Rob se encogió de hombros.
– No está fuera del alcance del señor Fritta haberlo hecho, creo. Los magiares no parecen amenazadores.
A ambos lados del camino, hombres y mujeres cosechaban coles. Guardaron silencio. Cada bache del camino hacía chocar sus cuerpos, de modo que Rob era consciente en todo momento de la posibilidad de que lo rozara una suave cadera o un muslo firme, y el aroma de la carne de aquella muchacha era como una especia tibia extraída de las zarzamoras bajo el sol.
Él, que había acosado a las mujeres a todo lo largo y lo ancho de Inglaterra, notó que se le estrangulaba la voz cuando intentó hablar.
– ¿Vuestro segundo nombre siempre ha sido Margaret, señorita Cullen?
Ella lo miró, atónita.
– Siempre.
– ¿No recordáis otro nombre?
– De niña mi padre me decía Tortuga, porque a veces hacía así.
Y parpadeó lentamente. A Rob lo turbaba el deseo de tocarle el pelo.
Debajo del ancho pómulo izquierdo apuntaba una minúscula cicatriz, invisible si uno no la examinaba a fondo, y que no la desfiguraba en lo más mínimo. Rob desvió rápidamente la mirada.
Delante, su padre volvió la cabeza y divisó a su hija en el carromato. Cullen había visto varias veces más a Rob en compañía de los judíos, y el disgusto apareció en su voz cuando gritó el nombre de Mary Margaret. Ella se dispuso a abandonar el pescante.
– ¿Cuál es vuestro segundo nombre, señor Cole?
– Jeremy.
Inclinó la cabeza y adoptó una expresión grave, pero sus ojos se burlaron de él.
– ¿Siempre ha sido Jeremy? ¿No recordáis otro nombre?
Recogió sus faldas con una mano y saltó a tierra ligeramente, como animal. Rob tuvo una vislumbre de piernas blancas y golpeó las riendas contra el lomo de Caballo, enfurecido al ver que sólo era un objeto de diversión para ella.
Aquella noche, después de cenar, fue a buscar a Simón para seguir la lección y descubrió que los judíos tenían libros. En la escuela parroquial St. Botolph, a la que asistió de niño, había tres libros: un Canon de la Biblia y un Nuevo Testamento, ambos en latín, y un menologio en inglés, la lista de los días de festividad religiosa prescritos para su general observancia por el monarca de Inglaterra. Las páginas eran de vitela, hechas tratando pieles de corderos, becerros o cabritillos. La ingente tarea de escribirlos a mano hacía que los libros fuesen caros y raros.
Los judíos parecían tenerlos en gran numero -más adelante supo que sumaban siete- guardados en un pequeño cofre de cuero repujado.
Simón cogió uno escrito en parsi y pasaron a la lección. Examinando Rob en el texto, buscaba las letras una por una, a medida que Simón las pronunciaba. Había aprendido rápidamente y bien el alfabeto parsi. Simón alabó y leyó un pasaje del libro para que Rob oyera la entonación. Hacía pausa después de cada palabra y Rob tenía que repetirla.
– ¿Cómo se llama este libro?
– El Corán, que es la Biblia de los persas -dijo Simón- y después Gloria a Dios en las alturas, lleno de gracia y misericordia. Él lo creo todo, incluido el hombre Al hombre le dio un lugar especial en su creación, y lo honró convirtiéndolo en su agente. Con ese fin, lo imbuyó de comprensión, purificó sus afectos y lo dotó de penetración espiritual. Todos los días te daré una lista de diez palabras y expresiones -dijo Simón-. Debes aprenderlas de memoria para la siguiente lección.
– Dame veinticinco palabras cada día -le pidió Rob, quien sabía que sólo tendría maestro hasta Constantinopla.
Simón sonrió.
– Veinticinco, entonces.
Al día siguiente Rob aprendió fácilmente las palabras, pues el camino seguía siendo recto y liso, y Caballo podía andar con las riendas sueltas mientras su amo estudiaba en el pescante. Pero Rob vio que estaba perdiendo muchas oportunidades, y después de la lección de ese día pidió permiso a Meir ben Asher para llevarse el libro persa a su carromato y poder estudiarlo a lo largo de todo el día de viaje, vacío de acontecimientos. Meir se negó a prestárselo
– El libro no debe estar nunca fuera del alcance de nuestra mirada. Sólo puedes leerlo en nuestra compañía.
– ¿No puede ir Simón conmigo en el carro?
Tuvo la certeza de que Meir estaba a punto de decirle otra vez no, pero intervino Simón.
– Podría aprovechar el tiempo para verificar los libros de contabilidad -dijo.
Meir caviló.
– Este será un erudito de primera -observó Simón-. Ya hay en él un amor por el estudio.
Los judíos observaron a Rob de una manera algo distinta a como lo habían mirado hasta entonces. Por último, Meir asintió.
– Puedes llevar el libro a tu carro -dijo.
Aquella noche se quedó dormido lamentando que no fuese ya el día siguiente, y por la mañana despertó temprano y ansioso, con una sensación de anticipación casi dolorosa. La espera fue más difícil porque presenció los preparativos que hacían los judíos antes de iniciar el día: Simón fue a la arboleda para aliviar la vejiga y los intestinos; bostezando, Meir y Tuveh se contonearon hasta el arroyo para lavarse, todos ellos balanceándose y musitando los maitines; Gershom y Judah sirvieron el pan y la papilla.
Ningún enamorado esperó nunca a doncella alguna con más impaciencia.
– Venga, venga, patoso, holgazán hebreo -farfulló, mientras repasaba por ultima vez la lección del vocabulario persa correspondiente a ese día.
Cuando por fin Simón llegó, iba cargado con el libro persa, un pesado libro mayor de contabilidad y un curioso marco de madera que contenía columnas de cuentas ensartadas en estrechas varillas de madera.
– ¿Qué es eso?
– Un ábaco. Un contador muy útil cuando se trata de hacer sumas-explicó Simón.
Después de que la caravana se pusiera en marcha, fue evidente que el nuevo acuerdo era fructífero. Pese a la relativa lisura del camino, las ruedas del carromato rodaban sobre piedras y no era práctico escribir, pero resultaba fácil leer. Cada uno se dedicó a su trabajo mientras avanzaban a través de millas y millas de campo.
El libro persa no tenía ningún sentido para él, pero Simón le había dicho que leyera las letras y las palabras parsis hasta que se sintiera fluido con la pronunciación. Una vez tropezó con una frase que Simón le había puesto en la lista: Koc-homedy.
– Has venido con buenas intenciones -dijo con tono triunfal, como sihubiese alcanzado una victoria menor.
A veces levantaba la vista y contemplaba la espalda de Mary Margaret Ahora ella no se movía del lado de su padre, sin duda por insistencia este, pues Rob había notado que Cullen miraba cejijunto a Simón cuando se encaramó al carro. Mary cabalgaba con la espalda muy recta y la cabeza erguida, como si toda su vida se hubiera balanceado en una silla de montar.
A mediodía Rob había aprendido su lista de palabras y frases.
– Veinticinco no es suficiente. Tienes que darme más.
Simón sonrió y le puso otras quince. El judío hablaba poco y Rob se acostumbró al clac-clac-clac de las cuentas del ábaco volando al contacto los dedos de Simón.
A media tarde, Simón gruñó y Rob supo que había descubierto un error en uno de los cálculos. Evidentemente, el libro mayor contenía el registro de muchas transacciones. A Rob se le ocurrió que aquellos hombres llevaban a sus familias los beneficios de la caravana mercantil que habían conducido por Persia a Alemania, lo que explicaba por qué nunca dejaban sin protección campamento. En la línea de marcha, delante de él, iba Cullen, trasladando una considerable suma de dinero a Anatolia, con el propósito de comprar ganado. Detrás iban aquellos judíos, que seguramente llevaban una cifra más importante aún. Si los bandidos supieran de la existencia de esos dinerales, pensó con incomodidad, reunirían un ejército de proscritos y ni siquiera una caravana tan numerosa estaría a salvo de su ataque. Pero no se sintió tentado a abandonar la caravana, porque viajar a solas era lo mismo que buscarse la muerte. De modo que apartó tales temores de su mente y, día tras día, permanecía en el asiento del carromato con las riendas sueltas y los ojos fijos -como para toda la eternidad- en el libro sagrado del Islam.