– ¡Jodidos! -dijo, por último, y se volvió.
Pero no podía reprocharles nada: su grupo ya era fuerte y él, un desconocido, un peligro en potencia. Caballo lo llevó desde las montañas hasta una meseta en forma de plato, rodeada de verdes colinas. Había campos cultivados de tierra gris, en los que hombres y mujeres se afanaban por obtener trigo, cebada, centeno y remolachas, pero en su mayor parte era una arboleda variada. Por la noche, no muy lejos, oyó el aullido de los lobos. Mantuvo el fuego encendido aunque no hacía frío, y señora Buffington maullaba al percibir a los animales salvajes, aunque dormía con el erizado borde de su lomo apoyado en su amo.
Había dependido de Charbonneau para muchas cosas, pero ahora descubrió que la más insignificante no había sido la compañía. Cabalgaba cuesta abajo por el camino romano, conoció el significado de la palabras dado que no podía hablar con ninguna de las personas que encontraba.
Transcurrida una semana desde la partida de Charbonneau una mañana se encontró ante el cuerpo desnudo y mutilado de un hombre colgado de un árbol, a la vera del camino.
El ahorcado era flaco, tenía cara de hurón y le faltaba la oreja izquierda. Rob lamentó no poder informar a Charbonneau de que otros habían dado su merecido al tercer salteador de caminos.
LA INTEGRACIÓN
Rob cruzó la vasta meseta y volvió a internarse en las montañas. Estas no eran tan elevadas como las que ya había atravesado, pero sí lo bastante accidentadas como para retardar su avance. En otras dos ocasiones se acercó a grupos de viajeros que recorrían el mismo camino, e intentó unirse a ellos, pero ambas veces fue rechazado. Una mañana, un grupo de jinetes harapientos pasaron a su lado y le gritaron algo en su extraña lengua, pero él los retribuyó con un saludo y desvió la mirada, pues se dio cuenta de que eran unos violentos y desesperados. Tuvo la impresión de que si se les unía, en breve estaría muerto.
Tras su llegada a una gran ciudad, entró en una taberna y su alegría se desbordó al descubrir que el tabernero conocía algunas palabras en inglés.
Por ese hombre se enteró de que la ciudad se llamaba Brunn. Los pueblos por cuyo territorio había viajado los habitaban, en su mayor parte, gentes de una tribu a la que se conocía como checos. No se enteró de mucho más, ni logró saber de dónde había sacado el tabernero sus escasos conocimientos de palabras inglesas, pues la sencilla conversación ya había exigido demasiado de su capacidad lingüística. Al abandonar la taberna, Rob descubrió a un hombre en la parte de atrás de su carro, revisando sus pertenencias.
– Fuera -dijo en voz baja.
Desenvainó la espada pero el hombre ya había saltado del carromato y se había alejado sin darle tiempo a detenerlo. La bolsa con el dinero seguía a buen resguardo debajo de las tablas del carro, y lo único que faltaba era una bolsa de paño que contenía los objetos necesarios para los trucos mágicos. No fue poco consuelo pensar en la cara que pondría el ladrón cuando abriera la bolsa.
Después de este acontecimiento, limpiaba sus armas diariamente, manteniendo una ligera capa de grasa en las hojas para que se deslizaran fácilmente de sus vainas al menor tirón. De noche, su sueño era ligero o no dormía, pues estaba atento a cualquier sonido indicativo de que alguien caería sobre él. Le constaba que tenía pocas esperanzas si lo atacaba una partida como la de los jinetes harapientos. Permaneció solo y vulnerable nueve largos días, hasta que una mañana el camino dejó atrás el bosque y -para su sorpresa, encanto y renovación de las esperanzas- ante sus ojos apareció una diminuta población casi tapada por una enorme caravana.
Las dieciséis casas de la aldea estaban rodeadas por cientos de animales. Rob vio caballos y mulas de toda clase y tamaño, ensillados o enganchados a vagones, carros y carromatos de todo tipo. Ató a Caballo a un árbol. Había gente por todos lados, y mientras se abría paso entre la multitud, sus oídos se vieron asaltados por un barboteo de lenguas incomprensibles.
– Por favor -le dijo a un hombre empeñado en la ardua tarea de cambiar una rueda-. ¿Dónde está el jefe de la caravana?
Lo ayudó a levantar la rueda hasta el cubo, pero la única respuesta fue una sonrisa de agradecimiento y un movimiento desconcertado de la cabeza
– ¿El jefe de la caravana? -preguntó al siguiente viajero, que en ese momento alimentaba a una yunta de bueyes que tenían bolas de madera fija a las puntas de sus largos cuernos.
– Ah, der Metster Kerl Fritta -respondió el hombre e hizo un gesto hacia abajo.
Después fue fácil, porque todos parecían conocer el nombre de Kerl Fritta. Cada vez que Rob lo pronunciaba le contestaban con un movimiento de cabeza y un dedo indicador, hasta que por último llegó a un terreno en que habían instalado una mesa junto a un inmenso vagón amarrado a los seis alazanes de tiro más grandes que había visto en su vida. Sobre la mesa descansaba una espada desenvainada y ante ella estaba sentado un personaje que peinaba sus largos cabellos castaños en dos gruesas trenzas, enfrascado en una conversación con el primero de una larga fila de viajeros que aguardaba para viajar con él.
Rob se situó al final de la cola.
– ¿Aquel es Kerl Fritta? -preguntó.
– Sí, es él -respondió uno de los hombres.
Se miraron, asombrados y contentos.
– ¡Tú eres inglés!
– Escocés -corrigió el otro, levemente decepcionado-. ¡Qué encuentro! ¡Qué encuentro! -murmuró, aferrando ambas manos de Rob.
Era alto y delgado, de pelo largo y canoso, e iba bien afeitado, al estilo britano. Usaba indumentaria de viaje, de tela negra áspera, pero era un paño de buena calidad y bien cortado.
– James Geikie Cullen -se presentó-. Criador de ovejas y agente de tejidos de lana; viajo a Anatolia con mi hija en busca de mejores variedades de carneros y ovejas.
– Rob J. Cole, cirujano barbero. Rumbo a Persia, para comprar medicinas preciosas.
Cullen lo contempló casi cariñosamente. La línea avanzaba, pero tuvieron tiempo suficiente para intercambiar información, y las palabras inglesas nunca sonaron tan eufóricas en sus oídos.
Cullen iba acompañado por un hombre que llevaba pantalones marrones manchados y una capa gris hecha jirones; le explicó que era Seredy, a quien había contratado como sirviente e intérprete.
Sorprendido, Rob se enteró de que ya no estaba en Bohemia, pues, sin saberlo, dos días atrás había pasado al país de Hungría. La aldea transformada por la caravana se llamaba Vac. Aunque los habitantes disponían de pan y queso, los comestibles y otros suministros eran carísimos.
La caravana se había originado en la ciudad de Ulm, en el ducado de Suabia.
– Fritta es alemán -le confió Cullen-. No se desvive por mostrarse amable, pero es aconsejable unirse a él, dado que informes fehacientes indican que los bandidos magiares hacen presa de los viajeros solitarios y de los grupos poco numerosos, y no hay otra caravana nutrida en las inmediaciones.
Los datos sobre los bandidos parecían ser del conocimiento general. A medida que avanzaban hacia la mesa, se sumaron otros solicitantes a la fila.
Detrás mismo de Rob se situaron tres judíos, que por supuesto despertaron su interés.
– En este tipo de caravanas uno no tiene más remedio que viajar con gente bien nacida y con gentuza -comentó Cullen en voz alta.
Rob estaba observando a los tres hombres con sus caftanes oscuros y sus sombreros de cuero. Conversaban en otra lengua extraña que Rob todavía no había oído, pero le pareció que el que estaba más cerca de él parpadeó al oír las palabras de Cullen, como si lo hubiera entendido. Rob desvió la mirada.