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– Los primeros maestros de Mahoma fueron judíos y monjes sirio-cristianos. Cuando él informó por vez primera de que el arcángel Gabriel le había visitado, que Dios le había nombrado su profeta y le había dado instrucciones de fundar una religión nueva y perfecta, esperaba que sus viejos amigos lo siguieran en tropel, dando gritos de alegría. Pero los cristianos prefirieron su propia religión y los judíos, sobrecogidos y amenazados, se sumaron activamente a los que rechazaban las prédicas de Mahoma. No los perdonó en toda su vida, y habló y escribió sobre ellos injuriosamente.

Los conocimientos de Simón hacían que el Corán cobrara vida para Rob. Ya iba por la mitad del libro y se afanaba en los estudios, sabedor que en breve reanudarían el viaje. Al llegar a Constantinopla, él y el grupo de Meir seguirían caminos diferentes, lo que, además de separarlo de su maestro Simón, lo privaría del libro, y esto era lo más importante. El Corán desprendía insinuaciones de una cultura remota, y los judíos de Tryavna daban a entender que iba a descubrir un estilo de vida diferente. De niño creía que Inglaterra era el mundo, pero ahora sabía que existían otros pueblos. En algunos rasgos eran semejantes, pero diferían en cuestiones importantes.

El encuentro en la matanza ritual había reconciliado a rabbenu con Reb Baruch ben David, y sus familias comenzaron de inmediato a planear la boda de Rohel con el joven Res Meshullum ben Nathan. El barrio judío era un hervidero de bulliciosa actividad. Los dos ancianos iban de un lado a otro, de buen humor, a menudo juntos.

El rabbennu regaló a Rob el viejo sombrero de cuero y le dejó para que estudiara, un artículo del Talmud. El libro hebreo de las leyes había sido traducido al parsi. Aunque Rob agradeció la posibilidad de ver en la lengua persa otro documento, el significado de ese texto estaba fuera de su alcance. El documento se ocupaba de una ley llamada shaatnez: aunque se permitía a los tíos usar lino y lana, no se les permitía mezclar ambas fibras, y Rob no podía entender por qué.

Cada vez que lo preguntó, su interlocutor manifestaba ignorarlo o se encogía de hombros y decía que era la ley.

Ese viernes, desnudo en la vaporosa caseta de baños, Rob reunió valor mientras los hombres rodeaban al sabio.

– Shi-ailah, Rabbenu, shi-ailah -gritó. “¡Una pregunta, una pregunta!” El rabbenu dejó de enjabonar la prominencia de su barriga, sonrió al goy extranjero y luego habló.

– Ha dicho: "Pregunta, hijo mío”-dijo Simón.

– Tenéis prohibido comer carne con leche. Tenéis prohibido usar lino con lana. La mitad del tiempo tenéis prohibido tocar a vuestras mujeres. ¿Por qué hay tantas cosas prohibidas?

– Para alimentar la fe -respondió el rabbenu.

– ¿Por qué Dios impone exigencias tan extrañas a los judíos?

– Para separarnos de vosotros -dijo el rabbenu, pero sus ojos chispearon y no había malicia en sus palabras.

Rob bufó cuando Simón le echó agua en la cabeza.

Todos participaron cuando Rohel, nieta del rabbenu, contrajo matrimonio con Meshullum, nieto de Reb Baruch, el segundo viernes del mes.

Esa mañana, muy temprano, todos se reunieron a las puertas de la casa de Daniel ben Shlomo, padre de la novia. En el interior, Meshullum pagó por la novia el digno precio de quince piezas de oro. Se firmó el ketubah o contrato matrimonial, y Reb Daniel presentó una abultada dote, regalando el precio de la novia a la pareja y añadiendo otras quince piezas de oro, un carro y una yunta de caballos. Nathan, el padre del novio, dio a la afortunada pareja un par de vacas lecheras. Al salir de la casa, una radiante Rohel pasó junto a Rob como si este fuera invisible.

Toda la comunidad escoltó a la pareja a la sinagoga, donde recitaron siete bendiciones bajo un toldo. Meshullum pisoteó un frágil cristal para ilustrar que la felicidad es transitoria y que los judíos no deben olvidar la destrucción del Templo. Después fueron marido y mujer y se inició un largo día de celebraciones. Un flautista, un pifanista y un tamborilero interpretaron música, y los judíos cantaron vigorosamente: Mi amado descendió a su huerto, a las eras de los aromas, para apacentar en los huertos y para coger los lirios.

Simón le dijo a Rob que era un párrafo de las Escrituras. Los dos abuelos extendieron sus brazos jubilosos, chasquearon los dedos, cerraron los ojos, echaron las cabezas hacía atrás y danzaron. Las celebraciones de la boda duraron hasta las primeras horas de la madrugada. Rob comió demasiada carne y sabrosos pasteles, y bebió en exceso.

Aquella noche dio vueltas y vueltas en su camastro de paja, en la oscura calidez del establo, con la gata a sus pies. Recordó a la rubia de Gabrovo cada vez con menos asco, y se obligó a quitarse de la cabeza a Mary Cullen.

Pensó con resentimiento en el flacucho Meshullum, que en ese momento yacía con Rohel, y abrigó la esperanza de que sus prodigiosos conocimientos le permitieran apreciar tan buena fortuna.

Despertó mucho antes del alba y sintió, más que oyó, los cambios operados en su mundo. Después de volver a dormir y despertar y levantarse de la cama, los sonidos eran claramente audibles: un goteo, un tintineo, un torrente, un bramido que crecía de volumen a medida que el hielo y la nieve cedían y se unían a las aguas de la tierra abierta, barriendo las laderas montañosas y anunciando la llegada de la primavera.

Cuando murió la madre de Mary Cullen, su padre le dijo que él guardaría luto a Jura Cullen por el resto de sus días. Mary dijo, de buena gana, que también ella llevaría luto riguroso y evitaría los placeres públicos, pero cuando el dieciocho de marzo se cumplió un año, comunicó a su padre que había llegado la hora de que volvieran a la rutina de la vida corriente.

– Yo seguiré yendo de negro-dijo James Cullen.

– Yo no -contestó ella, y él asintió.

Mary había llevado consigo todo el tiempo una pieza de paño de lana ligero, hilado con sus propios vellones, y averiguó infatigablemente hasta encontrar una costurera fina en Gabrovo. La mujer aceptó el trabajo cuando le transmitió qué quería, pero indicó que convenía teñir el paño -de un color natural indescriptible- antes de cortarlo. Las raíces de la planta rubia darían matices rojos, pero con sus cabellos la haría destacarse como un faro. El centro de la madera de roble daría gris, pero después de su dieta de negro el gris le parecía deprimente. La corteza de arce o de zumaque virarían al amarillo o el naranja, colores muy frívolos. Tendría que ser marrón.

– Toda mi vida he usado marrón cáscara de avellana -se quejó a su padre.

Al día siguiente él le llevó un pequeño bote con una pasta amarillenta, tono semejante al de la mantequilla rancia.

– Es tintura, y escandalosamente cara.

– No es un color que yo admire -dijo ella prudentemente.

James Cullen sonrió.

– Ese color se llama añil o índigo. Se disuelve en agua y debes cuidar que no te toque las manos. Cuando se saca el paño húmedo del agua amarillenta, cambia de color en el aire y, a partir de ese momento, el tinte es rápido.

Produjo un paño azul marino, tan espléndido como nunca había visto otro; la costurera cortó y cosió un vestido y una capa. Mary estaba contenta con su nueva indumentaria, pero la dobló y la apartó hasta la mañana del diez de abril, día en que los cazadores volvieron a Gabrovo con la noticia de que ya estaba abierto el camino de la montaña.

A primera hora de la tarde, la gente que estaba esperando el deshielo en el campo comenzó a acudir deprisa a Gabrovo, el punto de partida hacia el gran desfiladero conocido como Portal de los Balcanes. Los proveedores instalaron sus mercancías y comenzaron a llegar las multitudes, vociferando su derecho a comprar provisiones.

Mary tuvo que darle dinero a la mujer del posadero para convencerla de que calentara agua al fuego en un momento tan ajetreado, y la subiera a las cámaras donde dormían las mujeres. Primero Mary se arrodilló, metió la cabeza en la cuba de madera y se lavó el pelo, ahora largo y recio como la lluvia invernal; luego se metió en cuclillas en la cuba y se frotó hasta quedar brillante.