El buen tiempo se mantuvo, y la profundidad azul de los cielos otoñales le recordaba los ojos de Mary Cullen, de los que muy poco veía porque guardaba las distancias. Sin duda así se lo había ordenado su padre.
Simón terminó de revisar el libro de contabilidad y no tenía excusa para ir a sentarse todos los días en su carro, pero ya se había establecido una rutina y Meir accedía con más tranquilidad a separarse de su libro persa.
Simón lo instruía asiduamente para que llegara a ser un príncipe de mercaderes.
– ¿Cuál es la unidad básica de peso en Persia?
– El man, Simón; aproximadamente la mitad de una piedra europea.
– Dime cuáles son los otros pesos.
– Esta el ratel, que es la sexta parte de un man. El dirham, la quincuagésima parte de un ratel. El mescal, o sea la mitad de un dirham. El dung, sexta parte de un mescal. Y, por último, el barleycorn, que es un cuarto de dung.
Cuando el otro no lo interrogaba, Rob no podía reprimir incesantes preguntas.
– Simón, por favor. ¿Cómo se dice dinero?
– Ras.
– Simón, si fueras tan amable… ¿Qué quiere decir esta expresión que aparece en el libro, Soab a caret?
– Mérito para la otra vida, es decir, en el paraíso.
– Simón…
Simón gruñía y Rob comprendía que se estaba poniendo pesado, momento en que se tragaba las preguntas hasta que la necesidad de plantear otra cruzaba su mente.
Dos veces por semana pasaba visita. Simón hacía las veces de traductor, observaba y escuchaba. Cuando Rob examinaba y medicaba, el experto era él y Simón se transformaba en el que hacía las preguntas.
Un boyero franco, de sonrisa estúpida, fue a ver al cirujano barbero y se quejó de sensibilidad y dolor detrás de las rodillas, donde tenía unos bultos rojos. Rob le dio un bálsamo de hierbas sedantes en grasa de oveja y le dijo que volviera dos semanas después, pero a la siguiente el hombre estaba otra vez en la cola. Informó que le había aparecido el mismo tipo de bultos en las axilas. Rob le dio dos botellas de Panacea Universal y lo despidió.
Cuando ya no quedaba nadie en la fila, Simón se volvió hacía Rob.
– ¿Qué le ocurre a ese robusto franco?
– Tal vez sus bultos desaparezcan. Pero no lo creo, y sospecho que le saldrán más, porque tiene la buba. En tal caso, pronto morirá.
Simón parpadeó.
– ¿No puedes hacer nada por él?
Rob meneó la cabeza.
– Soy un ignorante cirujano barbero. Quizá en algún sitio haya un gran médico que podría ayudarlo.
– Yo no me dedicaría a lo que te dedicas tú si no pudiera aprender todo lo que es posible saber -dijo lentamente Simón.
Rob lo miró pero no pronunció palabra. Le impresionó que el judío hubiera visto de inmediato y con tanta claridad lo que a él le había llevado mucho tiempo comprender.
Aquella noche, Cullen lo despertó bruscamente.
– ¡Deprisa, hombre, por Cristo! -dijo el escocés.
Una mujer gritaba.
– ¿Mary?
– No, no. Ven conmigo.
Era una noche negra, sin luna. Más allá del campamento judío, alguien había encendido antorchas de brea y, bajo la parpadeante iluminación, Rob vio a un hombre tendido, agonizante.
Era Raybeau, el cadavérico francés que iba tres lugares detrás de Rob en línea de marcha. Tenía la garganta abierta, el rictus de una mueca y en el suelo, a su lado, había un charco oscuro y brillante. Se le estaba escapando la vida.
– Era nuestro centinela de esta noche -dijo Simón.
Mary Cullen estaba con la llorosa mujer, la corpulenta esposa con la que constantemente había reñido Raybeau. El cuello rajado se deslizaba bajo los dedos húmedos de Rob. Había un gorgoteo y Raybeau se esforzó un momento en dirección al sonido de la angustiada llamada de su mujer, antes de retorcerse y morir.
Un instante después oyó el sonido de caballos al galope.
– Sólo son los piquetes montados que envía Fritta -informó tranquilamente Meir desde las sombras.
Todos los miembros de la caravana estaban levantados y armados, en breve regresaron los jinetes de Fritta, quienes comunicaron que no había habido una numerosa partida de atacantes. Probablemente el asesino era un ladrón solitario o un explorador de los bandidos; en cualquier caso, el sanguinario criminal había desaparecido.
El resto de la noche durmieron muy poco. Por la mañana enterraron a Gaspar Raybeau cerca del camino romano. Kerl Fritta entonó una oración fúnebre en rápido alemán, y luego todos se apartaron de la sepultura y, nerviosos, se dispusieron a reanudar el viaje. Los judíos cargaron sus mulas de manera tal que la impedimenta no se soltara si los animales tenían que ir al galope. Rob descubrió entre los bultos que disponían sobre cada mula una estrecha bolsa de cuero de apariencia muy pesada. No le fue difícil adivinar el contenido de esas bolsas. Simón no acudió al carromato y cabalgó todo el tiempo junto a Meir, listo para combatir o huir, según fuese necesario.
Al día siguiente llegaron a Novi Sad, una activa ciudad danubiana. Se enteraron de que un grupo de siete monjes francos que viajaban a la Tierra Santa habían sido asaltados por bandidos tres días atrás: los habían robado, sodomizado y asesinado.
Los tres días que siguieron, avanzaron como si el ataque fuese inminente pero no hubo contratiempos mientras avanzaban a lo largo del amplio y luciente río hasta Belgrado. Adquirieron provisiones en el mercado de granjeros de la ciudad, incluidas unas pequeñas ciruelas rojas agrias de sabor excepcional, y minúsculas olivas verdes que Rob degustó con deleite. Cenó en una taberna, pero la comida no le gustó nada: una mezcla de muchas carnes grasas tronchadas, con gusto a sebo rancio.
Una serie de viajeros habían abandonado la caravana en Novi San y algunos más en Belgrado; otros se unieron al grupo, de modo que los Cullen, Rob y los judíos adelantaron en la línea de marcha, dejando de formar parte de la vulnerable retaguardia.
Poco después de dejar atrás Belgrado, se internaron por unas estribaciones que rápidamente se convirtieron en montañas más abruptas que cualquiera de las que hasta entonces habían atravesado. Las empinadas pendientes estaban tachonadas de cantos rodados semejantes a afilados dientes.
Las elevaciones más altas, el aire penetrante los llevó a pensar en el invierno que se aproximaba. Aquellas montañas debían de ser terribles con nieve.
Rob ya no podía llevar las riendas sueltas. Para subir las pendientes tenía que azuzar a Caballo con suaves chasquidos de la fusta, y yendo cuesta abajo que refrenarlo. Cuando le dolían los brazos y estaba desanimado, recordaba que los romanos habían trasladado su tormenta por esa cordillera de escabrosos picos; pero los romanos tenían hordas de esclavos prescindibles, Rob J. sólo contaba con una yegua fatigada que exigía una hábil conducción de noche. Embotado por el cansancio, se arrastraba hasta el campamento de los judíos, y a veces le daban una especie de lección. Pero Simón no volvió al carromato, y algunos días Rob no logró aprender ni diez palabras
LOS RATANES
Ahora Kerl Fritta se dejaba ver más, y por primera vez Rob lo miró con admiración, porque el jefe de la caravana parecía estar en todas partes, ayudando en las averías de los carros, estimulando y exhortando a la gente como un buen boyero anima a sus estúpidas bestias. El camino era peligroso.
El primero de octubre perdieron medio día mientras unos hombres de la caravana se dedicaban a quitar rocas que habían caído en el camino. Con frecuencia ocurrían accidentes, y Rob atendió dos brazos rotos en espacio de una semana. El caballo de un mercader normando se desbocó y el carro pasó sobre el cochero, aplastándole una pierna. Tuvieron que trasladarlo, en parihuela colgada entre dos caballos, hasta una granja cuyos moradores accedieron a cuidarlo. Abandonaron allí al herido, y Rob rogaba para que el granjero no lo matara y le quitara las pertenencias en cuanto la caravana se perdiese de vista.