Semanas atrás habría tratado de librarse de la vergüenza y la cólera estudiando el fondo de una copa, pero había aprendido a ser cauto con el alcohol. Le constaba que cuanto más tiempo prescindía de la bebida, más fuertes eran las emanaciones que recibía de los pacientes cuando les cogía las manos, y cada vez adjudicaba mayor valor a ese don. Así, en lugar de entregarse a la bebida, pasó el día con una mujer en un claro, a orillas del Severn, unas millas más allá de Worcester. El sol había entibiado la hierba casi tanto como la sangre de la pareja. Ella era ayudante de una costurera, tenía los dedos estropeados por los pinchazos de la aguja, y un cuerpo menudo y firme que se volvió resbaladizo cuando nadaron en el río.
– ¡Mira, resbalas como una anguila! -gritó Rob, y se sintió mejor.
Ella fue rápida como una trucha, pero él muy torpe, como un gran monstruo marino, cuando bajaron juntos a través de las verdes aguas. Las manos de Myra le separaron las piernas, y mientras pasaba entre ellas nadando, Rob le palmeó los costados pálidos y tiesos. El agua estaba fría, pero hicieron dos veces el amor en la calidez de la orilla, y así Rob descargó su rabia, mientras a un centenar de yardas Caballo ramoneaba y Señora Buffington los observaba tranquilamente. Myra tenía diminutos pechos puntiagudos y un monte de sedoso vello castaño. "Más una planta que un monte”, pensó Rob irónicamente; era más niña que mujer, aunque sin duda había conocido otros hombres.
– ¿Cuántos años tienes, muñequita? -le preguntó ociosamente.
– Quince, me han dicho.
Tenía exactamente la edad de su hermanita Anne Mary, comprendió Rob, y se entristeció al pensar que en algún lugar la niña ya había crecido pero le era desconocida.
Súbitamente lo asaltó una idea tan monstruosa que lo debilitó y le dio la impresión de que se apagaba la luz del sol.
– ¿Siempre te has llamado Myra?
La pregunta fue recibida con una atónita sonrisa.
– Claro; siempre me he llamado Myra Felker. ¿Qué otro nombre podría tener?
– ¿Y has nacido por aquí, muñequita?
– Me parió mi madre en Worcester y aquí he vivido siempre -respondió alegremente.
Rob asintió y le acarició la mano.
Sin embargo -pensó muy consternado-, dada la situación, no era imposible que algún día se encamara con su propia hermana sin saberlo. Resolvió que en el futuro no tendría nada que ver con jovencitas de la edad de Anne Mary.
La deprimente idea dio al traste con su humor festivo y comenzó a reunir sus prendas de vestir.
– Entonces, ¿debemos irnos?-inquirió ella, compungida.
– Sí, porque me espera un largo camino hasta Saint Ives.
Arthur Giles, de Saint Ives, resultó decepcionante, aunque Rob no tenía derecho a albergar grandes expectativas, porque evidentemente Benjamín Merlín se lo había recomendado bajo coerción. El médico era un viejo gordo y mugriento que parecía estar como mínimo un poco loco. Criaba cabras y tenía que haberlas mantenido en el interior de la casa largo tiempo porque la estancia apestaba.
– Lo que cura es la sangría, joven forastero. Nunca lo olvides. Cuando todo fracasa, un purificador drenaje de la sangre, y otro y otro. ¡Eso es lo que cura a los cabrones! -gritó Giles.
Respondió a sus preguntas de buena gana, pero cuando hablaban de otro tratamiento distinto de la sangría, era evidente que Rob tenía mucho que enseñarle al viejo. Giles no poseía ningún saber de medicina, ningún bagaje de conocimientos que pudiera aprovechar un discípulo. El médico se ofreció a tomarlo como aprendiz y se puso furioso cuando Rob declinó amablemente su ofrecimiento. Rob se alejó dichoso de Saint Ives, pues más le valía seguir de barbero que convertirse en un ser como aquel.
Durante varias semanas creyó que había renunciado al poco práctico sueño de hacerse médico. Trabajó duramente en los espectáculos, vendió ingentes cantidades de Panacea Universal, y se sintió gratificado por lo abultado de su bolsa. Señora Buffington crecía con su prosperidad, del mismo modo que él se había beneficiado con la de Barber; la gata comía finos sobrantes y adquirió el tamaño adulto: una enorme felina blanca con insolentes ojos verdes. Se creía una leona y siempre buscaba camorra. En la ciudad de Rochester desapareció durante el espectáculo y volvió al campamento con el crepúsculo, mordida en la pata delantera derecha y con menos de media oreja izquierda; su pelaje blanco estaba salpicado de carmesí.
Rob lavó sus heridas y la atendió como a una amante.
– Ah, Señora. Tienes que aprender a evitar las rencillas, como he hecho yo, porque no te servirán de nada.
Le dio leche y la sostuvo en el regazo, delante del fuego. Ella le lamió la mano. Quizá Rob tenía una gota de leche entre los dedos, o tal vez olía a cocoa, pero prefirió interpretarlo como un mimo y acarició su suave pelaje, decido por su compañía.
– Si tuviera expedito el camino para asistir a la escuela musulmana -le dijo-, te llevaría en el carromato, enfilaría a Caballo hacia Persia y nada nos impediría llegar a ese pagano lugar.
“Abu Ali at-Husain ibn Abdullah ibn Sina”, pensó melancólicamente.
– ¡AI infierno con vosotros, árabes! -dijo en voz alta, y se acostó.
Las silabas hormigueaban en su mente como una letanía obsesionante y burlona. "Abu Ali at-Husain Ibn Abdullah Ibn Sina, Abu Ali at-Husain Ibn lullah Ibn Sina…”, hasta que la misteriosa repetición superó el hervor de la sangre, y se quedó dormido.
Soñó que estaba enzarzado en combate con un odioso y anciano caballero, cuerpo a cuerpo con sus dagas. El anciano caballero se tiró un pedo y se burló de el. Rob notó herrumbre y líquenes en la armadura negra. Sus cabezas estaban tan próximas que vio colgar los mocos y la corrupción de la huesuda nariz, se asomó a sus ojos terribles y percibió el hedor enfermizo del aliento del caballero. Lucharon desesperadamente. Pese a su juventud y su fuerza, Rob sabía que el puñal del espectro oscuro era despiadado y su armadura, indestructible. Más allá se veían las víctimas del caballero: mamá, papá, el dulce Sabel, Barber, incluso Incitatus y el oso Bartram. La cólera dio fuerzas a Rob, que ya sentía que la inexorable hoja penetraba su cuerpo.
Al despertar descubrió que la parte exterior de su ropa estaba húmeda por el rocío y la interior, húmeda del sudor del sueño. Echado bajo el sol matinal, mientras un petirrojo cantaba su regocijo en las cercanías, comprendió que aunque el sueño había acabado, él no lo estaba. Era incapaz de renunciar al combate.
Quienes se habían ido jamás volverían, y así eran las cosas. Pero ¿había algo mejor que pasarse la vida luchando contra el Caballero Negro? A su manera, el estudio de la medicina era algo que amar, a falta de una familia.
Decidió, cuando la gata se frotó contra él con la oreja sana, entregarse a ese problema era desalentador. Montó espectáculos sucesivamente en Northampton, Bedford y Hertford, y en cada uno de esos sitios buscó a los médicos y habló con ellos y comprobó que sus conocimientos combinados eran inferiores a los de Barber. En el pueblo de Maldon, la reputación de carnicero del médico era tal que cuando Rob J. pidió instrucciones a los transeúntes para llegar a su casa, todos palidecieron y se santiguaron.
No serviría de nada colocarse de aprendiz de uno de aquellos médicos.
Se le ocurrió que otro doctor hebreo podría estar más dispuesto a aceptarlo que Merlín. En la plaza de Maldon interrumpió sus pasos donde unos obreros estaban levantando una pared de ladrillos.
– ¿Conocéis a algún médico judío en este sitio? -preguntó al maestro.
El hombre lo miró fijamente, escupió y se volvió.
Preguntó a otros que estaban en la plaza, pero los resultados no fueron mejores. Por último, encontró a uno que lo examinó con curiosidad.
– ¿Por que buscas a los judíos?
– Busco a un médico judío.
El hombre asintió, comprensivamente.
– Tal vez Cristo sea misericordioso contigo. Hay judíos en la ciudad de Malmesbury, y tienen un medico que se llama Adolescentoli -dijo.