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Cruzaron el estrecho del Bósforo en un teimil, un esquife largo y bajo que era poco más que un tronco de árboles ahuecado, embreado y equipado con un sólo par de remos que accionaba un joven somnoliento. Desembarcaron en la otra orilla, en Uskudar, una población de chozas agrupadas junto al muelle, cuyos amarraderos estaban atestados de embarcaciones de todo tipo y tamaño. Rob se enteró, con gran consternación, que les esperaba una hora de caminata hasta la pequeña bahía donde anclaba la barca que los llevaría a través del Bósforo y luego costearía el mar Negro. Cargó sobre los hombros el pesado bulto y siguió a los otros tres.

De inmediato, se encontró andando al lado de Lonzano.

– Zevi me contó lo que ocurrió entre tú y el normando en el caravasar. No debes dar rienda suelta a tu temperamento si no quieres ponernos en peligro a todos.

– Sí, Reb Lonzano.

Exhaló un profundo suspiro cuando desplazó al otro lado el peso del saco.

– ¿Ocurre algo, Inghiltz?

Rob meneó la cabeza. Sosteniendo el bulto sobre el hombro dolorido, y mientras un sudor salado le corría por los ojos, pensó en Zevi y sonrió.

– Ser judío es muy difícil -comentó.

Por último, llegaron a una ensenada desierta y Rob vio, meciéndose en el oleaje, un carguero ancho y achaparrado, con un mástil y tres velas, una grande y dos pequeñas.

– ¿Qué clase de embarcación es esa? -preguntó a Reb Aryeh.

– Una chalana. Una buena embarcación.

– ¡Vamos! -gritó el capitán.

Era Ilias, un griego rubio y feúcho, con la tez bronceada por el sol y una cara en la que una sonrisa con pocos dientes exhibía su blancura. Rob pensó que era un comerciante insensato, pues a bordo aguardaban nueve esperpentos con la cabeza afeitada, sin cejas ni pestañas.

Lonzano gruñó.

– Derviches, monjes errantes musulmanes.

Sus capuchas eran harapos mugrientos. Del cordón atado alrededor de la cintura de cada uno, colgaban un jarro y una honda. Todos tenían en el centro de la frente una marca redonda y oscura semejante a un callo costroso; más adelante, Reb Lonzano le contó a Rob que esa marca era el zabiba, corriente entre los musulmanes devotos que apretaban la cabeza contra el suelo durante la oración, cinco veces por día.

Uno de ellos, probablemente el jefe, se llevó las manos al pecho y se inclinó ante los judíos.

– Salaam.

Lonzano devolvió el saludo con la correspondiente inclinación.

– Salaam aleikhem.

– ¡Vamos! ¡Vamos! -gritó el griego.

Vadearon hacia la acogedora frescura de la rompiente, donde la tripulación, compuesta por dos jóvenes con taparrabos, esperaba para ayudarlos a subir la escala de cuerda de la chalana, de escaso calado. No había cubierta ni estructura; sólo un espacio abierto ocupado por el cargamento de madera, resina y sal. Como Ilias insistió en que dejaran un pasillo central para que la tripulación pudiera manipular las velas, quedaba muy poco espacio para los pasajeros, y después de estibar sus bultos, judíos y musulmanes se vieron apretujados como arenques en salmuera.

Mientras levaban las dos anclas, los derviches comenzaron a aullar. Su jefe, que se llamaba Dedeh, tenía la cara envejecida y, además del zabiba, lucía tres marcas oscuras en la frente que semejaban quemaduras. Echó hacia atrás la cabeza y gritó a los cielos:

– Allah Ek-beeer.

El sonido alargado pareció quedar suspendido sobre el mar.

– La ilah illallah -coreó su congregación de discípulos.

– Allah Ek-beeer -La chalana derivó a la altura de la costa, encontró el viento con mucha ondulación de sus velas, y avanzó en derechura al este.

Rob estaba atascado entre Reb Lonzano y un derviche joven, muy flaco, con una sola quemadura en la frente. Poco después, el joven musulmán le sonrió y, hundiendo la mano en su bolsa, sacó cuatro trozos de pan seco, que distribuyó entre los judíos.

– Dale las gracias en mi nombre -dijo Rob-; yo no quiero.

– Tenemos que comerlo -objetó Lonzano-. De lo contrario, los ofenderemos gravemente.

– Está hecho con harina noble -aclaró tranquilamente el derviche, en persa-. Es un pan inmejorable.

Lonzano miró airado a Rob, sin duda enfadado porque no hablaba la Lengua. El joven derviche los observó comer pan, que sabía a sudor solidificado.

– Yo soy Melek abu Ishak -se presentó el derviche.

– Yo soy Jesse ben Benjamín.

El derviche asintió y cerro los ojos. En breve estaba roncando, lo que Rob consideró una muestra de sensatez, porque viajar en chalana era sumamente aburrido. Ni la vista del mar ni el paisaje terrestre cercano parecían cambiar. No obstante, tenía cosas en que pensar. Cuando preguntó a Ilias por qué no se despegaban de la línea de la costa, el griego sonrió.

– No pueden venir a cogernos en aguas poco profundas -explicó.

Rob siguió con la vista el dedo índice de Ilias y vio, a lo lejos, unas nubes de orillas blancas que, en realidad, eran las grandes velas de un barco.

– Piratas -dijo el griego-. Quizá albergan la esperanza de que el viento nos arrastre a alta mar, y en este caso nos matarían y se llevarían mi cargamento y vuestro dinero.

A medida que el sol se elevaba, un hedor a cuerpos que no se lavaban desde hacía tiempo comenzó a dominar la atmósfera en torno a la embarcación. Por lo general, lo disipaba la brisa marina, pero cuando no era así, resultaba muy desagradable. Rob decidió que emanaba de los derviches, y trató de apartarse de Melek abu Ishak, pero no había lugar. Sin embargo, el viajar con musulmanes tenía sus ventajas, porque cinco veces diarias Ilias atracaba para permitir que se postraran en dirección a la Meca. Estos intervalos representaban otras tantas oportunidades para que los judíos comieran deprisa en tierra o se ocultaran detrás de los arbustos y las dunas a fin de aliviar intestinos y vejigas.

Hacía tiempo que su piel inglesa se había bronceado en los caminos, pero ahora sentía que el sol y la sal la transformaban en cuero. Al caer la noche fue una bendición la ausencia de sol, pero pronto el sueño desvió de su posición perpendicular a los que iban sentados, y se vio atrapado entre los pesos muertos de un Melek ruidoso y adormecido, a la derecha, y un Lonzano inconsciente a la izquierda. Cuando no soportó más, apeló a los codos y recibió fervientes imprecaciones de ambos lados.

Los judíos oraban en la embarcación. Todas las mañanas Rob se ponía su tefillín cuando lo hacían los otros, y enroscaba la tira de cuero alrededor de su brazo izquierdo tal como había practicado con la cuerda en el establo de Tryavna. Envolvía la cuerda alrededor de un dedo sí y otro no, inclinaba la cabeza sobre su regazo y albergaba la esperanza de que nadie notara que no sabía lo que estaba haciendo.

Entre desembarco y desembarco, Dedeh dirigía las oraciones a bordo:

– ¡Dios es grande! ¡Dios es grande! ¡Dios es grande! ¡Dios es grande!

– ¡Confieso que no hay otro Dios sino Dios! ¡Confieso que no hay otro Dios sino Dios!

– ¡Confieso que Mahoma es el Profeta de Dios! ¡Confieso que Mahoma es el Profeta de Dios!

Eran derviches de la orden de Selman, el barbero del Profeta, juramentados para observar de por vida pobreza y piedad, según informó Melek a Rob. Los harapos que usaban significaban la renuncia a los lujos de este mundo. Lavarlos significaría abjurar de su fe, lo que explicaba el hedor. Llevar todo el vello del cuerpo afeitado simbolizaba que se quitaban el vello existente entre Dios y sus siervos. Los jarros que llevaban colgados de la cintura eran señal del profundo pozo de meditación, y las hondas estaban destinadas a ahuyentar al diablo. Las quemaduras en la frente eran de utilidad en la penitencia, y ofrecían trozos de pan a los desconocidos porque Gabriel había llevado pan a Adán en el Paraíso.

Estaban haciendo un zaret, un peregrinaje a los sagrados sepulcros de La Meca.

– ¿Por qué vosotros os atáis cuero alrededor de los brazos por la mañana? -le preguntó Melek.