– Algo ha transmitido a Fritta el temor a Cristo -comentó Rob.
Simón le dedicó la mirada rápida y defensiva que Rob había notado entre los judíos cada vez que mencionaba a Jesús.
– Tiene que llevarnos a la ciudad de Gabrovo antes de las nevadas intensas. El camino a través de estas montañas es el gran desfiladero denominado Portal Balcánico, pero ya está cerrado. La caravana pasará el invierno en Gabrovo, en las proximidades de la entrada al portal. Cuenta con posadas y casas que albergan a los viajeros. Ninguna otra ciudad cercana al desfiladero es lo bastante grande para alojar una caravana tan numerosa como esta.
Rob asintió, y en seguida captó las ventajas de la situación.
– Puedo estudiar la lengua persa todo el invierno.
– No tendrás el libro -le advirtió Simón-. Nosotros no pararemos en Gabrovo con la caravana. Iremos a la ciudad de Tryavna, a corta distancia, donde hay judíos.
– Pero tengo que disponer del libro. ¡Y necesito tus lecciones!
Simón se encogió de hombros.
Esa noche, después de atender a Caballo, Rob fue hasta el campamento judío y encontró a sus integrantes examinando unas herraduras especialmente claveteadas. Meir le alcanzó una a Rob.
– Tendrías que encargar un juego para tu yegua. Las herraduras con este tipo de clavos evitan que el animal resbale en la nieve y el hielo.
– ¿Yo no puedo ir a Tryavna?
Meir y Simón intercambiaron una mirada; era evidente que ya habían hablado de él.
– No está en mi poder ofrecerte la hospitalidad de Tryavna.
– ¿Quién tiene ese poder?
– Los judíos de Tryavna reconocen la autoridad de un gran sabio, rabbennu Shlomo ben Eliahu.
– ¿Qué es un rabbennu?
– Un erudito. En nuestra lengua, rabbennu significa "nuestro maestro”, y es un tratamiento del máximo honor.
– Ese Shlomo, ese sabio, ¿es un hombre altanero, frío con los desconocidos, rígido e inabordable?
Meir sonrió y meneó la cabeza.
– Entonces, ¿no podría presentarme ante él y pedir que me permita estar cerca de vuestro libro y de las lecciones de Simón?
Meir miró a Rob y no fingió agrado ante la solicitud. Guardó silencio por un rato, pero cuando fue evidente que Rob estaba dispuesto a esperar indefinidamente su respuesta, suspiró y movió la cabeza de un lado a otro.
– Te llevaremos a ver al rabbennu.
Gabrovo era una ciudad desolada, compuesta por edificios provisionales de madera. Durante meses, Rob había anhelado una comida cocinada por otras manos, un fino manjar servido en la mesa de una taberna. Los judíos se detuvieron en Gabrovo para visitar a un mercader, el tiempo justo para que Rob fuese a una de las tres posadas. La comida resultó una terrible decepción; habían salado demasiado la carne, en un vano intento por ocultar que estaba echada a perder; el pan era duro y rancio, con agujeros por los que, sin la menor duda, habían pasado los gorgojos. El alojamiento era tan insatisfactorio como el precio. Si los otros dos hostales no eran mejores, un menudo invierno esperaba a los demás miembros de la caravana, pues todas las habitaciones disponibles estaban abarrotadas de jergones y los viajeros tendrían que dormir codo con codo.
Al grupo de Meir le llevó menos de una hora llegar a Tryavna, una población mucho más pequeña que Gabrovo. El barrio judío -un grupo de edificios con techo de paja, de maderos agrisados por el paso del tiempo, combinados como para reconfortarse mutuamente- estaba separado del resto de la ciudad por viñedos y campos pardos donde las vacas pastaban los tocones de las hierbas agostadas por el frío. Entraron en un patio con suelo de tierra, donde unos chicos se hicieron cargo de los animales.
– Será mejor que esperes aquí -dijo Meir a Rob.
La espera no fue larga. En breve, Simón fue a buscarlo y lo llevó a una las casas, donde bajaron por un oscuro pasillo que olía a manzanas y entraron en una habitación que como único mobiliario tenía una silla y una mesa cubierta de libros y manuscritos. La silla estaba ocupada por un anciano de barba y pelo blancos como la nieve, hombros redondeados y fuertes, papada laxa y grandes ojos castaños, acuosos a causa de la edad, aunque lograron penetrar hasta la esencia misma de Rob. No hubo presentaciones; fue lo mismo que comparecer ante un noble.
– Le hemos dicho al rabbennu que viajas a Persia y necesitas aprender la lengua de ese país para hacer negocios -dijo Simón-. El rabbennu preguntó si el placer del conocimiento no es razón suficiente para estudiar.
– A veces hay placer en el estudio -reconoció Rob, hablándole directamente al anciano-. Para mí, generalmente significa un trabajo arduo. Estoy aprendiendo la lengua de los persas porque abrigo la esperanza de que me permita obtener lo que deseo.
Simón y el rabbennu hablaron atropelladamente.
– Pregunta si siempre te muestras tan sincero. Le dije que eres lo bastante directo como para decirle a un agonizante que se está muriendo, y él me ha respondido: "Esa sinceridad es suficiente”.
– Dile que tengo dinero y le pagaré comida y albergue.
El sabio meneó la cabeza.
– Esto no es una posada. Quienes viven aquí deben trabajar -informó Shlomo ben Eliahu por boca de Simón-. Si el Inefable es misericordioso este invierno no tendremos necesidad de un cirujano barbero.
– No tengo por qué trabajar como cirujano barbero. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa útil.
El rabbennu hurgó y escarbó con sus largos dedos la blanca barba mientras reflexionaba. Finalmente, anunció su decisión.
– Toda vez que se declare que un animal sacrificado no es kosher -tradujo Simón-, llevarás la carne y se la venderás al carnicero cristiano de Cabrovo. Y el sábado, día en que los judíos no deben trabajar, atenderás los fuegos de las casas.
Rob vaciló. El judío anciano lo observó con interés, atrapado por el brillo de sus ojos.
– ¿Quieres decir algo? -murmuró Simón.
– Si los judíos no deben trabajar el sábado, ¿no estará el sabio condenando mi alma al decidir que yo lo haga?
El rabbennu sonrió al oír la traducción.
– Dice que confía en que no desees convertirte en judío, Rob J. Cole.
Rob movió la cabeza negativamente.
– Entonces dice que puedes trabajar sin temor durante el sábado judío y te da la bienvenida a Tryavna.
El rabbennu los llevó a donde dormiría Rob, en el fondo de un vasto establo vacuno.
– Hay velas en la casa de estudios. Pero no pueden traerse para aquí, donde hay heno seco -dijo severamente el rabbennu a través de Simón y de inmediato lo puso a limpiar los pesebres.
Aquella noche se tendió en la paja con la gata de guardia a sus pies como una leona. Señora Buffington lo abandonaba de vez en cuando para aterrorizar a un ratón, pero siempre volvía. El establo era un palacio oscuro y húmedo, entibiado hasta hacerlo cómodo por los grandes cuerpos bovinos, en cuanto Rob se acostumbró al continuo mugido y el dulce hedor de excrementos de vaca, durmió contento.
El invierno llegó a Tryavna tres días después que Rob. Comenzó a nevar durante la noche, y los dos días siguientes alternaron entre una amarga lluvia empujada por el viento y gordos copos que flotaban, semejantes a dulkaidos del cielo. Cuando dejó de nevar, le dieron una gran pala de madera y ayudó a quitar los montones de nieve acumulada ante todas las puertas. Se había puesto un sombrero judío de cuero, que encontró en una percha del establo. Por encima de él, las acechantes montañas brillaban blancas bajo el sol, y el ejercicio en medio del aire frío le infundió optimismo.
Cuando terminó de quitar la nieve, no tenía otro trabajo y estaba autorizado a ir a la casa de estudios, un edificio de madera en el que se colaba el frío, combatido por un lamentable fuego simbólico tan inadecuado que no era difícil que se olvidaran de alimentarlo. Los judíos estaban sentados alrededor de unas mesas rústicas y estudiaban hora tras hora, discutiendo en voz alta, a veces ásperamente.