– Es muy barato; se trata del pan de los pobres -dijo Etienne, y estimuló a Rob a probar una barra larga más cara, hecha con tranquillón, una mezcla de harinas con muchos granos molidos finos.
A Rob le gusto más el "pan de perro”.
Fue una velada alegre. Louis y Etienne traducían todo para Rob, con la hilaridad general. Los niños bailaron, las mujeres cantaron, Rob hizo los malabares para corresponder a la opípara cena, y Etienne tocó tan bien como horneaba el pan.
Finalmente la familia se marchó, todos besaron a los viajeros a modo de despedida. Charlotte hundió el vientre y asomó su pecho recién florecido, mientras sus grandes ojos invitaban escandalosamente a Rob. Esa noche, echado en la cama, Rob se preguntó cómo sería la vida si se instalara en el seno de una familia como aquella y en un entorno tan encantador.
A medianoche se levantó.
– ¿Ocurre algo? -preguntó Etienne en voz baja.
El panadero estaba sentado en la oscuridad, no muy lejos de donde yacía su hija.
– Tengo que mear.
– Iré contigo -dijo Etienne.
Salieron juntos y orinaron amistosamente contra un costado del granero. Cuando Rob regresó a su cama de paja, Etienne se acomodó en la silla y quedó vigilando a Charlotte.
Por la mañana, el panadero mostró a Rob sus grandes hornos redondos y regaló a los viajeros un saco lleno de "pan de perro” horneado dos veces para que quedara duro y no se estropeara, a semejanza de las galletas marineras.
Los habitantes de Estrasburgo tuvieron que esperar sus panes ese día pues Etienne cerró la panadería y cabalgó con ellos parte del trayecto. El camino romano los llevó hasta el río Rin, a corta distancia de la casa Etienne, y luego se curvaba aguas abajo algunas millas, hasta un vado.
Los hermanos se inclinaron en sus monturas y se besaron.
– Ve con Dios -dijo Etienne a Rob, al tiempo que enfilaba su caballo hacia su casa, y ellos salpicaban agua cruzando el vado.
Las aguas arremolinadas estaban frías y aún débilmente pardas por la tierra arrastrada por las inundaciones primaverales río arriba. La senda distante de la orilla opuesta era empinada, y Caballo realizó un gran esfuerzo para arrastrar el carromato hasta la tierra de los teutones.
En seguida llegaron a las montañas, cabalgando entre altos bosques de pinaceas y abetos. Charbonneau estaba cada vez más callado, lo que en principio Rob atribuyó a lo mucho que le dolía separarse de su familia y de su terruño, pero al cabo de un rato el francés escupió.
– No me gustan los alemanes, ni tampoco pisar su tierra.
– Sin embargo, naciste lo más cerca de ellos que puede nacer un francés
Charbonneau frunció el ceño.
– Uno puede vivir junto al mar y no amar a los tiburones -dijo.
A Rob lo impresionaba como una tierra agradable. El aire era frío. Descendieron una montaña alargada a cuyo pie vieron a hombres y mujeres cortando y revolviendo el heno del valle para obtener forraje como hacían los campesinos en Inglaterra. Subieron otra montaña, unas tierras de pastoreo no muy extensas donde los niños atendían a las cabras llevadas a pastar durante el verano desde las granjas La senda era alta, y poco después, al bajar la vista, vieron un gran castillo de piedra gris oscuro. Unos jinetes participaban en una justa con las lanzas abiertas, en la palestra. Charbonneau volvió a escupir.
– Es la torre del homenaje de un hombre terrible, el sobrenombre de este conde Sigdorff, era el Imparcial.
– ¿El Imparcial? No parece el sobrenombre más apropiado para un hombre tan terrible.
– Ahora es viejo -explicó Charbonneau-. Pero se ganó ese nombre en su juventud, cayendo sobre Bamberg y llevándose a doscientos prisioneros.
Hizo que a cien de ellos les cortaran la mano derecha y a los otros cien la izquierda.
Llevaron a sus caballos a medio galope hasta que el castillo desapareció de la vista.
Antes de mediodía llegaron a una señal de desvío del camino romano, la aldea de Entburg, en la que decidieron montar su espectáculo. A los pocos minutos que habían tomado el desvío cuando llegaron a un recodo encontraron a un hombre que bloqueaba el sendero, montado en un caballo cobrizo, de ojos legañosos. El hombre era calvo y tenía pliegues en su corto pescuezo. Llevaba puesta una prenda de tejido casero con un cuerpo al mismo tiempo carnoso y duro, semejante al de Barber. Rob lo conoció. No había lugar para pasar con el carromato, pero tenía las armas enfundadas y Rob refrenó al caballo mientras se estudiaban serenamente. El hombre calvo pronunció unas palabras.
– Pregunta si tienes licor -aclaró Charbonneau.
– Dile que no.
– El hijoputa no esta sólo -agregó Charbonneau sin alterar el tono de su voz y Rob percibió que otros dos habían dispuesto sus cabalgaduras detrás de los árboles.
Uno era un joven montado en una mula. Cuando se acercó al gordo, notó la similitud de sus rasgos y dedujo que eran padre e hijo. El tercero iba en un animal enorme y torpe que parecía un caballo de tiro. Se instaló detrás del carromato, cortando la retirada por retaguardia. Tendría unos treinta años. Era menudo y de aspecto ruin; le faltaba la oreja izquierda, como a Señora Buffington.
Los dos recién llegados empuñaban espadas. El calvo dijo algo a Charboneau en voz alta.
– Dice que debes bajar del carromato y quitarte la ropa. Quiero que sepas que en cuanto lo hagas te matarán -dijo Charbonneau-. La vestimenta es cara y no quieren que se manche de sangre.
Rob no notó de dónde había sacado Charbonneau su puñal. El viejo lo hizo con un esforzado gruñido y un experto movimiento de mano que proyectó en línea recta y a gran velocidad: se hundió en el pecho del de la espada.
En los ojos del gordo se notó un sobresalto, pero aún no se había borrado la sonrisa de sus labios cuando Rob abandonó el asiento de su carromato.
Dio un solo paso hasta el ancho lomo de Caballo y se lanzó, arrancando al hombre de su silla. Aterrizaron rodando y dando zarpazos, cada uno tratando desesperadamente herir al otro. En un momento dado, Rob logró llevar su brazo izquierdo por debajo del mentón del otro, desde atrás. Un puño carnoso empezó a golpearle la ingle, pero Rob se retorció y pudo desviar los puñetazos a una nalga. Recibió unos terribles martillazos que le entumecieron la pierna. Con anterioridad siempre había peleado borracho, enloquecido de ira. Ahora estaba sobrio y concentrado en un único pensamiento, frío y claro.
"Mátalo.”
Jadeante, se aferró a la muñeca izquierda con la mano libre y tratando de estrangularlo o aplastarle la tráquea.
Luego pasó a la frente e intentó echarle la cabeza hacia atrás, para estropearle la espina dorsal.
"¡Quiébrate!”, imploró. Pero el cuello era corto y grueso, acolchado con grasa y surcado de músculos.
Una mano con largas uñas negras subió hasta su cara.
Rob se debatió para apartar la cabeza, pero la mano le rastrilló la mejilla haciéndolo sangrar.
Gruñeron y lucharon como en una tosca pelea de amantes.
La mano volvió. Esta vez llegó un poco más arriba, en busca de los ojos. Clavó sus afiladas uñas y Rob gritó.
Al instante Charbonneau estaba de pie sobre ellos. Insertó la punta de la espada deliberadamente, buscando un espacio entre las costillas, y hundió a fondo la espada.
El calvo suspiró, como si estuviera satisfecho. Dejó de gruñir y de moverse y se desplomó. Rob lo olió por primera vez.
Logró apartarse del cadáver. Se sentó, acariciándose la cara vapuleada
El joven colgaba de la grupa de la mula, con sus sucios pies descalzos cruelmente enganchados. Charbonneau le arrancó el puñal y lo limpió