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– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Rob, serenamente.

– Hamer.

– Quizá tengas una buba en las tripas, Hamer. Pero no estoy del todo seguro. No se cómo curarte ni como aliviar tu dolor. -Barber le habría vendido unos cuantos frascos del curalotodo-. Esto es sobre todo alcohol comprado barato y por barriles -explicó, sin saber por qué.

Nunca le había dicho algo semejante a un paciente. El pescador le dio las gracias y se fue.

Adolescentoli o Merlín habrían sabido hacer algo más por él, se dijo Rob amargamente. "¡Bastardos timoratos -pensó-, negarse a enseñarme mientras el maldito Caballero Negro sonríe!”

Esa noche se vio atrapado por una repentina tormenta, con feroces vientos y aguaceros. Era el segundo día de septiembre, o sea pronto para que cayeran tales lluvias, pero reinaban la humedad y el frío. Se abrió camino hasta el único albergue, la posada de Devizes, atando las riendas de Caballo al tronco de un gran roble del patio. Una vez dentro, descubrió que muchos lo habían precedido. Hasta el ultimo trozo de pavimento estaba ocupado.

En un rincón oscuro estaba acurrucado un hombre fatigado, que rodeaba con sus brazos un abultado paquete de los que suelen usar los mercaderes para llevar sus mercancías. De no haber estado en Malmesbury, Rob lo habría mirado por segunda vez, pero ahora sabía, por el caftán negro y gorra de cuero puntiaguda, que era judío.

– En una noche como esta fue asesinado nuestro Señor -dijo Rob en voz alta.

Las conversaciones en la posada menguaron a medida que hablaba de la religión, porque a los viajeros les gustan las historias y las diversiones. Alguien acercó una jarra. Cuando contó que el populacho había negado que Jesús el Rey de los judíos, el hombre acurrucado pareció encogerse.

Al llegar Rob al episodio del Calvario, el judío había cogido su paquete y se había escabullido hacia la noche y la tormenta. Rob interrumpió la historia y ocupó su lugar en el abrigado rincón.

Pero no encontró más placer en alejar al mercader que el que había encontrado dándole a beber la Serie Especial a Barber. El dormitorio común en la posada estaba cargado del tufo que despedían la ropa húmeda y los trapos sin lavar, y poco después sintió náuseas. Aun antes de que dejara de llover, salió a la intemperie, en busca de su carromato y sus animales.

Condujo a la yegua hasta un claro cercano y la desenganchó. En el carro había astillas secas y se las arregló para encender el fuego. Señora Buffington demasiado joven para criar, pero quizá ya exudaba aroma femenino, porque más allá de las sombras proyectadas por el fuego, maullaba un gato. Rob arrojó un palo para alejarlo y la gata blanca se frotó contra su cuerpo.

– Somos una estupenda pareja de solitarios -dijo Rob.

Aunque tardara la vida entera, investigaría hasta encontrar un médico con el que pudiera aprender, decidió.

En cuanto a los judíos, sólo había hablado con dos doctores. Tenía que haber muchos más.

– Quizá alguno me tome de aprendiz si finjo ser judío -comentó con la señora Buffington.

Y así empezó todo. Como algo menos que un sueño…, una fantasía durante una charla ociosa. Sabía que no podía ser un judío lo bastante convincente como para sufrir el escrutinio cotidiano de un maestro judío.

Sin embargo, se sentó ante el fuego y contempló las llamas, y la fantasía adquirió forma. La gata le ofreció su panza sedosa.

– ¿No podría ser lo bastante judío para satisfacer a los musulmanes -preguntó Rob a la gata, a sí mismo y a Dios.

¿Lo bastante para estudiar con “el medico más grande del mundo”?

Estupefacto por la enormidad de lo que acababa de pensar, dejó caer a Señora Buffington, que de un salto se metió en el carromato. Volvió al instante, arrastrando algo que parecía un animal peludo. Era la barba postiza que Rob había utilizado para representar la farsa del viejo. La recogió. Si podía ser un anciano para Barber, se preguntó, ¿por qué no podía ser un hebreo? Podía imitar al mercader de la posada de Devizes y a otros y…

– ¡Me convertiré en un falso judío! -gritó.

Fue una suerte que no pasara nadie y lo oyera hablar en voz alta y seriamente con una gata, pues lo habrían catalogado como un hechicero que habla con su súcubo. No temía a la Iglesia.

– Me cago en los sacerdotes que roban niños -informó a la gata.

Se podía dejar crecer barbas de judío, y ya tenía el pito que correspondía.

Le diría a la gente que, al igual que los hijos de Merlín, había crecido al lado de su pueblo e ignorante de su lengua y sus costumbres.

¡Se abriría camino hasta Persia!

¡Él tocaría el borde de la vestimenta de Ibn Sina!

Se sentía exaltado y aterrado, avergonzado de ser un adulto tan tembloroso. Fue algo semejante al momento en que supo que iría más allá de South por primera vez.

Decían que ellos estaban en todas partes, ¡condenados sean! En el viaje cultivaría su amistad y estudiaría sus costumbres. Cuando llegara a Ispahán estaría listo para hacer de judío, Ibn Sina lo acogería y compartiría con él los preciosos secretos de la escuela árabe.

SEGUNDA PARTE

EL LARGO VIAJE

LA PRIMERA ETAPA

Londres era el puerto inglés desde el que partían más barcos hacia Francia, de modo que se dirigió a la ciudad que lo había visto nacer. A lo largo de todo el camino hizo altos para trabajar, pues quería emprender la aventura con la mayor cantidad posible de oro. Tras su llegada a Londres se enteró de que estaba cerrada la temporada de navegación. El Támesis se había congestionado por los mástiles de los navíos anclados. Haciendo honor al origen danés, el Rey Canuto había construido una gran Flota de naves vikingas que surcaban las aguas como monstruos con ronzal. Los temibles buques de guerra estaban rodeados por un variado conjunto: gordos galeones convertidos en barcas para pesca de altura; las galeras trirremes, de propiedad privada de los ricos; buques cerealeros achaparrados, de lenta navegación a vela; dos botes mercantes con velas triangulares, de aparejo pequeño, carracas italianas de dos mástiles; largas naves de un sólo mástil que trasportan caballos de tiro de las flotas mercantes de los países nórdicos.

Ninguna de las embarcaciones llevaba carga ni pasajeros, pues ya soplaban vientos glaciales. En los terribles seis meses siguientes, muchas mañanas se congelaría la espuma salada en el Canal, y los marineros sabían que aventurarse hasta donde el mar del Norte confluye con el Atlántico equivalía a morir ahogado en aquellas aguas agitadas.

En el Herring, un antro de marineros del puerto, Rob golpeó contra la mesa su taza de sidra calentada con empecías.

– Estoy buscando alojamiento limpio y abrigado hasta la primavera dijo-. ¿Alguno de los presentes podría orientarme?

Un hombre bajo pero ancho, con figura de bulldog, lo estudió mientras limpiaba su taza, y luego asintió.

– Sí -dijo-. Mi hermano Tom murió en el último viaje. Su viuda, que responde al nombre de Binnie Ross, ha quedado con dos bocas para alimentar. Si estás dispuesto a pagar razonablemente, sé que te alojará encantada.

Rob le pagó una copa y lo acompañó hasta una diminuta casa cercana próxima al mercado de East Chepe. Binnie Ross resultó ser una ratita flaca, toda ojos azules preocupados en una carita delgada y pálida. La casa estaba bastante limpia aunque era muy pequeña.

– Tengo una gata y una yegua -advirtió Rob.

– La gata no me molestará -dijo la dueña de la casa, ansiosa: era evidente que necesitaba dinero desesperadamente.

– Puedes guardar el caballo durante el invierno -dijo su cuñado-. En la calle del Támesis están los establos de Egglestan.

Rob asintió.

– Conozco el lugar.

– Esta preñada -dijo Binnie Ross, alzando a la gata y acariciándola.

Rob no vio ninguna redondez extraordinaria en su liso vientre.