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Bien. La mayoría de las preguntas que le eran traducidas al Otro, no correspondían a la índole que hacía palpitar su corazón y ni siquiera, en realidad, mantenían su atención constante. Sin embargo, Rob disfrutaba del viernes por la tarde en la caseta de baños, y nunca en su vida se había sentido tan cómodo entre hombres desnudos. Quizá esto tuviera algo que ver con su miembro circunciso. Si hubiese estado entre sus paisanos, esa particularidad habría dado lugar a groseras miradas, burlas, preguntas y especulaciones obscenas. Una flor exótica que crece sola es una cuestión, pero es muy distinta cuando está rodeada por todo un campo de flores de configuración similar.

En la caseta de baños, los judíos eran pródigos a la hora de alimentar el fuego, y a Rob le gustaba la combinación de humo de madera y humedad vaporosa, la picazón del fuerte jabón amarillo cuya manufactura era supervisada por la hija del rabbennu, y la cuidadosa mezcla de agua hirviendo y agua fría del manantial, a fin de crear una agradable tibieza para el baño.

EL INVIERNO EN LA CASA DE ESTUDIOS

Esa Navidad fue la más extraña de sus veintiún años de vida. Barber no se había educado como un auténtico creyente, pero el ganso y el budin, el mordisqueo al queso con manteca de cerdo, las canciones, el brindis, la palmada festiva en la espalda… eran parte integrante de él, y aquel año sintió una profunda soledad. Los judíos no pasaron por alto ese día por mala fe: Jesús no pertenecía a su mundo, sencillamente. Sin duda Rob podría haber encontrado una iglesia, pero no la buscó. Curiosamente, el hecho de que nadie le deseara feliz Navidad, le infundió un sentimiento cristiano como jamás lo había experimentado.

Una semana después, en el amanecer del año de Nuestro Señor 1032, tumbado en su lecho de paja, pensó en qué se había convertido, y a dónde lo llevaría eso. En sus andanzas por la Isla Británica se había creído un gran viajero, pero ya había recorrido una distancia mayor que la que abarcaba todo su suelo natal, y aún se extendía ante él un interminable mundo desconocido.

Los judíos celebraron ese día, ¡pero porque había luna nueva, no porque comenzase un nuevo año! Se enteró, perplejo, que según su impío calendario promediaba el año 492.

Aquel era un país de nieves. Dio la bienvenida a cada nevada, y en breve fue un hecho aceptado que después de cada tormenta el robusto cristiano, con su gran pala de madera, realizara el trabajo de varios hombres corrientes. Aquella era su única actividad física. Cuando no estaba quitando nieve aprendía parsi. Ya se hallaba lo bastante adelantado como para poder pensar mentalmente en la lengua de los persas. Algunos judíos de Tryavna habían visitado Persia, y siempre que pescaba a alguno, Rob le hablaba en parsi.

– El acento, Simón. ¿Cómo va mi acento? -preguntó, irritando a su profesor.

– El persa que quiera reírse, se reirá -le espetó Simón-, porque para ellos tú serás un extranjero. ¿O esperas un milagro?

Los judíos presentes en la casa de estudios intercambiaron sonrisas por lo bobo que era aquel goy gigantesco. "Que sonrían”, pensó; él los consideraba un objeto de estudió más interesante que él para ellos. Por ejemplo, en seguida supo que Meir y su grupo no eran los únicos forasteros en Tryavna. Muchos de los que iban a la casa de estudios eran viajeros que esperaban a que amainaran los rigores del invierno balcánico. Para su sorpresa, Meir le dijo que ninguno pagaba una sola moneda a cambio de más de tres meses de comida y albergue.

– Este es el sistema que permite a mi pueblo comerciar entre una y otra nación -explicó-. Ya has visto lo difícil y peligroso que es viajar por el mundo, pero todas las comunidades judías envían mercaderes al exterior.

"En cualquier población judía de cualquier tierra, cristiana o musulmana todo viajero judío es recibido por los judíos, que le dan comida y vino, un lugar en la sinagoga, un establo para su caballo. Todas las comunidades tienen hombres en lugares del extranjero, sustentados por otros judíos. Y el año venidero, el anfitrión será huésped.

Los forasteros encajaban rápidamente en la vida de la comunidad, hasta el punto de disfrutar con las comidillas locales. Así fue como una tarde, en la casa de estudios, mientras conversaba en lengua persa con un judío de Anatolia llamado Ezra el Herrador -¡cotilleos en parsi!-, Rob se enteró de que a la mañana siguiente tendría lugar una dramática confrontación. El rabbenu hacía las veces de shohet, matarife de la comunidad. En efecto, sacrificaría dos bestias jóvenes de su ganado mayor. Un reducido grupo de los más prestigiosos sabios de la comunidad harían de mashgiot, o inspectores rituales, que se ocupaban de que durante la matanza se observara hasta el último detalle de su compleja ley. Y como mashgah, durante el sacrificio, presidiría el antaño amigo y hogaño antagonista del rabbenu, Reb Baruch ben David.

Aquella noche Meir dio a Rob una lección sobre el Levítico. Estos era los animales que los judíos podían comer de entre todos los que habitaba la tierra: cualquiera que rumia y tiene la pezuña hendida, incluyendo oveja, vaca, cabra y venado. Entre los animales tref -no kosher- estaban los caballos, burros, camellos y cerdos.

De las aves, estaban autorizados a comer palominos, gallinas, palomas domésticas, patos domésticos y gansos domésticos. Entre los seres alados prohibidos estaban las águilas, avestruces, buitres, milanos, cuclillos, cisnes, cigüeñas, búhos, pelícanos, avefrías y murciélagos.

– En mi vida he paladeado una carne tan sabrosa como la de un polluelo de cisne primorosamente mechado, envuelto en cerdo salado y luego asado lentamente al fuego.

Meir parecía ligeramente asqueado.

– Aquí no lo comerás -dijo.

El día siguiente amaneció claro y frío. La casa de estudios estaba casi desierta después del shaharit, la primera oración ritual. Por la mañana, muchos se acercaron al corral del rabbennu para presenciar la shehitah, la matanza ritual. El aliento de los asistentes formaba pequeñas nubes que flotaban en el aire quieto y helado.

Rob estaba con Simón. Se produjo una leve agitación cuando llegó Reb Aruch ben David con el otro mashglah, un anciano encorvado, de nombre Reb Samson ben Zanvil, cuyo rostro era adusto y resuelto.

– Es mayor que Reb Baruch y que el rabbenu, aunque no tan docto -susurró Simón-. Ahora teme quedarse atrapado entre ambos si se plantea una disidencia.

Los cuatro hijos del rabbenu condujeron al primer animal desde el establo: un toro negro de lomo oscuro y pesados cuartos traseros. Mugiendo, el toro agitó la cabeza y pateó el suelo. Tuvieron que pedir ayuda a los mirones para dominarlo con cuerdas, mientras los inspectores examinaban cada milímetro de su cuerpo.

– La más mínima herida o rasguño en la piel lo descalificará como animal de carne -dijo Simón.

– ¿Por qué?

Simón lo miró, fastidiado.

– Porque lo dice la ley -respondió.

Finalmente satisfechos, condujeron al toro a un pesebre lleno de dulce heno. El rabbenu cogió una larga cuchilla.

– Fíjate en el extremo romo y cuadrado de la cuchilla -dijo Simón-. No tiene punta, para evitar la posibilidad de que rasgue el pellejo del animal, pero la cuchilla esta afilada como una navaja.

Seguían observando en medio del frío, pero nada ocurría.

– ¿Qué están esperando? -susurró Rob.

– El momento exacto, porque el animal tiene que estar inmóvil en el instante del corte mortal -explicó Simón-, pues de lo contrario no sería kosher.

Y mientras lo decía, la cuchilla centelleó. Un solo golpe limpio cercenó gaznate y, con él, la traquea y las arterias carótidas. A continuación brotó un chorro rojo y el toro perdió el conocimiento cuando se cortó el suministro de sangre en el cerebro. Los ojos se empañaron y el animal cayó de rodillas; al cabo de un instante, estaba muerto.