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Se vistió con la ropa recién hecha y fue a sentarse afuera. Mientras se pasaba un peine de madera por los cabellos, para que se secaran dulcemente bajo el sol, vio que la calle principal de Gabrovo estaba llena de carros y caballos. Poco después, una numerosa partida de jinetes delirantemente borrachos atravesó la ciudad al galope, haciendo caso omiso de los estragos causados por los atronadores cascos de sus cabalgaduras. Un carro volcó cuando los caballos se espantaron, con los ojos blancos de terror. Mientras los hombres maldecían y luchaban para contener las riendas, y los caballos piafaban acobardados, Mary entró corriendo, antes de que se le secara el pelo.

Tenía sus pertenencias preparadas cuando apareció su padre con el sirviente Seredy.

– ¿Quiénes eran esos hombres que pasaron tempestuosamente? -preguntó.

– Se dan el nombre de caballeros cristianos -replicó fríamente su padre-. Eran cerca de ochenta, franceses de Normandía que van en peregrinaje a Palestina.

– Son muy peligrosos, señora -dijo Seredy-. Usan cotas de malla pero llevan carros repletos de armaduras. Siempre están embriagados y -desvió la vista- abusan de las mujeres. No debéis moveros de nuestro lado, señora.

Mary le dio las gracias seriamente, pero la idea de tener que depender de Seredy y de su padre para que la protegieran de ochenta caballeros bebidos y brutales, de no ser tan siniestra, le habría provocado una sonrisa.

La protección mutua era la mejor razón para viajar en una caravana numerosa, y en un abrir y cerrar de ojos cargaron los animales y los condujeron a un gran campo del límite este de la ciudad, donde se estaba reuniendo la caravana. Al pasar junto al carro de Kerl Fritta, Mary vio que este ya había montado una mesa y hacía buenos negocios de reclutamiento.

Fue una especie de regreso al hogar, pues se acercaron a saludarlos muchas personas que habían conocido en la etapa anterior del viaje. Los Cullen encontraron su lugar hacía la mitad de la línea de marcha, pues muchos viajeros nuevos formaban fila detrás.

Todo el tiempo vigiló atentamente, pero era casi de noche cuando divisó el grupo que estaba esperando. Los mismos cinco judíos con quienes había dejado la caravana, volvieron a caballo. Detrás vio a la pequeña yegua. Rob J. Cole condujo el estrafalario carromato hacía ella, que repentinamente notó que el corazón se le saltaba del pecho.

Él tenía tan buen aspecto como siempre, y parecía contento de estar de vuelta Saludo a los Cullen tan alegremente como si él y ella no se hubieran enfadado la ultima vez que se encontraron.

Cuando Rob terminó de atender a su yegua y entró en su campamento, Mary consideró un gesto de buena vecindad mencionar que a los mercaderes locales les quedaba muy poco para vender, por si anduviera escaso de provisiones.

Rob le dio las gracias amablemente, pero dijo que había comprado todo lo que necesitaba en Tryavna, sin la menor dificultad.

– ¿Vos tenéis lo suficiente?

– Sí, porque mi padre fue de los primeros en comprar.

Le fastidiaba que él no hubiese mencionado todavía la capa y el vestido nuevos, aunque la estudió durante largo tiempo.

– Tienen el matiz exacto de vuestros ojos -dijo, finalmente.

Ella no estaba segura, pero lo interpretó como un cumplido.

– Gracias -dijo gravemente, y como su padre se aproximaba, se obligó a dar media vuelta para supervisar cómo montaba la tienda Seredy.

Transcurrió otro día sin que la caravana partiera, y en toda la línea de marcha se oían protestas. Su padre fue a ver a Fritta, y al volver dijo que el conductor de la caravana estaba esperando que partieran los caballeros normandos.

– Ya han causado muchos desmanes y Fritta prefiere, sensatamente, tenerlos delante para que no nos acosen por la retaguardia.

Pero a la mañana siguiente los caballeros seguían allí y Fritta decidió que habían esperado demasiado. Dio la señal de partida de la caravana hacia la larga y ultima etapa que los llevaría a Constantinopla; más tarde, la ola de movimiento llegó a los Cullen. El otoño anterior habían seguido a un joven matrimonio franco con dos hijos pequeños. La familia había pasado el invierno fuera de la ciudad de Gabrovo y tenía la declarada intención de sumarse de nuevo a la caravana, pero no apareció. Mary sabía que algo terrible tenía que haberle ocurrido, y rogó a Cristo que protegiera a aquellas gentes.

Ahora cabalgaba detrás de dos hermanos franceses obesos, que habían dicho a su padre que abrigaban la esperanza de hacer fortuna comprando alfombras turcas y otros tesoros. Mascaban ajo por razones de salud y, con frecuencia, se volvían en la silla para contemplar estúpidamente su cuerpo. A Mary se le ocurrió que, conduciendo su carro detrás, el joven cirujano barbero también debía de observarles, y de vez en cuando era lo bastante pícara para mover las caderas más de lo que exigían los movimientos del caballo.

La gigantesca culebra de viajeros se acercó sinuosamente al desfiladero que llevaba a través de las altas montañas. La escarpada ladera se perdía bajo la tortuosa huella hasta el centelleante río, hinchado por la fusión de las nieves aprisionadas durante todo el invierno.

Al otro lado del gran desfiladero se alzaban estribaciones que, gradualmente, se transformaban en colinas onduladas. Esa noche durmieron en un vasta llanura de vegetación arbustiva. Al día siguiente, viajaron rumbo al sur y resultó evidente que el Portal de los Balcanes separaba dos climas singulares, porque una vez traspuesto el desfiladero, el aire era más suave y se volvía más cálido a medida que avanzaban.

Por la noche hicieron alto en las afueras de Gornya. Acamparon en un plantación de ciruelos, con permiso de los campesinos, que vendieron a algunos hombres un ardiente licor de ciruelas, además de cebollas tiernas y una bebida de leche fermentada, tan espesa que había que tomarla con cuchara. Muy temprano, a la mañana siguiente, Mary oyó retumbar un trueno distante que, rápidamente, aumentó de volumen, y en breve los gritos salvajes de unos hombres se integraron en el estruendo.

Cuando salió de la tienda, vio que la gata blanca había salido del carromato del cirujano barbero y estaba paralizada en el camino. Los caballeros franceses pasaron como demonios en una pesadilla, y la gata se perdió en una nube de polvo, aunque no antes de que Mary viera lo que habían hecho los primeros cascos. No tuvo conciencia de haber gritado, pero supo que corrió a toda velocidad hacia el camino antes de que se asentara el polvo.

Señora Buffington ya no era blanca. La gata yacía pisoteada en el polvo, Mary levantó su pobre cuerpecillo quebrado. En ese momento se dio cuenta de que él había bajado del carromato y estaba a su lado.

– Se estropeará el vestido nuevo con la sangre -dijo Rob bruscamente, pero su cara pálida dejaba traslucir su aflicción.

Cogió a la gata y una pala, y se alejó del campamento. A su vuelta, Mary no se le acercó pero desde lejos notó que tenía los ojos enrojecidos. Enterrar a un animal muerto no era lo mismo que dar sepultura a una persona, pensó Mary, no le pareció extraño que Rob fuese capaz de llorar por un gato. A pesar de su talla y su fuerza, lo que le atraía de él era aquella especie de vitalidad vulnerable.

Los días siguientes lo dejó estar. La caravana cambió la orientación sur y volvió a girar al este, pero el sol seguía brillando, más caliente cada día. Mary ya había comprendido que la nueva indumentaria que le confeccionaron en Gabrovo era sobre todo una molestia, pues hacía demasiado calor para vestir lana. Revolvió su guardarropa de verano en el equipaje, y encontró algunas prendas ligeras, aunque demasiado finas para viajar, pues en seguida se estropearían. Se decidió por ropa interior de algodón y un vestido basto en forma de saco, al que dio un mínimo de forma atándose un cordón en la cintura. Se tocó con un sombrero de cuero de ala ancha, aunque ya tenía pecosas las mejillas y la nariz.