una escuela musulmana situada al este de su patriarcado, era un sacrílego y un quebrantador de la fe, culpable de prácticas paganas. Ejerció presiones para que el Santo Padre de Roma se sumara a esta declaración. Benedicto VIII trataba de ser elevado a la Santa Sede. Un presagio le señala como el Papa que presenciaría la disolución de la Iglesia. Para apaciguar al descontento oriental, cumplimentó de buena gana la solicitud de Sergio. El castigo por paganismo es la excomunión.

Rob frunció los labios.

– Es un castigo severo.

El medico asintió.

– Más severo aún en el sentido de que conlleva terribles penas según las leyes seculares. Los códigos promulgados bajo los reinados de Ethelred y Canuto consideran que el paganismo es un delito mayor. Los convictos han sufrido espantosos castigos. Algunos fueron cubiertos con pesadas cadenas y enviados a deambular como peregrinos durante años, hasta que los grilletes se oxidaron y cayeron de sus cuerpos. Varios fueron quemados en la hoguera. A algunos los ahorcaron y otros fueron arrojados a la cárcel, donde permanecen.

Los musulmanes, por su parte, no desean educar a miembros de una religión hostil y amenazante, y hace años que las academias del califato oriente no admiten a estudiantes cristianos.

– Comprendo -dijo Rob, consternado.

– Una posibilidad para ti es España. Se encuentra en Europa, en la parte oeste del califato occidental. Allí conviven con facilidad ambas religiones. Hay unos cuantos estudiantes de Francia. Los musulmanes han establecido grandes universidades en ciudades como Córdoba, Toledo y Sevilla. Si te gradúas en una de ellas, serás reconocido como erudito. Y aunque es difícil llegar a España, no tiene punto de comparación con el viaje a Persia.

– ¿Y por que no fuisteis vos a España?

– Porque a los judíos se les permite estudiar en Persia. Y yo quería tocar el borde de la vestimenta de Ibn Sina.

Rob frunció el entrecejo.

– Yo no quiero atravesar el mundo para convertirme en un erudito. Sólo quiero llegar a ser un buen médico.

Merlín se sirvió más vino.

– Me confundes… Eres un joven corzo, pero usas un traje de fino paño cuyo lujo yo no puedo permitirme. La vida de un barbero tiene sus compensaciones. ¿Para qué quieres ser médico? ¿Qué significará un trabajo arduo que no tienes la seguridad de que te va a proporcionar riqueza?

– Me han enseñado a medicar varias dolencias. Sé cortar un dedo estropeado y dejar un muñón pulcro. Pero mucha gente va a verme y me paga, y no sé cómo ayudarla. Soy ignorante. Me digo a mí mismo que algunos pacientes podrían salvarse si yo supiera más.

– Y aunque estudiaras medicina durante más de una vida, acudiría la gente cuyas enfermedades son misterios, porque la angustia que mencionas es parte integrante de la profesión de curar, y hay que aprender a vivir con ella. Aunque es verdad que cuanto mejor sea la preparación, mejor doctor puedes ser. Me has dado la mejor razón posible de tu ambición. -Merlín vació su copa con expresión reflexiva-. Si las escuelas árabes no son para ti debes observar a los médicos de Inglaterra hasta que encuentres al mejor entre los que atienden a los pobres, y tal vez puedas convencerlo de que te tome como aprendiz.

– ¿Conocéis a algunos?

Si Merlín entendió la insinuación, no se dio por enterado. Meneó la cabeza y se puso en pie.

– Pero los dos nos hemos ganado un buen descanso, y mañana, debemos estar frescos, reanudaremos la cuestión. Que tengas buenas noches, joven barbero.

– Buenas noches, maestro médico.

Por la mañana había gachas calientes de guisantes y más bendiciones en hebreo. Todos los miembros de la familia se sentaron y rompieron juntos el ayuno nocturno, mirándolo furtivamente mientras él hacía lo mismo que ellos. La señora Merlín parecía enfadada como siempre, y bajo la cruel luz del día era visible una leve línea de vello oscuro sobre su labio superior. Rob vio unos flecos que asomaban por debajo de las chupas de Benjamín Merlín y de Ruel. Las gachas eran de buena calidad.

Merlín le preguntó amablemente si había pasado bien la noche.

– He pensado en nuestra conversación. Lamentablemente, no se me ocurre ningún médico al que pueda recomendar como maestro y ejemplo -La mujer llevó a la mesa un cesto lleno de grandes moras, y Merlín sonrió de oreja a oreja-. Sírvetelas tú mismo para acompañar las gachas; son exquisitas.

– Me gustaría que me aceptarais como aprendiz -dijo Rob.

Para su gran decepción, Merlín movió negativamente la cabeza. Rob se apresuró a decir que Barber le había enseñado muchas cosas.

– Ayer os fui útil. En breve podría ir sólo a visitar a vuestros pacientes cuando haga mal tiempo, facilitándoos así las cosas.

– No.

– Vos mismo habéis observado que tengo sentido de la curación -añadió obstinado-. Soy fuerte y también podría hacer trabajos pesados; lo que fuera necesario. Un aprendizaje de siete años. O más; tanto tiempo como digáis.

En su agitación se había incorporado y, sin querer, movió la mesa, tirando las gachas.

– Imposible -rechazó Merlín.

Rob estaba confundido. Tenía la certeza de que resultaba simpático a Merlín.

– ¿Carezco de las cualidades necesarias?

– Posees excelentes cualidades. Por lo que he visto, podrías ser un excelente médico.

– ¿Entonces?

– En esta, la más cristiana de las naciones, no soportarían que fuera tu maestro.

– ¿A quién puede importarle?

A los sacerdotes. Ya les ofende que haya sido forjado por los judíos de Francia y templado en una academia islámica, pues lo consideran como composición entre peligrosos elementos paganos. No me quitan ojo de encima, con el temor de que un día interpreten mis palabras como brujería u olvide de bautizar a un recién nacido.

– Si no queréis aceptarme -dijo Rob-, sugeridme al menos un médico que pueda presentarme.

– Ya te he dicho que no recomiendo a ninguno. Pero Inglaterra es vasta, hay muchos doctores que no conozco.

Rob apretó los labios y apoyó la mano en la empuñadura de la espada.

– Anoche dijisteis que seleccionara al mejor entre los que atienden a los pobres. ¿Cuál es el mejor entre los que conocéis?

Merlín suspiró y respondió al acoso.

– Arthur Giles, de Saint Ives -replicó fríamente, y volvió a concentrarse en el desayuno.

Rob no tenía la menor intención de desenvainar, pero los ojos de la mujer estaban fijos en su espada y no logró contener un gemido estremecedor, convencida de que se estaba cumpliendo su profecía. Ruel y Jonathan lo miraban fijamente, pero Zechariah se echó a llorar.

Estaba abrumado de vergüenza por la forma en que había correspondido a tanta hospitalidad. Intentó disculparse, pero no logró plasmarlo en palabras; finalmente, se apartó del hebreo francés, que metía la cuchara en sus khas, y abandonó la casa.

EL ANCIANO CABALLERO