Cuando llegaron a la mesa de Fritta, Cullen se ocupó de sus asuntos y luego tuvo la amabilidad de ofrecer a Seredy como intérprete de Rob.
El jefe de la caravana, experimentado y rápido en esas entrevistas, asimiló eficazmente su nombre, negocios y destino.
– Quiere que entiendas que la caravana no va a Persia -dijo Seredy-. Más allá de Constantinopla tendrás que hacer tus propios planes.
Rob asintió, y entonces el alemán habló largamente.
– La tarifa que debes pagar al señor Fritta es igual a veintidós peniques ingleses de plata, pero no quiere esta moneda porque el señor Cullen le pagará en peniques ingleses y el señor Fritta dice que no le será fácil colocarlos. Pregunta si puedes pagarle en monedas de plata francesas y alemanas.
– Sí.
– Entonces son veintisiete de esas -dijo Seredy con tono excesivamente zalamero.
Rob vaciló. Tenía suficiente cantidad de esas monedas porque había vendido la medicina en Francia y Alemania, pero no conocía su valor de cambio
– Veintitrés -dijo una voz directamente a sus espaldas, tan baja que creyó haberla imaginado.
– Veintitrés monedas -repitió en tono firme.
El jefe de la caravana aceptó fríamente, mirándolo a los ojos.
– Debes llevar tus propios víveres y provisiones. Si te retrasas o te ves obligado a abandonar, te dejarán atrás -informó el traductor-. Dice que la caravana saldrá de aquí compuesta por unas noventa partidas separadas que totalizan más de ciento veinte hombres. Exige que haya un centinela cada diez grupos, de modo que cada doce días te tocará hacer guardia por la noche.
– De acuerdo.
– Los recién llegados ocuparán su lugar al final de la línea de marcha donde hay más polvo, y donde el viajero es más vulnerable. Tú seguirás al señor Cullen y a su hija. Cada vez que alguien que va más adelante abandone, podrás avanzar un solo lugar. Todo el que se una a la caravana a partir de este momento irá detrás de ti.
– De acuerdo.
– Y si practicas tu profesión de cirujano barbero con los miembros de la caravana, deberás compartir tus ganancias a partes iguales con el señor Fritta.
– No -se apresuró a decir, pues era injusto que aquel alemán se llevara la mitad de sus ganancias.
Cullen carraspeó. Rob miró al escocés, notó el temor en su expresión y recordó lo que había dicho acerca de los bandidos magiares.
– Ofrece diez y acepta treinta -aconsejó la voz baja a sus espaldas.
– Te daré un diez por ciento de mis ganancias -ofreció.
Fritta murmuró una única palabra que Rob interpretó como el equivalente teutónico de “mierda”; luego emitió otro sonido corto.
– Dice que cuarenta.
– Dile que veinte.
Acordaron un treinta por ciento. Mientras daba las gracias a Cullen haberle permitido usar a su intérprete y echaba a andar, Rob observó de soslayo a los tres judíos. Eran hombres de estatura mediana y tez morena, bronceada hasta resultar casi atezada. El hombre que ocupaba en la fila el lugar inmediatamente detrás de él tenía la nariz carnosa y grandes labios con una barba castaña moteada de gris. No miró a Rob; dio un paso hacia la mesa, con la total concentración de quien ya ha puesto a prueba a un adversario.
Ordenaron a los recién llegados que ocuparan sus puestos en la línea de marcha durante la tarde, y que esa noche acamparan en su lugar, pues la caravana partiría al amanecer. Rob encontró su posición entre Cullen y los judíos, desenganchó la yegua y la llevó a pastorear, a pocas varas de distancia. Los habitantes de Vac estaban apelando a la última oportunidad de aprovecharse de las ganancias llovidas del cielo, vendiendo provisiones. Un granjero se acercó a ofrecer huevos y queso amarillo, por los que pedía 10 monedas alemanas, un precio abusivo. En lugar de pagar, Rob trocó alimentos por tres frascos de Panacea Universal y así se ganó la cena.
Mientras comía observó a sus vecinos, que lo observaban, a su vez. En el campamento anterior al suyo, Seredy iba en busca del agua, y cocinaba la hija de Cullen. Era una muchacha muy alta y pelirroja. En el campamento detrás había cinco hombres. Cuando terminó de limpiar, después de comer, Rob se acercó a donde los judíos cepillaban a sus animales. Tenían buenos caballos, además de dos mulas de carga, una de las cuales llevaba, probablemente, la tienda que habían levantado. Observaron a Rob en silencio cuando se encaminó directamente hacia el hombre que estaba a sus espaldas durante sus tratos con Fritta.
– Soy Rob J. Cole. Quiero darte las gracias.
– De nada, de nada. -El hombre levantó el cepillo del lomo del caballo-. Me llamo Meir ben Asher.
A continuación, le presentó a sus compañeros. Dos estaban con él cuando Rob los vio por primera vez en la fila: Gershom ben Shemuel, que tenía un lobanillo en la nariz, era bajo y aparentemente duro como un trozo de madera, y Judah Ha-Cohen, de nariz afilada y boca pequeña, con el pelo negro y brillante de un oso y una barba del mismo estilo. Los otros eran más jóvenes. Simón ben Ha-Levi era delgado y serio, casi un hombre, una especie de palo de barba fina. Y Tuveh ben Meir era un chico de doce años, tan crecido para su edad como lo había sido Rob.
– Mi hijo -dijo Meir. Los demás no abrieron la boca. Lo observaban atentamente.
– ¿Sois mercaderes?
Meir asintió.
– En otros tiempos nuestra familia vivía en la ciudad de Hameln, en Alemania. Hace diez años todos nos trasladamos a Angora, en tierra de bizantinos, desde donde viajamos tanto al este como al oeste, comprando y vendiendo.
– ¿Qué es lo que compráis y vendéis?
Meir se encogió de hombros.
– Un poco de esto, un poco de aquello…
Rob quedó encantado con la respuesta. Se había pasado horas pensando en versiones falsas sobre sí mismo y ahora veía que era innecesario: los hombres de negocios no revelan muchas cosas.
– ¿Y adónde viajas tu? -preguntó el joven Simón, sobresaltando a Rob, que había creído que sólo Meir sabía inglés.
– A Persia.
– Persia. ¡Excelente! ¿Tiene familia allí?
– No, voy a comprar. Una o dos hierbas, tal vez algunas medicinas.
– Ah -dijo Meir, que intercambió una mirada con los otros judíos.
Todos aceptaron inmediatamente la respuesta de Rob. Era el momento de irse, y les dio las buenas noches.
Cullen no le había quitado los ojos de encima mientras hablaba con los judíos, y cuando Rob se acercó a su campamento el escocés parecía haber perdido gran parte de su simpatía inicial.
Le presentó a su hija Margaret sin entusiasmo, aunque la chica saludó a Rob muy amablemente.
De cerca, su pelo rojo parecía agradable al tacto. Sus ojos eran fríos y tristes. Sus pómulos altos y redondeados daban la impresión de ser tan grandes como el puño de un hombre, y la nariz y la mandíbula eran atractivas aunque no delicadas. Tenía el rostro y los brazos poco elegantes a causa de las pecas, y Rob no estaba acostumbrado a que una mujer fuese tan alta.
Mientras trataba de resolver si era o no bonita, Fritta se acercó y habló brevemente con Seredy.
– Quiere que el señor Cole haga de centinela esta noche -dijo el intérprete.
De modo que, al ocaso, Rob empezó su recorrido, que comenzaba en el campamento de Cullen y se extendía a través de otros ocho, además del suyo.
Mientras se paseaba observó la extraña mezcolanza que la caravana había reunido. Junto a un carro cubierto, una mujer de cutis aceitunado y pelo rubio amamantaba a un bebé, mientras el marido permanecía en cuclillas cerca del fuego, engrasando sus arneses. Dos hombres limpiaban sus armas. Un chico alimentaba con granos a tres gallinas gordas que ocupaban una tosca jaula de madera. Un hombre cadavérico y su gorda esposa se miraban echando chispas por los ojos y peleaban en un idioma que, pensó Rob, debía de ser francés.
En el tercer circuito de su zona, al pasar por el campamento de los judíos, vio que todos estaban juntos y se balanceaban, entonando sus oraciones nocturnas.