Al llegar a un arroyo, Rob ató el caballo a un arbusto, se descalzaron y vadearon la deslumbrante brillantez. A ambos lados de las aguas reflectantes se extendían trigales, y Rob le mostró cómo los altos tallos daban sombra al terreno, volviéndolo tentadoramente penumbroso y fresco.
– Vamos, es como una caverna -dijo y se acercó a la rastra, como si fuera un niño grande.
Ella lo siguió lentamente. De pronto, un pequeño ser vivo hizo crujir el grano casi maduro y dio un salto.
– Sólo se trata de un minúsculo ratón que ha huido, asustado -dijo él.
Mientras se acercaba a ella por el suelo frío, se contemplaron.
– No quiero hacerlo, Rob.
– Entonces no lo harás, Mary -respondió Rob, aunque Mary notó la frustración en su mirada.
– ¿Podrías besarme y sólo besarme, por favor? -le preguntó humildemente.
Así, su primera intimidad explícita fue un beso torpe y melancólico, condenado por la aprensión de Mary.
– Lo otro no me gusta. Ya lo he hecho -dijo precipitadamente, para apresurar el momento que tanto temía.
– Entonces, ¿tienes experiencia?
– Sólo una vez, con mi primo, en Kilmarnock. Me hizo un daño terrible.
Rob le besó los ojos y la nariz, suavemente la boca, mientras ella disipaba sus dudas. Al fin y al cabo, ¿quién era aquel? Stephen Tedder había sido alguien que conocía de toda la vida, primo y amigo, y le había provocado un auténtico dolor. Después se desternilló de risa por su malestar, como si ella hubiera sido tan torpe como para permitirle hacer aquello, lo mismo que si le hubiera permitido empujarla para que cayera sentada en un lodazal.
Y mientras ella albergaba sus desagradables pensamientos, aquel ingrato había modificado la naturaleza de sus besos, y su lengua le acariciaba el interior de los labios. No era desagradable, y cuando intentó imitarlo, le sorprendió su lengua. Pero ella se echó a temblar otra vez cuando le desató el corpiño -Sólo quiero besarlos- dijo Rob apremiante, y Mary tuvo la extraña experiencia de bajar la vista y ver la cara de él avanzando hacia sus pechos que, reconoció Mary con gruñona satisfacción, eran pesados pero altos y firmes, y arrebatados de color.
Rob lamió el borde rosado y toda ella se estremeció. Su lengua se movió en círculos cada vez más estrechos hasta que llegó al endurecido pezón color corales, en el que se posó como si fuese un bebé cuando lo tuvo entre sus labios, en tanto la acariciaba detrás de las rodillas y en el interior de las piernas. Pero cuando su mano llegó al montículo, Mary se puso rígida. Sintió que se le cerraban los músculos de los muslos y el estómago, y se mantuvo tensa y asustada hasta que él apartó la mano.
Rob hurgó en sus propias ropas, luego buscó la mano de ella y le hizo una ofrenda. Ella había entrevisto hombres anteriormente, por casualidad, encontrar a su padre o a uno de los trabajadores orinando detrás de un busto. Y había vislumbrado más en esas ocasiones que cuando estuvo con Stephen Tedder, de modo que nunca había visto, y ahora no pudo dejar estudiarlo. No esperaba que fuera tan… grueso, pensó acusadoramente, como si él tuviera la culpa. Mary cobró valor, le zarandeó los testículos y soltó una risilla cuando notó que él se retorcía. ¡Qué cosa tan bonita!
Después se sintió más tranquila y se acariciaron, hasta que ella intentó, por su propia iniciativa, comerle la boca. En breve sus cuerpos se hicieron frutos maduros y no fue tan terrible cuando la mano de él abandonó sus nalgas firmes y redondas, y volvió a retozar dulcemente entre sus piernas.
Mary no sabía qué hacer con la mano. Le puso un dedo entre los labios y palpó su saliva, sus dientes y su lengua, pero él se apartó para chuparle los pechos, besarle el vientre y los muslos. Se abrió camino en ella primero con un dedo y luego con dos, masajeando el clítoris en círculos cada vez más rápidos.
– ¡Ah! -suspiró ella débilmente, y levantó las rodillas.
Pero en lugar del martirio para el que su mente estaba preparada, se asombró al sentir la calidez de su aliento sobre ella. Y su lengua nadó como un pez en su humedad entre los pliegues vellosos que ella misma se avergonzaba de tocar. "¿Cómo haré para volver a mirar a este hombre a la cara?”, se preguntó, pero la pregunta se esfumó al instante, se desvaneció de forma extraña y maravillosa, pues comenzó a estremecerse y corcovear pícaramente, con los ojos cerrados y su boca callada a medias abierta.
Antes de que recuperara el juicio, él se había insinuado en su interior.
Estaban verdaderamente enlazados; él era una calidez abrigada y sedosa en el núcleo de su cuerpo. No hubo dolor; apenas una leve sensación de rigidez que en seguida cedió mientras él avanzaba lentamente.
En un momento dado, Rob preguntó:
– ¿Todo va bien?
– Sí -dijo ella, y Rob siguió adelante.
En unos segundos, Mary se encontró moviendo su cuerpo al ritmo del él. Poco después, a Rob le resultó imposible seguir conteniéndose, cada vez con más impulso, vibrante. Ella quería tranquilizarlo, pero mientras lo estudiaba a través de sus ojos rasgados, vio que echaba la cabeza hacía atrás y se arqueaba.
¡Cuánta singularidad en sentir su enorme temblor, en oír su gruñido de lo que pareció un arrollador alivió cuando se vació en ella!
Durante largo rato, en la penumbra del alto trigal, apenas se movieron.
Permanecieron quietos y callados; ella había apoyado en él una de sus largas piernas. El sudor y los líquidos se secaban.
– Llegará a gustarte -dijo finalmente Rob-. Como la cerveza de malta.
Mary le pellizco un brazo con todas sus fuerzas. Pero estaba pensativa.
– ¿Por qué nos gusta? -preguntó-. He observado a los caballos antes cuando lo hacen. ¿Por qué a los animales les gusta?
Él se mostró sorprendido. Años después, ella comprendería que esa pregunta la diferenciaba de cualquier mujer que hubiese conocido, pero ahora no sabía que Rob la estaba estudiando.
Mary no se decidió a decirlo, pero él ya se diferenciaba de cualquier otro hombre en su mente. Percibió que había sido sumamente bondadoso con ella en una forma que no comprendía del todo; claro que sólo contaba con el recuerdo de un acto tosco como elemento de comparación.
– Pensaste más en mí que en ti mismo -dijo ella.
– No lo pasé nada mal.
Ella le acarició la cara y mantuvo allí su mano mientras él le besaba la palma.
– La mayoría de los hombres… la mayoría de la gente no es así. Lo sé.
– Tienes que olvidar a tu condenado primo de Kilmarnock -le dijo.
Rob captó algunos pacientes entre los recién llegados, y se regocijó cuando le contaron que, al reclutarlos, Kerl Fritta se había jactado de que su caravana estaba asistida por un cirujano barbero magistral.
Se animó especialmente al ver a los que había tratado durante la primera etapa del viaje, pues con anterioridad nunca había atendido la salud de alguien durante tanto tiempo.
Le contaron que el boyero franco que siempre sonreía, y al que había tratado sus bubas, murió en Gabrovo en pleno invierno. Rob sabía que eso iba a ocurrir, y le había hablado al hombre de su ineludible sino, pero la noticia lo entristeció.
– Lo más gratificante es lo que sé reparar -le dijo a Mary-. Un hueso roto, una herida abierta, un doliente al que sé cómo tratar para que se ponga bien. Lo que aborrezco son los misterios. Las enfermedades sobre las que no sé nada, o de las que sé menos que quienes las padecen. Los males que aparecen como salidos de la nada y desafían toda explicación razonable, todo tratamiento. ¡Ah, Mary, es tan poco lo que sé! En realidad no sé nada, pero soy el único al que pueden acudir los pacientes.
Sin comprender todo lo que decía, Mary lo consolaba. Una noche fue a ver a Rob, sangrante y atormentada por los retortijones, y le habló de su madre. Jura Cullen había comenzado su regla un hermoso día de verano, y el flujo se había convertido en un derrame, el derrame en hemorragia. A su muerte, Mary estaba demasiado apesadumbrada para llorar, y ahora todos los meses, cuando aparecía la regla, creía que la mataría.