Lonzano esperó un buen rato y luego habló:
– Mi primo Calman se mareó por el calor y bebió con abandono hasta quedarse sin agua. Estábamos perdidos y cada hombre debía ocuparse de su propia provisión de agua. No nos estaba permitido compartirla. Más tarde comenzó a vomitar débilmente, pero no devolvió una gota de líquido. La lengua se le puso negra, y el paladar, blanco grisáceo. Desvariaba, creía que estaba en casa de su madre. Tenía los labios apergaminados y encogidos, los dientes al descubierto y la boca abierta en una sonrisa lobuna. Jadeaba y roncaba alternativamente. Esa noche, protegido por la oscuridad, desobedecí, mojé un trapo con agua y se lo exprimí en la boca, pero era demasiado tarde. Al segundo día sin agua, murió.
Guardaron silencio, sin dejar de chapotear en el agua turbia.
– Ai, di-di-di-di-di-di, ai, di-di di, di -tarareó Rob finalmente.
Miró a Lonzano a los ojos y se sonrieron. Un mosquito se posó en la mejilla curtida de Loeb y este se abofeteó.
– Creo que las bestias pueden volver a tomar agua -decidió.
Salieron de la charca y terminaron de atender a sus animales.
Al amanecer del día siguiente, volvieron a montar en los burros, y para gran placer de Rob pronto pasaron por incontables lagos pequeños bordeados de guirnaldas de prados. Los lagos lo tonificaron. Las hierbas tenían unos cuantos palmos de altura y despedían un olor delicioso. Abundaban los saltamontes y los grillos, además de unas especies minúsculas de mosquitos cuya picadura ardía, y a Rob le salió inmediatamente una roncha que le producía comezón. Unos días antes se hubiera regocijado la vista de cualquier insecto, pero ahora hizo caso omiso de las mariposas grandes y brillantes de los prados, mientras se abofeteaba y lanzaba maldiciones a los cielos por los mosquitos.
– ¡Oh, dios! ¿Qué es eso? -gritó Aryeh.
Rob siguió la dirección del dedo que señalaba, y a plena luz del sol divisó una inmensa nube que se elevaba hacía el este. Observó con creciente alarma cómo se aproximaba, pues tenía el aspecto de la nube de polvo que habían visto cuando el viento caliente los azotó en el desierto.
Pero con esa nube llegó el inconfundible sonido de una galopada, como si un numeroso ejército se les echara encima.
– ¿Los seljucíes? -susurró, pero nadie respondió.
Pálidos y expectantes, aguardaron mientras la nube se acercaba y el sonido se volvía ensordecedor A una distancia de unos cincuenta pasos, se oyó un entrechocar de cascos, semejante al que pueden producir un millar de jinetes expertos que refrenan sus cabalgaduras a la voz de orden.
Al principió no vio nada. Después, el polvo fue depositándose y percibió una manada de asnos salvajes, en número incalculable y en perfecto estado, dispuestos en una fila bien formada. Los asnos observaron con intensa curiosidad a los hombres, y estos contemplaron a los asnos.
– ¡Hal! -gritó Lonzano y todas las bestias giraron como si fueran una sola y reanudaron su carrera hacía el norte, dejando atrás un mensaje acerca de la multiplicidad de la vida.
Se cruzaron con pequeñas manadas de asnos y otras numerosísimas de gacelas, que en ocasiones pastaban juntas y que, evidentemente, rara vez eran cazadas, pues no prestaron la más mínima atención a los hombres. Más amenazadores eran los jabalís, que abundaban en aquella región. De vez en cuando Rob vislumbraba una hembra peluda o un macho de colmillos feroces, y por todas partes oía los gruñidos de los animales que hociqueaban entre los altos pastos.
Ahora todos cantaban cuando Lonzano lo sugería, a fin de advertir de su proximidad a los jabalís y evitar sorprenderlos, provocando una embestida.
Rob sentía un hormigueo en todo el cuerpo, y se notaba expuesto y vulnerable, con sus largas piernas colgando a los costados del burro y arrastrando los pies entre la hierba, pero los jabalís cedían el paso ante la masculina sonoridad del canto y no les causaron ningún problema.
Llegaron a una corriente rápida, que era como una gran zanja de paredes casi verticales en las que proliferaba el hinojo, y aunque fueron aguas arriba y aguas abajo, no encontraron ningún vado; por último, decidieron cruzar de todos modos. Las cosas se pusieron difíciles cuando los burros y las mulas intentaron trepar por la abundante vegetación de la orilla opuesta y resbalaron varias veces. En el aire flotaban las palabrotas y el olor acre del hinojo aplastado. Les llevó un buen rato vadear la corriente. Más allá del río entraron en una espesura y siguieron un sendero semejante a los que Rob había conocido en Inglaterra. La región era más agreste que los bosques ingleses: el alto toldo de las copas entrecruzadas de los árboles no dejaba pasar la luz del sol, pero el monte bajo era de un verdor exuberante y tupido, y entre él pululaba una fauna variada. Identificó un ciervo, conejos y un puercoespín. En los árboles se posaban palomas y un ave que le recordó a una perdiz.
Era el tipo de senda que le habría gustado a Barber, pensó, y se preguntó cómo reaccionarían los judíos si se le ocurriera soplar el cuerno sajón.
Habían rodeado una curva del sendero y Rob cumplía su turno a la cabeza de la marcha cuando su burro se espantó. Por encima de ellos, en una rama gruesa, acechaba un leopardo.
El burro retrocedió y, detrás de ellos, la mula captó el olor y rebuznó. Tal vez el felino percibió el miedo sobrecogedor. Mientras Rob manoteaba en busca de un arma, el animal, que le pareció monstruoso, saltó sobre él.
Una saeta larga y pesada, disparada con tremenda fuerza, dio en el ojo derecho de la bestia.
Las grandes zarpas rasgaron al pobre burro mientras el leopardo chocaba contra Rob y lo desmontaba. En un instante quedó tendido en tierra, sofocado por el olor a almizcle de la fiera. Esta quedó tendida a través de su cuerpo, de modo que Rob estaba de cara a uno de sus cuartos traseros, donde notó el lustroso pelaje negro, las nalgas moteadas, y la gran pata derecha trasera que descansaba a centímetros de su cara, con las plantas groseramente grandes e hinchadas. Por alguna adversidad, el leopardo había perdido casi toda la garra, desde el segundo dedo de la pata, y estaba en carne viva y sanguinolenta, lo que le indicó que en el otro extremo había ojos que no eran albaricoques secos y una lengua que no era de fieltro rojo.
Salió gente de la arboleda, y entre ella el hombre que la mandaba, con el arco en la mano.
Aquel hombre iba vestido con una sencilla capa de cálico rojo, acolchado con algodón, calzas bastas, zapatos de zapa y un turbante arrollado a la ligera. Tendría unos cuarenta años, era de estructura fuerte y porte erguido. Su barba era corta y negra y su nariz, aguileña. Los ojos le brillaban con un fulgor asesino mientras observaba cómo arrastraban sus batidores al leopardo muerto, apartándolo de aquel joven de corpulencia desmesurada. Rob se puso en pie con dificultad, tembloroso, consiguiendo dominar sus tripas a fuerza de voluntad.
– Sujetad el condenado burro -pidió Rob, sin dirigirse a nadie en particular.
No lo entendieron ni los judíos ni los persas, porque lo había dicho inglés. En cualquier caso, el burro había retrocedido ante la maleza del bosque, en el que quizá acechaban otros peligros, pero ahora se volvió y se echó a temblar como su amo.
Lonzano se puso a su lado y gruñó algo a modo de reconocimiento.
A continuación todos se arrodillaron a fin de cumplir el rito de postración que más tarde fue descrito a Rob como ratizemin, "la cara en tierra”. Lonzano lo empujó de bruces sin la menor suavidad y se cercioró, con una mano sobre su nuca, de que bajara correctamente la cabeza.
La vista de semejante ceremonia llamó la atención del cazador. Rob oyó el sonido de sus pisadas y divisó los zapatos de zapa, detenidos a escasas pulgadas de su obediente cabeza.
– Aquí tenemos una gran pantera muerta y a un Dhimmi grandullón e ignorante -comentó una voz divertida, y los zapatos se alejaron.
El cazador y los sirvientes, cargados con la presa, se marcharon sin decir una palabra más, y poco después los hombres arrodillados se incorporaron.