– Hemos dejado atrás la tierra de los magiares y ahora estamos en Bulgaria -le dijo Meir una mañana.
Poco importaba, dado que la naturaleza hostil de las rocas era inmodificable, y el viento seguía azotándoles en las alturas. A medida que el frío aumentaba, los viajeros comenzaron a ponerse una variedad de vestimentas exteriores, en su mayoría más abrigadas que elegantes, hasta que llegaron a formar una extraña colección de seres harapientos y acolchados. Una mañana sin sol, la mula de carga que Gershom ben Shemuel llevaba detrás de caballo tropezó y cayó; sus miembros delanteros se extendieron dolorosamente hasta que el izquierdo chasqueó audiblemente bajo el considerable peso de la carga. La mula, condenada a muerte, transida de dolor, emitía un sonido que se asemejaba al de un ser humano.
– ¡Ayúdala! -gritó Rob.
Meir ben Asher extrajo una cuchilla larga y ayudó al animal de la única manera posible: cortándole el pescuezo. De inmediato comenzaron a descargar los bultos de la mula muerta. Cuando llegaron a la bolsa de cuero, Gehom y Judah tuvieron que levantarla juntos, y a continuación se pusieron a discutir en su lengua. La otra mula ya cargaba con una de las pesadas bolsas de cuero, y Rob comprendió que Gershom insistía, justificadamente, en que la segunda bolsa exigiría demasiado del animal.
En la caravana atascada a sus espaldas, se oyeron los airados gritos de quienes no querían rezagarse del cuerpo principal. Rob se acercó corriendo a los judíos.
– Arrojad la bolsa en mi carromato.
Meir vaciló y luego meneó la cabeza.
– No.
– Entonces podéis iros al cuerno -dijo Rob groseramente, colérico ante la falta de confianza de sus compañeros de viaje.
Meir dijo algo y Simón corrió en pos de Rob.
– Amarrarán la mula a mi caballo. ¿Me permites ir en el carromato? Sólo hasta que podamos comprar otra mula.
Rob le señaló el pescante y trepó tras él. Condujo largo tiempo en silencio, pues no estaba de humor para lecciones de parsi.
– Tú no entiendes -dijo Simón-. Meir debe llevar las bolsas consigo. No es dinero suyo. Una parte pertenece a la familia y la mayoría se le debe a los inversores. A él le corresponde la responsabilidad de hacerlo llegar a su destino.
Esas palabras lo hicieron sentir mejor. Pero el día siguió siendo nefasto. El camino era arduo y la presencia de otro hombre en el carromato aumentaba el esfuerzo de la yegua, que estaba visiblemente fatigada cuando el crepúsculo los sorprendió en una cumbre y les indicaron que acamparan.
Antes de cenar, él y Simón tenían que ir a visitar a los pacientes. Soplaba un viento tan intenso que hubieron de situarse tras el carro. Sólo esperaba a Rob un puñado de personas y, para su gran sorpresa y la de Simón, una de ellas era Gershom ben Shemuel. El curtido y fornido judío levantó el caftán y se bajo los pantalones: Rob vio un desagradable forúnculo púrpura en su nalga derecha.
– Dile que se incline.
Gershom gruñó cuando lo tocó la punta del bisturí, haciendo manar pus amarillo. Rugió y maldijo en su idioma cuando Rob exprimió el forúnculo hasta que salió toda la putrefacción y apareció sangre limpia.
– No podrá sentarse en la silla de montar durante varios días.
– No tiene más remedio -replicó Simón-. No podemos abandonar a Gershom.
Rob suspiró. Aquel día los judíos resultaban un verdadero incordio.
– Tú puedes llevar su caballo y él irá en la parte de atrás de mi carromato.
Simón asintió.
El siguiente era el boyero francés, que nunca dejaba de sonreír. Esta vez unas nuevas y diminutas bubas le cubrían la entrepierna. Los bultos de axilas y de las corvas se habían agrandado y eran más sensibles que antes, cuando Rob se lo preguntó, el hombre dijo que habían comenzado a doler. Rob cogió la mano del boyero entre las suyas.
– Dile que morirá -pidió a su interprete.
Simón puso los ojos en blanco.
– ¡Maldito seas! -respondió.
– Dile que yo digo que morirá.
Simón tragó saliva y empezó a hablar suavemente en alemán. Rob observó cómo la sonrisa se esfumaba en la carota estúpida. Luego el franco soltó bruscamente sus manos de las de Rob y levantó la derecha, cerrando el puño del tamaño de un jamoncillo. Habló en un monocorde rugido.
– Dice que eres un embustero asqueroso -tradujo Simón.
Rob esperó, con los ojos fijos en los del boyero, hasta que el hombre pasó cerca de él y se alejó arrastrando los pies.
Rob vendió panacea a dos hombres con tos seca, y luego trató a un maquejica que tenía desarticulado el pulgar: se le había quedado atrapado en la cincha de la montura y su caballo se había movido.
Dejó a Simón, con el deseo de escapar de aquel lugar y de aquellas gentes. La caravana estaba desarticulada, pues todos habían buscado una gran roca tras la cual acampar para protegerse del viento. Fue andando hasta más allá del ultimo carro y vio a Mary Cullen de pie en una piedra, por encima camino.
Era una imagen sobrenatural. Se había abierto la pesada pelliza y la sujetaba con los brazos extendidos, la cabeza echada hacía atrás y los ojos cerrados, como si se estuviera purificando con el viento que la azotaba con toda la fuerza de una catarata. El abrigo ondulaba y aleteaba. El vestido negro sobre su largo cuerpo, perfilando unos pechos generosos y unos pezones suntuosos, la suave redondez de su vientre, el ombligo ancho y una dulce hendidura que unía sus fuertes muslos. Rob sintió una extraña y cálida ternura que sin duda formaba parte del hechizo, porque ella parecía una bruja. La larga cabellera se desparramaba a sus espaldas, jugueteando como retorcidas lenguas de fuego rojo.
Rob no soportó la idea de que abriera los ojos y lo viera contemplándola, de modo que giró sobre sus talones y se alejó.
Una vez en el carromato, consideró tristemente el hecho de que el interior estaba demasiado lleno para llevar a Gershom tendido boca abajo. La única forma de hacer el espacio necesario consistía en abandonar la tarima.
Repasó las tres secciones y las miró fijamente, recordando la infinidad de veces que él y Barber habían trepado al pequeño escenario y entretenido al público. Luego se encogió de hombros, agarró una enorme piedra y aplastó la tarima para hacer leña. En el caldero había carbones, y con paciencia avivó el fuego al abrigo del carromato. En la creciente oscuridad alimentó las llamas con los fragmentos de la tarima.
No era verosímil que el nombre Anne Mary se trocara en Mary Margaret. Y aunque el pelo castaño de un bebé tuviese matices rojizos, no podía convertirse en aquella magnificencia cobriza, se dijo mientras Señora Buffington maullaba y se tendía a su lado, cerca del fuego, protegida del viento.
Promediaba la mañana del veintidós de octubre, y duros granizos blancos flotaban en el aire, volando a favor del viento y escociendo cuando chocaban con la piel desnuda.
– Es pronto para esta mierda -dijo Rob con tono taciturno a Simón, que había vuelto al pescante cuando a Gershom le cicatrizó la nalga y regresó a su caballo.
– No para los Balcanes -contestó Simón.
Ascendían vertientes más pronunciadas y escabrosas, en su mayor parte pobladas de hayas, robles y pinos, aunque con pendientes enteras peladas rocosas, como si una enfurecida deidad hubiese barrido parte de la montaña. Había diminutos lagos alimentados por altas cascadas que caían a plomo en gargantas profundas.
Delante de él, Cullen y su hija eran figuras gemelas, con sus sombreros y sus abrigos largos de piel de cordero, indiferenciables si Rob no hubiese vislumbrado la voluminosa figura del caballo negro sabiendo que se trataba de Mary.
La nieve no se acumulaba, y los viajeros hacían progresos esforzadamente, aunque no con bastante rapidez para el gusto de Kerl Fritta, que recorría de un lado a otro la línea de marcha, apremiándolos.