Rob asintió.
De noche, en su lecho de paja, repasaba palabras y costumbres nuevas, y antes de que el sueño lo venciera recordaba una frase, un fragmento de un bendición, un gesto, una pronunciación, una expresión de éxtasis en un rostro durante la oración, y lo almacenaba en su mente para cuando llegara un día en que lo necesitara.
– Debes mantenerte apartado de la nieta del rabbennu -dijo Meir, ceñudo.
– No tengo interés por ella.
Habían transcurrido unos días desde que hablaran en la vaquería, y no había vuelto a acercarse a ella. En verdad, la noche anterior había soñado con Mary Cullen, y al alba despertó con los ojos ardientes, atónitos, tratando de recordar los detalles del sueño.
Meir asintió y desarrugó la cara.
– Bien. Una de las mujeres notó que ella te observaba con mucho interés y se lo dijo al rabbennu. Él me pidió que hablara contigo.-Meir se apoyó el índice en la nariz-. Una palabra serena a un hombre sensato vale más que un año de súplicas a un tonto.
Rob estaba alarmado, perturbado, pues debía permanecer en Tryavna para estudiar las costumbres de los judíos y el parsi.
– Yo no quiero tener problemas por una mujer.
– Claro que no. -Meir suspiró-. El problema es la chica, que ya debería estar casada. Desde la infancia ha estado prometida a Reb Meshull ben Moses, el nieto de Reb Baruch ben David. ¿Conoces a Reb Baruch? ¿El hombre alto y delgado? ¿De cara larga? ¿De nariz angosta y puntiaguda que se sienta más allá del fuego en la casa de estudios?
– Ah, sí. Un anciano de ojos feroces.
– Ojos feroces porque es un feroz erudito. Si el rabbennu no fuese el rabbennu, Reb Baruch ocuparía su puesto. Siempre fueron estudiosos rivales e íntimos amigos. Cuando sus nietos eran bebés, acordaron su matrimonio con gran júbilo, para unir a las dos familias. Luego tuvieron una terrible disputa que puso fin a su amistad.
– ¿Por qué disputaron? -preguntó Rob, que empezaba a sentirse cómodo en Tryavna como para gozar de algún chismorreo.
– Sacrificaron un toro joven en sociedad. Ahora bien; debes comprender que nuestras leyes del kashrulh son antiguas y complicadas, con reglas e interpretaciones acerca de cómo deben y no deben ser las cosas. En el morro de la res se descubrió una mancha insignificante. El rabbennu citó precedentes según los cuales esa mancha podía pasarse por alto, pues en modo alguno estropeaba la carne. Reb Baruch citó otros precedentes indicativos de que la carne estaba echada a perder por causa de la mancha, y que no podía comerse. Insistió en que a él le asistía la razón y se ofendió con el rabbennu por haber puesto en duda sus conocimientos.
“Discutieron hasta que el rabbennu perdió la paciencia. "Cortemos al mal por la mitad -propuso-. Yo cogeré mi porción y que Baruch haga lo que quiera con la suya.”
“Cuando llevó la mitad del toro a casa, tenía la intención de comérsela pero después de meditar, se lamentó: “¿Cómo puedo comer la carne de este animal? ¿Una mitad está en la basura de Baruch y yo debo comerme la otra aquí?". A continuación, también arrojó su mitad de la res a la basura.
“Después de lo ocurrido, se oponían constantemente. Si Reb Baruch decía blanco, el rabbennu decía negro; si el rabbennu decía carne, Reb Baruch decía leche. Cuando Rohel tenía doce años y medio, la edad en que sus padres debían haber empezado a hablar seriamente sobre la boda, las familias no movieron un dedo porque sabían que cualquier reunión culminaría con una rencilla entre ambos ancianos. Entonces el joven Reb Meshullum, el novio en ciernes, hizo su primer viaje de negocios al extranjero con su padre y los hombres de la familia. Viajaron a Marsella con un surtido de teteras y allí permanecieron casi un año, traficando y obteniendo buenos beneficios. Contando el tiempo que tardaron en los viajes, estuvieron fuera dos años, hasta que regresaron el verano pasado, trayendo un cargamento de fina ropa francesa bien confeccionada. Y todavía las dos familias, distanciadas por los abuelos, siguen sin concretar el matrimonio.
“Ahora es del dominio público que la infortunada Rohel puede considerarse una agunah, una esposa abandonada. Tiene pechos pero no da de mamar a ningún bebé; es una mujer pero no tiene marido, y todo esto se ha convertido en un escándalo mayúsculo.
Coincidieron en que sería mejor que Rob evitara la vaquería durante las horas de ordeño.
Estaba bien que Meir le hubiese hablado, pues no sabía qué podría haber ocurrido si no le hubiese hecho ver claramente que la hospitalidad incondicional de los judíos no incluía el disfrute de sus mujeres. Por la noche sufrió torturadas y voluptuosas visiones de muslos largos y plenos, cabellos rojos y pechos pálidos con pezones como bayas. Estaba seguro de que los judíos tenían una oración para pedir perdón por la simiente derramada -tenían una para todas las cosas-, pero él no sabía ninguna y ocultó la evidencia de sus poluciones debajo de paja fresca, e intentó dedicar todas sus energías al trabajo.
Era difícil. A su alrededor reinaba una hormigueante sexualidad estimulada por la religión. Consideraban una bendición especial hacer el amor la víspera del sábado, por ejemplo, lo que tal vez explicaba por qué les gustaba tanto el final de la semana. Los jóvenes hablaban libremente de esos temas; Si murmuraban acerca de si una esposa era intocable. A los matrimonios judíos se les prohibía copular durante doce días después del inició de la menstruación, o siete días después de su término. La abstinencia no terminaba hasta que la esposa se purificaba mediante la inmersión en el pozo ritual, que se llamaba mikva.
Se trataba de un aljibe bordeado de ladrillos, en una caseta de baños levantada sobre un manantial. Simón le contó a Rob que para que fuese ritualmente correcta, el agua del mikva debía provenir de una fuente natural o del río. El mikva era para la purificación simbólica, no para la higiene. Los judíos se bañaban en casa, pero todas las semanas, antes del sábado, Rob se sumaba a los varones en la caseta de baño, que sólo contenía el aljibe y un gran fuego rugiente, en un hogar redondo sobre el que colgaban calderos con agua hirviendo. Bañándose desnudos entre vapores y con el ambiente caldeado, competían por el privilegio de volcar agua sobre el rabbennu, mientras lo interrogaban sin parar.
– ¡Shi-ailah, Rabbenu, shi-ailah! ¡Una pregunta, una pregunta!
La respuesta del Shlomo ben Elaiahu a cada cuestión era deliberada y reflexiva, llena de citas y precedentes eruditos, a veces traducidas por Simón Meir para Rob con excesivo detalle.
– Rabbennu, ¿está de verdad escrito en el Libro de los Consejos que todo hombre debe consagrar a su hijo mayor a siete años de estudios avanzado? El rabbennu, en cueros, exploró meditativamente su ombligo, se tiró de una oreja, y enredó sus dedos largos y pálidos en su nívea barba.
– No esta así escrito, hijos míos. Por un lado -dejó asomar el pulgar derecho-, Reb Hananel ben Ashi, de Leipzig, era de esa opinión. Por otro -dejó asomar el pulgar izquierdo-, de acuerdo con el rabbennu Jose ben Eliakim, de Jaffa, esto sólo se aplica a los primogénitos varones de sacerdotes y levitas. Pero -empujó hacía ellos el vapor con ambas palmas- esos dos sabios vivieron hace cientos de años. Hoy somos hombres modernos, entendemos que el aprendizaje no sólo corresponde al primer nacido, porque eso equivaldría a tratar a los demás hijos varones como mujeres. Hoy estamos acostumbrados a que todos los jóvenes dediquen su decimocuarto decimoquinto y decimosexto año al estudio avanzado del Talmud, de doce a quince horas diarias. Después, los pocos que sean llamados pueden dedicar su vida a los estudios, en tanto los demás pueden entrar en los negocios y estudiar sólo seis horas diarias a partir de entonces.