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– ¿Cómo lo sabes? -preguntó, convencido de que estaba equivocada. Todavía es muy joven; nació el verano pasado.

La chica se encogió de hombros.

Tenía razón: pocas semanas después, Señora Buffington prosperaba. Rob la alimentaba con bocados exquisitos y proporcionaba buenos alimentos a Binnie y a su hijo. La pequeña era bebé y todavía mamaba. A Rob le encantaba ir andando al mercado y hacer la compra para ellos, recordando el milagro de alimentarse bien después de largo tiempo con el estómago vacío.

La pequeña se llamaba Aldyth y el niño, de menos de dos años, Eduard. Todas las noches Rob oía llorar a Binnie.

Llevaba en la casa menos de dos semanas cuando ella se acercó a su cama en la oscuridad. No dijo una sola palabra, pero se tendió y lo rodeó con delgados brazos, silenciosa durante todo el acto. Por curiosidad, Rob probó su leche y la encontró dulce.

Después, ella volvió a su propio lecho y al día siguiente no hizo ninguna referencia a lo ocurrido.

– ¿Cómo murió tu marido? -le preguntó mientras ella servía las gachas del desayuno.

– En una tormenta. Wulf, su hermano, el que te trajo aquí, dijo que a Paul se lo había llevado la mar. No sabía nadar.

Acudió a él más de una noche, aferrándolo desesperadamente. Más adelante, el hermano de su difunto marido, que sin duda había hecho acopio de coraje para hablarle, se presentó en la casa una tarde. A partir de entonces Wulf aparecía todos los días con regalitos; jugaba con sus sobrinos, pero era evidente que hacía la corte a la madre, y un día Binnie le dijo a Rob que ella y Wulf se casarían. Este anuncio volvió más cómoda la casa para la larga espera de Rob.

Durante una ventisca, Rob asistió a Señora Buffington en el alumbramiento de una hermosa camada: una miniatura de sí misma, un macho blanco y un par de mininos negros y blancos que probablemente habían salido a su padre. Binnie se ofreció a prestarle el servicio de ahogar a los cuatro gatitos, pero en cuanto fueron destetados Rob forró un cesto con trapos y los llevó a las tabernas, donde pagó una serie de bebidas con el propósito de que alguien aceptara llevárselos.

En marzo, los esclavos que hacían el trabajo pesado volvieron al puerto, nuevas filas de hombres comenzaron otra vez a abarrotar la calle del Támesis, cargando los depósitos y los barcos con productos de exportación.

Rob hizo innumerables preguntas a los viajantes y decidió que lo más conveniente era iniciar el viaje vía Calais.

– Allí se dirige mi nave -le dijo Wulf, y lo llevó a la grada para mostrarle el Queen Emma.

El barco no era tan importante como su nombre: un enorme carcamán de madera con un mástil altísimo. Los estibadores lo estaban cargando con conchas de estaño de las minas de Cornualles. Wulf llevó a Rob ante el capitán, un galés nada sonriente que asintió cuando le preguntó si llevaría un pasajero, y mencionó un precio que parecía justo

– Tengo un caballo y un carro -dijo Rob.

El capitán frunció el ceño.

– Te costará caro transportarlos por mar. Algunos venden sus bestias y carros a este lado del Canal y compran otros nuevos al llegar al otro lado.

Rob meditó un rato, pero decidió pagar el flete, aunque era muy elevado. Había forjado el plan de trabajar como cirujano barbero durante sus viajes. Caballo y el carromato rojo eran un buen equipo, y no confiaba en encontrar algo que le diera tantas satisfacciones.

Con abril el tiempo se volvió bonancible y empezaron a salir los primeros barcos. El Queen Emma levó anclas del fango del Támesis el undécimo del mes, despedido por Binnie sin demasiado llanto. Soplaba un viento seco pero suave. Rob vio cómo Wulf y otros siete marineros jalaban los cabos levantando una enorme vela cuadrada que se hinchó con un crujido en cuanto llegó a lo alto: comenzaron a flotar en la marea ascendente. Pesada su carga de metal, la enorme embarcación salió del Támesis, deslizándose suavemente a través de los estrechos entre la isla de Thanet y el continente, arrastrándose frente el litoral de Kent, y cruzando luego tenazmente el Canal, viento en popa.

La costa verde oscureció a medida que retrocedía, hasta que Inglaterra fue una bruma azul y luego un borrón púrpura que se tragó la mar. Rob no tuvo la oportunidad de albergar nobles pensamientos, pues estaba vomitando. Al pasar a su lado en cubierta, Wulf interrumpió sus pasos y escupió despectivamente por el colmillo.

– ¡Por los clavos de Cristo! Vamos demasiado cargados para cabecear, el tiempo es inmejorable y las aguas están en calma. ¿Qué te ocurre?

Pero Rob no pudo responder, pues estaba inclinado sobre la borda para no manchar la cubierta. En parte, su problema era el terror que experimentaba, pues nunca había estado en el mar y ahora lo acosaba toda una vida de historias de ahogados, desde el marido y los hijos de Editha Lipton hasta el afortunado Tom Ross, que había dejado viuda a Binnie. Las aguas aceitosas por las que vomitaba se presentaban inescrutables e insondables, probablemente llenas de monstruos malignos, y Rob se arrepintió de la temeridad con que había emprendido tan extraña aventura. Para colmo de males, el viento arreció y en el mar se formaron profundos oleajes. Tuvo la certeza de que en breve moriría, y hubiera dado buena acogida a semejante liberación. Wulf fue a buscarlo y le ofreció una cena compuesta por pan y cerdo salado frito muy frío. Rob resolvió que Binnie debía haberle confesado las visitas a su lecho y que esa era la venganza de su futuro marido, al que no tenía fuerza para responder.

El viaje había durado siete interminables horas cuando otra bruma se levantó en el denso horizonte y lentamente apareció Calais.

Wulf se despidió deprisa, pues estaba ocupado con la vela. Rob condujo a la yegua y el carro por la plancha, hacia una tierra firme que parecía subir y bajar como el mar. Razonó que el terreno francés no podía oscilar, pues de lo contrario habría oído hablar de semejante rareza. Lo cierto es que después de unos minutos de caminata, la tierra le pareció más firme, pero ¿dónde iría? No tenía la menor idea de su destino ni de cuál debía ser el próximo paso. El idioma constituía un obstáculo. A su alrededor, la gente hablaba con un sonido de matraca, y no logró extraer ningún sentido a sus palabras. Finalmente se detuvo, se encaramó al carromato y batió palmas.

– ¡Contrataré a quien hable mi lengua! -gritó.

Un viejo con cara de necesidad se acercó a él. Tenía las piernas canijas y una estructura esquelética que advertían que no sería muy útil para levantar y arrastrar pesos. Pero el hombre notó que Rob estaba pálido y sus ojos centellearon.

– ¿Podemos hablar frente a un vaso calmante? Los alcoholes de manzana operan maravillas para asentar el estómago -dijo, y la lengua madre fue una bendición para los oídos de Rob.

Se detuvieron en la primera taberna que encontraron. Se sentaron ante una rústica mesa de pino, al aire libre.

– Yo soy Charbonneau -dijo el francés, haciéndose oír por encima del bullicio de los muebles-. Louis Charbonneau.

– Rob J. Cole.

En cuanto les sirvieron el aguardiente de manzanas, cada uno brindó por la salud del otro, y Charbonneau había acertado, porque el alcohol cayó en el estómago de Rob y lo devolvió al mundo de los vivos.

– Creo que ahora puedo comer -dijo, aunque dubitativo.

Contento, Charbonneau impartió una orden y en seguida una camarera llevó a la mesa un pan crujiente, una fuente con pequeñas olivas verdes y queso de cabra que hasta Barber habría aprobado.

– Ya ves por qué necesito ayuda -dijo Rob con tono quejumbroso-. Ni siquiera sé pedir la comida.

– Toda mi vida he sido marinero. Era un crío cuando mi primer barco me dejó en Londres, y recuerdo muy bien cuánto ansiaba oír mi lengua natal -explicó Charbonneau sonriendo.

La mitad de su vida en tierra la había pasado al otro lado del Canal, donde hablaban inglés.

– Yo soy cirujano barbero y viajo a Persia para comprar medicinas raras y hierbas curativas que serán enviadas a Inglaterra.