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Aquella mañana, cuando desmontó de su caballo y echó a andar para hacer ejercicio, como solía, él le sonrió.

– Subid conmigo en el carromato.

Mary lo hizo sin el menor aspaviento. Esta vez no se produjo ninguna comodidad; sólo sintió el placer de ir en el pescante a su lado.

Rob metió la mano detrás del asiento para buscar su sombrero de cuero, que era igual al que usaban los judíos.

– ¿De dónde lo sacasteis?

– Me lo dio el hombre santo de Tryavna.

Al rato notaron que el padre de ella le dedicaba una mirada tan torva que los dos soltaron una carcajada.

– Me sorprende que os permita visitarme -dijo.

– Lo he convencido de que sois inofensivo.

Se miraron, encantados. La cara de él era de bellas facciones, pese al aspecto escasamente favorecedor de su nariz rota. Mary comprendió que, por impasibles que permanecieran sus rasgos, la clave de los sentimientos de Rob estaba en sus ojos, profundos y serenos, de alguna manera mayores que él mismo. Percibió en ellos una gran soledad, equiparable a la propia. ¿Cuántos años tenía? ¿Veintiuno? ¿Veintidós?

Mary notó, sobresaltada, que él estaba hablando de la meseta de labranza por la que pasaban.

– …en su mayoría frutales y trigo. Aquí los inviernos tienen que ser cortos y benignos, porque el cereal está avanzado -dijo, pero ella no se dejó llevar por la intimidad que habían alcanzado en los últimos momentos.

– Os odié aquel día en Gabrovo.

Otro hombre habría protestado o sonreído, pero él no abrió los labios.

– Por aquella eslava. ¿Cómo pudisteis ir con ella? También la detesté.

– No desperdiciéis vuestro odio con ninguno de los dos, pues ella era una mujer digna de lástima y yo no la toqué. Veros a vos me estropeó esa posibilidad -dijo, sencillamente.

Ella no dudó de que le decía la verdad, y algo cálido y triunfal creció en su interior como una flor.

Ahora podían hablar de fruslerías: la ruta, la forma en que debían conducirse los animales para que resistieran, la dificultad de encontrar madera para hacer fuego y cocinar. Fueron juntos toda la tarde; hablaron tranquilamente de todo, excepto de la gata blanca y de sí mismos. Los ojos de él le decían otras cosas sin palabras.

Mary lo sabía. Estaba asustada por diversas razones, pero no habría cambiado ningún lugar de la tierra por el asiento del incómodo y traqueteante carromato bajo el sol abrasador, a su lado.

Bajó obedientemente, pero reacia, cuando por fin la voz perentoria de su padre la llamó.

De vez en cuando, adelantaban a un pequeño rebaño de ovejas, en su mayoría sucias y mal cuidadas, pero Cullen se detenía invariablemente para inspeccionarlas e iba con Seredy a interrogar a los propietarios. En todos los casos, los pastores le aconsejaban que si buscaba ovejas auténticamente maravillosas fuera más allá de Anatolia.

A principios de mayo estaban a una semana de viaje de Turquía, y James Cullen no hacía el menor esfuerzo por ocultar su excitación. Su hija vivía una excitación propia, pero hacía todos los esfuerzos posibles por ocultársela. Aunque siempre se presentaba la oportunidad de esbozar una sonrisa y dedicar una mirada en dirección al cirujano barbero, a veces se obligaba a estar alejada de él dos días seguidos, pues temía que si su padre notaba sus sentimientos le ordenara no acercarse a Rob Cole.

Una noche que Mary estaba limpiando, después de cenar, apareció Rob en su campamento. Inclinó la cabeza ante ella y se acercó directamente a su padre, con un frasco de aguardiente en la mano, como ofrenda de paz.

– Siéntate -dijo James Cullen a regañadientes.

Pero después de compartir unos tragos se volvió amistoso, sin duda porque era agradable conversar en inglés, pero también porque resultaba difícil no tomarle simpatía a Rob J. Cole. Poco después, estaba hablando a su visitante de lo que les esperaba.

– Me han hablado de una raza de ovejas orientales, delgadas y de lomo estrecho, pero con unos rabos y unas patas traseras tan gordas, que el animal puede vivir de las reservas acumuladas si escasea la comida. Sus corderos tienen un vellón sedoso, de lustre insólito. ¡Espera un momento, hombre, déjame que te lo muestre!

Desapareció en la tienda y volvió con un gorro de piel de cordero La lana era gris y muy rizada.

– De la mejor calidad -dijo, ansioso-. El vellón sólo es tan rizado hasta el quinto día de vida del cordero, y luego permanece ondulado hasta que la bestezuela tiene dos meses.

Rob observó el gorro y le aseguró que se trataba de una piel finísima.

– Lo es -corroboró Cullen, y se caló el gorro, lo que los hizo reír porque la noche era calurosa y aquella prenda de piel era apta para la nieve. El hombre volvió a guardarla en la tienda, y después los tres se sentaron ante el fuego. James Cullen dio a su hija uno o dos sorbos de su vaso. A Mary le resultó difícil tragar el aguardiente, pero la situación hizo que el mundo mejorara ante sus ojos.

El estruendo de unos truenos sacudió el cielo purpúreo y una sábana de relámpagos los iluminó unos segundos, durante los cuales Mary vio las facciones endurecidas de Rob. Aquellos ojos vulnerables que lo volvían hermoso quedaron ocultos.

– Una tierra extraña, con truenos y relámpagos permanentes, sin que caiga nunca una gota de lluvia -comentó Cullen-. Tengo muy presente la mañana de tu nacimiento, Mary Margaret. También había truenos y relámpagos, pero se precipitó una abundante lluvia típicamente escocesa, que era como si los cielos se hubiesen abierto y nunca fueran a cerrarse.

Rob se inclinó hacía adelante.

– ¿Fue en Kilmarnock, donde están tus posesiones familiares?

– No, nada de eso; ocurrió en Saltcoats. Su madre era una Tedder Saltcoats. Yo había llevado a Jura a su antiguo hogar, pues en su gravidez ansiaba ver a su madre, y nos agasajaron y mimaron durante semanas seguidas, con lo que nos quedamos más tiempo del previsto. Se presentó el parto, de modo que en lugar de nacer en Kilmarnock, como corresponde a un Cullen, Mary Margaret vino al mundo en la casa de su abuelo Tedder, con vista al estuario del Clyde.

– Padre -dijo ella suavemente-, el señor Cole no puede tener el menor interés en el día de mi nacimiento.

– Por el contrario -se apresuró a decir Rob, e hizo pregunta tras pregunta, escuchando a su padre con atención.

Mary rogaba que no hubiera más relámpagos, pues no quería que su padre viera que el cirujano barbero había apoyado la mano en su brazo desnudo. Su contacto era como el de la borrilla de cardo, pero la carne de Mary era un puro temblor, como si el futuro la hubiera rozado o la noche fuese muy fría.

El once de mayo la caravana llegó a la margen occidental del río Arda; y Fritta decidió acampar un día más para permitir que repararan los carros y que compraran provisiones a los granjeros de los alrededores. James Cullen llevó a Seredy y pagó a un guía para que los acompañara al otro lado del río, en Turquía, impaciente como un niño por iniciar la búsqueda de ovejas de rabo gordo.

Una hora más tarde, Mary y Rob montaron juntos a pelo el caballo, y se alejaron del ruido y la confusión. Cuando pasaron junto al campamento de los judíos, Mary notó que el joven delgado se la comía con los ojos. Era Simón, el maestro de Rob, que sonrió y codeó a otro en las costillas para que también los viera.

A Mary apenas le importó. Se sentía mareada, tal vez a causa del calor, pues el sol matinal era una bola de fuego. Rodeó el pecho de Rob con sus brazos para no caer del caballo, cerró los ojos y apoyó la cabeza en su ancha espalda.

A cierta distancia de la caravana se cruzaron con dos campesinos hoscos que llevaban un burro cargado de leña. Los hombres los miraron pero no les devolvieron el saludo. Quizá venían de lejos, pues no había árboles en ese lugar; sólo se veían vastos campos sin trabajadores, porque la plantación había terminado tiempo atrás y aún no estaba suficientemente madura para ser cosechada.