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Rob dejó el área comercial y eclesiástica para internarse en los barrios de estrechas y apiñadas casas de madera, con segundos pisos sobresalientes que podrían haber sido transportados desde muchas ciudades inglesas. Era una ciudad rica en nacionalidades, como corresponde a un lugar que marca el fin de un continente y el principio de otro. Rob pasó por un barrio griego, un mercado armenio, un sector judío e, imprevistamente, en lugar de escuchar un impenetrable parloteo tras otro, oyó unas palabras en parsi.

De inmediato buscó y encontró un establo, controlado por un hombre llamado Ghiz. Era un buen establo, y Rob se ocupó de las comodidades de su yegua antes de dejarla, porque le había prestado buenos servicios y merecía descansar ociosamente y comer montones de pienso. Ghiz señaló a Rob la dirección de su propia casa, en lo alto del Sendero de los Trescientos Veintinueve Peldaños, donde había un cuarto en alquiler.

El ascenso valió la pena, porque la habitación era luminosa y limpia, y una brisa salada se colaba a través de la ventana.

Desde allí bajó la vista hacía el Bósforo, de color jacinto, en el que las velas parecían capullos en movimiento. Más allá de la orilla opuesta, a una media milla de distancia, divisó las siluetas de cúpulas y alminares afilados como lanzas, y comprendió que esa era la razón de las fortificaciones, los fosos y los dos muros que rodeaban Constantinopla. A corta distancia de su ventana, concluía la influencia de la cruz, y los límites estaban guarnecidos para defender al cristianismo del Islam. Al otro lado del estrecho comenzaba la influencia de la Media Luna.

Permaneció asomado a la ventana y fijó la vista en Asia, donde en breve ahondaría.

Aquella noche, Rob soñó con Mary. Despertó melancólico y huyó de la habitación. A la altura de una plaza que se llamaba Foro de Augusto, encontró unos baños públicos, donde soportó fugazmente las aguas frías y luego se demoró en las aguas calientes del tepidarium, como César, enjabonándose y respirando vapor.

Cuando emergió, secándose con una toalla y arrebolado por la ultima zambullida fría, tenía un hambre canina y estaba más optimista. En el mercado judío compró unos pescaditos fritos y un racimo de uvas negras, que fue comiendo mientras buscaba lo que necesitaba.

En muchos tenderetes vio las prendas interiores de lino que había visto usar a todos los judíos de Tryavna. Las camisetas cortas llevaban los adornos trenzados que recibían el nombre de tsitsith y que, según le había explicado Simón, les permitirían cumplir la admonición bíblica de que toda su vida los judíos debían usar orlas de ese tipo en los bordes de sus prendas de vestir.

Descubrió a un mercader judío que hablaba persa. Era un viejo chocho de boca con labios colgantes y con manchas de comida en el caftán, pero a ojos de Rob representaba la primera amenaza de ser descubierto.

– Es un regalo para un amigo de mi talla -musitó Rob.

El viejo no le prestó la menor atención, pues sólo estaba atento a la venta. Finalmente, encontró una camiseta orlada lo bastante grande para él.

Rob no se atrevió a comprar todo a la vez. Fue a los establos y vio que Caballo lo estaba pasando bien.

– El tuyo es un carromato decente -dijo Ghiz.

– Sí.

– Estaría dispuesto a comprártelo.

– No está en venta.

Ghiz se encogió de hombros.

– Un carro adecuado, aunque tendría que pintarlo. Pero una pobre bestia, ¡ay, sin bríos! Sin orgullo en la mirada. Tendrías suerte si te quitaran el animal de las manos.

Comprendió de inmediato que el interés de Ghiz por el carro sólo estaba destinado a distraerlo del hecho de que se había aficionado a Caballo.

– Tampoco está en venta.

Empero, tuvo que reprimir una sonrisa ante la idea de que intentara tan torpe distracción con alguien para quien la distracción había sido el único capital. El carro estaba muy cerca y Rob se entretuvo, mientras el hombre se ocupaba en una cuadra, en hacer ciertos preparativos discretos.

De inmediato extrajo una moneda de plata del ojo izquierdo de Ghiz.

– ¡Por Alá!

Convenció a una pelota de madera para que desapareciera cuando la cubrió con un pañuelo, y luego hizo cambiar de color el pañuelo, que cambiaba de color otra vez, del verde al azul y al marrón…

– ¡En nombre del Profeta!

Rob sacó una cinta roja de entre sus dientes y la presentó con un artístico floreo, como si el mozo de cuadra fuera una joven ruborizada. Atrapado entre el asombro y aquel infiel, Ghiz cedió al deleite. Así, Rob pasó una parte del día agradablemente, haciendo magias y juegos malabares, y antes de ponerle punto final hubiera podido vender cualquier cosa a Ghiz.

Con la cena le sirvieron una ardiente bebida parda, demasiado espesa, empalagosa y abundante. En la mesa vecina había un sacerdote y Rob le ofreció una copa.

Allí los sacerdotes usaban largas túnicas negras de mucho vuelo, y gorro de paño altos y cilíndricos, con pequeñas alas rígidas. La túnica de aquel clérigo estaba bastante limpia, pero su gorro, cubierto de mugre, evidenciaba una larga carrera. Era coloradote, de ojos saltones y edad mediana; estaba ansioso por conversar con un europeo y perfeccionar sus conocimientos sobre las lenguas occidentales. No sabía inglés, pero trató de hablar con Rob en normando y en franco, y finalmente se vio obligado a aceptar el persa, un tanto enfurruñado.

Se llamaba padre Tamas y era un sacerdote griego.

Su humor se endulzó con la bebida espirituosa, que se echó en grandes tragos.

– ¿Pensáis instalaros en Constantinopla, señor Cole?

– No, dentro de unos días viajaré a Oriente con la esperanza de adquirir hierbas medicinales para llevar a Inglaterra.

El sacerdote asintió. Sería mejor que se aventurara a viajar a Oriente sin demora, le dijo, porque el Señor había ordenado que algún día estallara la guerra justa entre la única Iglesia verdadera y el Islam salvaje.

– ¿Habéis visitado nuestra catedral de la Santa Sofía? -preguntó, y se quedó pasmado cuando Rob sonrió y movió la cabeza negativamente-. ¡Tenéis que hacerlo antes de marcharos, mi nuevo amigo! ¡Debéis visitarla! Es el más maravilloso templo del mundo. Fue edificada por orden del propio Justiniano, y cuando tan digno emperador entró por primera vez en la catedral, cayó de rodillas y exclamó: "He construido mejor que Salomón.” Y no sin razón la cabeza de la Iglesia reside en la magnificencia de la catedral de la Santa Sofía -concluyó el padre Tamas.

Rob lo miró sorprendido.

– ¿Entonces el papa Juan se ha trasladado de Roma a Constantinopla?

El padre Tamas lo contempló. Cuando pareció haberse cerciorado de que Rob no se estaba riendo a sus expensas, el sacerdote griego sonrió fríamente.

– Juan XIX sigue siendo patriarca de la Iglesia cristiana en Roma. Pero Alejo IV es patriarca de la Iglesia cristiana en Constantinopla, y aquí es nuestro único pastor -dijo.

El licor y el aire marino se combinaron para proporcionarle un descanso profundo y sin sueños. A la mañana siguiente, se permitió el lujo de repetir los baños, y en la calle compró pan y ciruelas frescas para desayunar, mientras se encaminaba al bazar de los judíos. En el mercado seleccionó atentamente, porque había pensado mucho en cada artículo. Había observado unos pocos taleds de lino en Tryavna, pero los hombres que más respetaba usaban lana. Decidió imitarlos y compró un taled de lana de cuatro esquinas, adornado con bordes similares a los de la ropa interior que había encontrado el día antes.

Con cierta sensación de extrañeza, adquirió un juego de filacterias, las tiras de cuero que se colocaban en la frente y se ataban alrededor de un brazo durante las oraciones matinales.