– ¿Estás bien? -preguntó Lonzano.
– Sí. -Rob tenía el caftán desgarrado, pero estaba ileso-. ¿Quién era?
– Es Ala-al-Dawla, Shahanshah. Rey de Reyes.
Rob fijó la vista en el camino por el que se habían marchado -¿Qué es un Dhimmi?
– Significa “Hombre del Libro”. Es el nombre que se le da aquí a un judío -dijo Lonzano.
LA CIUDAD DE REB JESSE
Rob y los tres judíos se separaron dos días más tarde en un cruce de caminos de la aldea de Kupayeh, compuesta por una docena de desmoronadas casas de ladrillos. El desvío por el Dasht-i-Kavir los había llevado un poco al este, pero a Rob le quedaba menos de un día de viaje hacia el oeste para llegar a Ispahán, mientras que ellos debían afrontar tres semanas de laborioso camino hacia el sur y cruzar el estrecho de Ormuz antes de llegar a casa.
Rob sabía que sin esos hombres y los pueblos judíos que le habían dado albergue, nunca habría llegado a Persia.
Loeb y Rob se abrazaron.
– ¡Ve con Dios, Reb Jesse ben Benjamín!
– Ve con Dios, amigo.
Hasta el amargo Aryeh esbozó una sonrisa torcida mientras se deseaban mutuamente buen viaje, sin duda tan contento de despedirse como Rob.
– Cuando asistas a la escuela de médicos debes transmitir nuestro afecto a Reb Mirdin Askari, el pariente de Aryeh -dijo Lonzano.
– Sí. -cogió las manos de Lonzano entre las suyas-. Gracias, Reb Lonzano ben Ezra.
Lonzano sonrió.
– Tratándose de alguien que es casi otro, has sido un excelente compañero y un hombre digno. Ve en paz, Inghiliz.
– Ve en paz.
En un coro de buenos deseos salieron en direcciones opuestas.
Rob iba montado en la mula, porque después del ataque de la pantera había transferido la carga al lomo del pobre burro aterrado, que ahora iba detrás. Así tardaría más tiempo, pero la exaltación crecía en él y deseaba recorrer la última etapa pausadamente, con el propósito de saborearla.
Resultó mejor que no tuviera prisa, pues era un camino muy transitado.
Oyó el sonido que era música para sus oídos y al cabo de un rato alcanzó a una columna de camellos cargados con grandes canastos de arroz. Se puso detrás del último, disfrutando del melodioso tintineo de las campanillas.
La espesura ascendía hasta una meseta abierta, y donde había agua suficiente se veían arrozales con el cereal maduro y campos de adormideras, separados por dilatadas extensiones rocosas, chatas y secas. La meseta se convirtió, a su vez, en montañas de piedra caliza que vibraban en una diversidad de matices cambiantes por el sol y la sombra. En algunos sitios habían sido arrancados grandes trozos de piedra.
Entrada la tarde, la mula coronó una montaña y Rob bajo la vista hacia un pequeño valle ribereño, -¡veinte meses después de dejar Londres!- vio Ispahán.
La primera impresión que dominó en su ánimo fue de destellante blancura con toques de azul oscuro. Un lugar voluptuoso, hecho de hemisferios y cavidades, grandes edificios abovedados que relucían bajo la luz del sol, mezquitas con alminares como airosas lanzas, espacios verdes abiertos, cipreses y plátanos maduros. El distrito sur de la ciudad era de un rosa cálido, y allí los rayos del sol se reflejaban en colinas arenosas y no de piedra caliza.
Ya no podía retroceder.
– Hai -gritó, y taloneó los flancos de la mula.
El burro iba traqueteando detrás; se desviaron de la fila y adelantaron a los camellos al trote rápido.
A un cuarto de milla de la ciudad, la senda se transformó en una espectacular avenida empedrada, el primer camino pavimentado que veía desde Constantinopla. Era muy amplia, con cuatro vías anchas separadas entre sí por hileras de altos plátanos. La avenida cruzaba el río sobre un puente que era en realidad un dique arqueado para embalsar agua de regadío. Cerca de un cartel que proclamaba que ese cauce era el Zayandeh, el Río de la Vida, unos jóvenes morenos, desnudos, salpicaban y nadaban.
La avenida lo llevó a la gran muralla de piedra y a la singular puerta de la ciudad, rematada por un arco.
En el interior del recinto se alzaban las amplias viviendas de los ricos, con terrazas, huertos y viñedos. Por todas partes se veían arcos apuntados: en los portales, en las ventanas y en las puertas de los jardines. Más allá del barrio de los ricos había mezquitas y edificios más grandes con cúpulas blancas y redondas, rematadas con pequeñas puntas, como si sus arquitectos se hubieran enamorado locamente del pecho femenino. Era fácil saber adónde había ido a parar la roca extraída: todo era de piedra blanca adornada con azulejos de color azul oscuro dispuestos de manera tal que formaban diseños geométricos o citas del Corán:
No hay Dios salvo el más misericordioso.
Lucha por la religión de Dios.
Enemigo seas de quienes se muestran negligentes en sus oraciones.
En las calles hormigueaban hombres tocados con turbantes, pero no había ninguna mujer. Pasó por una vasta plaza abierta y luego por otra, una media milla más allá. Se deleitó con los sonidos y los olores. Era un municipium, inconfundiblemente; un gran enjambre de humanidad como el que conociera de pequeño en Londres, y por algún motivo sintió que era correcto y adecuado cabalgar lentamente a través de aquella ciudad de la orilla norte del Río de la Vida.
Desde los alminares, unas voces masculinas -algunas distantes y delgadas, otras cercanas y claras- comenzaron a llamar a los fieles a la oración.
Todo el tráfico se paralizó cuando los hombres se pusieron de cara a lo que parecía el suroeste, la dirección de La Meca. Todos los hombres de la ciudad se habían postrado; acariciaron el suelo con las palmas y se dejaron caer hacía adelante, de tal modo que sus frentes quedaran apretadas contra los adoquines.
Por respeto, Rob refrenó la mula y se apeó.
Una vez concluidas las preces, se acercó a un hombre de edad mediana que arrollaba enérgicamente una alfombra de oración, que había sacado de su carreta de bueyes. Rob le preguntó cómo podía llegar al barrio judío.
– Ah. Se llama Yehuddiyyeh. Debes seguir bajando la avenida de Yazdegerd, hasta que veas el mercado judío. En el otro extremo del mercado hay una puerta en arco y más allá encontraras tu barrio. No puedes perderte, Dkimmi.
El mercado estaba bordeado de puestos que vendían muebles, lámparas de aceite, panes, pasteles que despedían aroma a miel y a especias, ropa, utensilios de toda clase, frutas y verduras, carne, pescado, gallinas desplumadas y aderezadas, o vivas y cloqueando…; todo lo necesario para la vida material. Exponían taleds, camisetas orladas, filacterias. En una caseta, un anciano amanuense, con el rostro surcado por las arrugas, estaba encorvado sobre tinteros y plumas, y en una tienda abierta, una mujer decía la buenaventura. Rob supo que estaba en el barrio judío porque había vendedoras en los puestos y compradoras en el abarrotado mercado, con cestos en los brazos. Usaban vestidos negros holgados y llevaban el pelo atado con trozos de tela. Algunas tenían la cara cubierta por un velo, como las mujeres musulmanas, pero en su mayoría la llevaban al descubierto. Los hombres iban ataviados como Rob y todos lucían barbas largas y tupidas.
Deambuló lentamente, disfrutando de la vista y los sonidos. Se cruzó con dos hombres que discutían el precio de un par de zapatos tan agriamente como si fueran enemigos. Otros bromeaban y se gritaban. Allí era necesario hablar en voz muy alta para ser oído.
Al otro lado del mercado cruzó la puerta rematada en arco y vagó por callejuelas estrechas, luego descendió un declive sinuoso y escarpado hasta un distrito más vasto, de casas miserables, irregularmente construidas, divididas por calles estrechas sin el menor intento de uniformidad. Muchas casas estaban adosadas, pero de vez en cuando aparecía una separada, con un pequeño jardín; aunque estas últimas eran humildes para los niveles ingleses resaltaban como castillos entre las estructuras circundantes.