A Rob no le gustaba el ritmo de Lonzano, que llevaba una fusta de espinos con la que constantemente golpeaba los flancos de su burro.
– ¿Para qué ir tan rápido? -refunfuñó finalmente, pero Lonzano no se molestó en volverse.
Fue Loeb quien respondió:
– En los alrededores vive una gentuza capaz de matar a cualquier viajero, y detesta especialmente a los judíos.
Conocían de memoria la ruta. Rob no sabía nada del camino, y si les ocurría algún percance a los otros tres, era dudoso que él sobreviviera en aquel entorno desolado y hostil. La senda subía y bajaba precipitadamente, serpenteando entre los oscuros y amenazadores picos del este de Turquía.
Entrada la tarde del quinto día, llegaron a un pequeño cauce que jugueteaba caprichosamente entre márgenes contorneadas de rocas.
– El río Coruh -informó Aryeh.
Casi no había agua en la bota de Rob, pero Aryeh movió la cabeza negativamente cuando lo vio dirigirse al río.
– Es agua salada -advirtió en tono cáustico, como si Rob tuviera la obligación de saberlo.
Siguieron cabalgando. Al doblar un recodo, al atardecer, vieron a un zagal que apacentaba cabras. El pastorcillo dio un salto y se alejó en cuanto los vio.
– ¿No deberíamos perseguirlo? -preguntó Rob-. Tal vez haya salido corriendo para informar a los bandidos de que estamos aquí.
Lonzano lo miró y sonrió. Rob notó que la tensión había desaparecido de su rostro.
– Era un niño judío. Estamos llegando a Bayburt.
La aldea tenía menos de cien habitantes, y aproximadamente la tercera parte eran judíos. Vivían protegidos por un muro alto y difícilmente expugnable, construido en la ladera de la montaña. Cuando llegaron a la puerta, la hallaron abierta. En cuanto la hubieron traspuesto, se cerró a cal y canto a sus espaldas, y al desmontar encontraron seguridad y hospitalidad en el barrio judío.
– Shalom -saludo el rabbenu de Bayburt, sin sorpresa.
Era un hombre menudo, que habría formado un conjunto perfectamente armonioso a horcajadas de un burro. Su barba era espesa y tenía una expresión melancólica alrededor de la boca.
– Shalom aleikhum -dijo Lonzano.
En Tryavna habían hablado a Rob del sistema judío de viajes, pero ahora lo vio con ojos de participante. Unos chicos se llevaron los animales para atenderlos, otros recogieron sus botas para lavarlas y llenarlas de agua dulce del pozo del lugar. Las mujeres les dieron trapos húmedos para que pudieran lavarse, y luego les sirvieron pan fresco, sopa y vino antes de que fueran a la sinagoga, a reunirse con los hombres del pueblo para el maariu. Después de las oraciones se sentaron con el rabbenu y algunas autoridades.
– Conozco tu cara, ¿no? -preguntó el rabbenu a Lonzano.
– He disfrutado anteriormente de vuestra hospitalidad. Estuve aquí hace seis años con mi hermano Abraham y nuestro padre, bendita sea su memoria, Jeremiah ben Label. Nuestro padre nos dejó hace cuatro años por voluntad del Altísimo, cuando un pequeño rasguño en el brazo se gangrenó y lo envenenó.
El rabbenu asintió y suspiró.
– Que en paz descanse.
Intervino entusiasmado un judío canoso que se rascaba el mentón.
– ¿No me recuerdas? Soy Yosel ben Samuel de Bayburt. Estuve con tu familia en Masqat, hace diez años esta primavera. Llevaba piritas de cobre en una caravana de cuarenta y tres camellos y tu tío… ¿Issachar?, tu tío Issachar le ayudó a venderle las piritas a un fundidor y a obtener un cargamento de esponjas marinas con buenos beneficios para mí.
Lonzano sonrió.
– Mi tío Jehiel. Jehiel ben Issachar.
– ¡Eso es, Jehiel! ¿Goza de buena salud?
– Estaba sano cuando salí de Masqat.
– Bien -dijo el rabbenu-. El camino a Erzurum está controlado por una calamidad de bandidos turcos, que la plaga se los lleve y toda forma de catástrofe siga sus pasos. Asesinan, cobran rescates, hacen lo que les da la gana. Tendréis que eludirlos por una pequeña senda que atraviesa las más altas montañas. No os perderéis porque uno de nuestros jóvenes os guiará.
Así, al día siguiente muy temprano, los animales se desviaron del camino transitado poco después de dejar Bayburt, y siguieron un sendero pedregoso que en algunos lugares era muy angosto, con pendientes cortadas a pico en la ladera de la montaña. El guía los acompañó hasta que regresaron sanos y salvos al camino principal.
La noche siguiente estaban en Karakose, donde sólo había una docena de familias judías, prósperos mercaderes que gozaban de la protección de Ili ul Hamid, un poderoso jefe militar. El castillo de Hamid estaba construido en forma de heptágono, en una elevada montaña que dominaba la aldea. Tenía la apariencia de un galeón de guerra desarbolado y desmantelado.
Subían agua desde la aldea hasta la fortaleza en asnos, y las cisternas siempre estaban llenas en previsión de un asedio. A cambio de la protección de Hamid, los judíos de Karakose tenían el compromiso de mantener llenos de mijo y arroz los almacenes del castillo. Rob y los tres judíos ni siquiera vislumbraron a Hamid, pero abandonaron Karakose de buena gana, pues no deseaban estar un minuto en un sitio donde la seguridad dependía del capricho de un solo hombre poderoso.
Estaban atravesando un territorio muy escabroso y lleno de peligros pero la red viajera funcionaba. Todas las noches renovaban la provisión de agua potable, recibían buena comida y techo, y consejo sobre lo que les esperaba más adelante. Las arrugas de preocupación casi habían desaparecido de la cara de Lonzano. Un viernes por la tarde llegaron a la minúscula aldea montañosa de Igdir y se quedaron un día de más en las casitas de piedra de los judíos, con el propósito de no viajar en sábado. Igdir era un pueblo frutícola y se saciaron, agradecidos, con cerezas negras y membrillo en conserva.
Hasta Aryeh estaba relajado, y Loeb se mostró amable con Rob, al que enseñó un idioma secreto por señas, con el que los judíos mercaderes de Oriente hacían sus negociaciones sin hablar.
– Se comunican con las manos -explicó Loeb-. El dedo recto significa diez; el dedo doblado, cinco. El dedo apretado dejando sólo la punta a vista es uno; toda la mano representa cien, y el puño significa mil.
La mañana que abandonaron Igdir, él y Loeb cabalgaron juntos, regateando en silencio con las manos, cerrando tratos de embarques inexistentes, comprando y vendiendo especias y oro y reinos para pasar el tiempo. La senda era rocosa y difícil.
– No estamos lejos del monte Ararat -dijo Aryeh.
Rob reflexionó acerca de las elevadas y poco airosas cumbres y el terreno marchito.
– ¿Por qué se le ocurriría a Noé abandonar el arca? -preguntó Rob, y Aryeh se encogió de hombros.
En Nazik, la siguiente población, se demoraron. La comunidad estaba construida a lo largo de un gran desfiladero rocoso, donde vivían ochenta y cuatro judíos y treinta veces más anatolios.
– Se celebrará una boda turca en esta aldea -les informó el rabbenu, un anciano delgado, de hombros caídos y ojos penetrantes-. Ya han comenzado las reuniones y su excitación es malsana y despreciable. No nos atrevemos a movernos de nuestro barrio.
Sus anfitriones los mantuvieron encerrados cuatro días en el sector judío. Había comida en abundancia y un buen pozo. Los judíos de Nazik eran simpáticos y afables, y aunque el sol brillaba con crueldad, los viajeros dormían en un fresco granero de piedra, sobre paja limpia. Desde la ciudad llegaba el alboroto de peleas, el jolgorio de las borracheras, el ruido de muebles rotos, y una vez cayó sobre los judíos una granizada de piedras desde el otro lado del muro, pero nadie resultó herido.
Cuatro días más tarde todo estaba sereno, y uno de los hijos del rabbenu se aventuró a salir. Tras las violentas celebraciones, los turcos estaban agotados y dóciles, y a la mañana siguiente Rob abandonó encantado Nazik, con sus tres compañeros de viaje.