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– ¡Mierda! -gritó en inglés.

No podían haberlo entendido, pero el tono era inconfundible y aporrearon más fuerte. Uno de los golpes le dio encima de la sien, y de pronto se sintió mareado y nauseabundo. Procuró, como mínimo, vomitar en el despacho del hadji, pero el dolor era espantoso.

Conocían muy bien su trabajo. En cuanto dejó de ser una amenaza, abandonaron las porras a fin de golpearlo hábilmente a puñetazos.

Lo hicieron salir caminando de la escuela, cada uno sustentándolo de una axila. Tenían cuatro alazanes atados afuera y montaron mientras él se tambaleaba entre dos de las bestias. Cada vez que se caía, lo que ocurrió tres veces, alguno desmontaba y le pateaba las costillas hasta que se ponía en pie.

El camino le pareció largo, pero apenas fueron más allá de los terrenos de la madraza, hasta una pequeña construcción de ladrillos, destartalada y muy fea, que formaba parte de la ramificación más baja del sistema judicial islámico, como después se enteraría. Dentro sólo había una mesa de madera, detrás de la cual estaba sentado un hombre con expresión hostil, pelo espeso y barba poblada, que vestía la túnica negra correspondiente a su cargo, semejante al caftán de Rob. Estaba cortando un melón.

Los cuatro soldados llevaron a Rob ante la mesa y permanecieron respetuosamente firmes mientras el juez empleaba una uña sucia para retirar las semillas del melón y echarlas en un cuenco de barro. A renglón seguido, cortó la fruta y la comió lentamente. Cuando no quedaba nada, se secó primero las manos y después el cuchillo en la túnica, se volvió hacia La Meca y dio gracias a Alá por el alimento.

Cuando terminó de orar, suspiró y miró a los soldados.

– Un loco judío europeo que perturbó la tranquilidad pública, mufti -dijo el soldado picado de viruela-. Denunciado por el hadji Davout Hosein, al que amenazó con actos de violencia.

El mufti asintió y extrajo un trozo de melón de entre sus dientes con una uña. miró a Rob.

– No eres musulmán y has sido acusado por un musulmán. No se acepta la palabra de un descreído contra la de un fiel. ¿Tienes algún musulmán que pueda hablar en tu defensa?

Rob intentó hablar, pero no logró emitir ningún sonido; se le doblaron las rodillas por el esfuerzo. Los soldados lo incorporaron por la fuerza.

– ¿Por qué te comportas como un perro? Ah, claro. Al fin y al cabo, se trata de un infiel que desconoce nuestras costumbres. Por ende, debemos ser misericordiosos. Entregadlo para que permanezca en el carcán a discreción del kelonter -dijo el mufti a los soldados.

La experiencia sirvió para añadir dos palabras al vocabulario persa de Rob, en las que reflexionó mientras los soldados lo sacaban casi a rastras del tribunal y volvían a conducirlo entre sus cabalgaduras. Acertó correctamente una de las definiciones; aunque entonces no lo sabía, el kelonter, que supuso era una especie de carcelero, era el preboste de la ciudad.

Al llegar a una cárcel enorme y lúgubre, Rob pensó que carcán significaba, seguramente, prisión. Una vez dentro, el soldado picado de viruela se lo entregó a dos guardias, que lo llevaron por inhóspitas mazmorras de fétida humedad, pero finalmente salieron de la oscuridad sin ventanas para entrar en la brillantez abierta de un patio interior, donde dos largas filas de cepos estaban ocupadas por desechos humanos quejosos o inconscientes. Los guardias lo llevaron a paso de marcha junto a la fila, hasta que llegaron a un cepo vacío, que uno de ellos abrió.

– Mete la cabeza y el brazo derecho en el carcán -le ordenó.

El instinto y el miedo hicieron retroceder a Rob, pero técnicamente los guardias tuvieron razón al interpretarlo como resistencia.

Lo golpearon hasta que cayó, momento en que comenzaron a patearlo, como habían hecho los soldados. Lo único que pudo hacer Rob fue enroscarse en un ovillo para esconder la ingle, y levantar los brazos para proteger la cabeza.

Cuando terminaron de vapulearlo, lo empujaron y lo manejaron como a un saco de granos, hasta que su cuello y su brazo derecho quedaron en posición. Después cerraron de golpe la pesada mitad superior del carcán y la clavaron antes de abandonarlo, más inconsciente que consciente, desesperanzado e indefenso bajo un sol atroz.

Eran unos cepos peculiares, por cierto, hechos a partir de un rectángulo y dos cuadrados de madera sujetos en un triángulo, cuyo centro cogía la cabeza de Rob de manera tal que su cuerpo agachado quedaba semisuspendido. Su mano derecha, la de comer, había sido colocada sobre el extremo de la pieza más larga, y habían fijado un puño de madera alrededor de su muñeca, pues durante su estancia en el carcán los prisioneros no comían. La mano izquierda, la de limpiar, estaba suelta, porque el kelonter era un hombre civilizado.

A intervalos recobraba la conciencia y fijaba la vista en la larga fila doble de cepos, cada uno con su inquilino. En su línea de visión, en el otro extremo del patio, había un gran bloque de madera.

En un momento dado, soñó con gentes y demonios de túnicas negras.

Un hombre se arrodilló y apoyó la mano derecha en el bloque; uno de los demonios balanceó una espada más grande y pesada que las inglesas, y la mano se separó de la muñeca, mientras las otras figuras con túnica rezaban.

El mismo sueño una y otra vez bajo el sol ardiente. Y después algo diferente. Un hombre arrodillado, con la nuca sobre el bloque y los ojos desorbitados hacía el cielo. Rob tenía miedo de que lo decapitaran, pero sólo le cortaron la lengua.

Cuando volvió a abrir los ojos Rob no vio gente ni demonios; en el suelo y sobre el bloque había manchas frescas, de esas que no dejan los sueños.

Le dolía respirar. Había recibido la paliza más cruel de su vida y no sabía si tenía algún hueso roto.

Colgado del carcán, lloró débilmente, tratando de que no lo oyeran, y con la esperanza de que nadie lo viera.

Finalmente, decidió aliviar su suplicio hablando con los vecinos, a los que sólo podía ver girando la cabeza. Fue un esfuerzo que aprendió a no hacer con indiferencia, porque la piel de su cuello pronto quedó en carne viva por el roce de la madera que lo ceñía. A su izquierda había un hombre al que habían apaleado hasta que perdió el conocimiento, y no se movía; el joven de su derecha lo estudió con curiosidad, pero era sordomudo, increíblemente estúpido, o incapaz de extraer el menor sentido de su persa chapurreado. Horas más tarde, un guardia notó que el hombre de su izquierda estaba muerto. Se lo llevaron y otro ocupó su lugar. A mediodía Rob sintió que la lengua le raspaba y parecía llenarle toda la boca. No sentía urgencia por orinar ni vaciar el intestino, pues todas sus pérdidas habían sido tiempo ha absorbidas por el sol. En algunos momentos creía estar otra vez en el desierto, y en los instantes de lucidez recordaba demasiado vívidamente la descripción que había hecho Lonzano sobre la forma en que un hombre muere de sed: la lengua hinchada, las encías ennegrecidas, la convicción de encontrarse en otro lugar.

Poco después, Rob volvió la cabeza e intercambió una mirada con el nuevo recluso. Se estudiaron mutuamente y Rob notó que aquel tenía la cara hinchada y la boca estropeada.

– ¿No hay nadie a quien pueda pedir merced? -susurró.

El otro esperó, tal vez confundido por el acento de Rob.

– Esta Alá -dijo finalmente; tampoco a él se le entendía fácilmente porque tenía el labio partido.

– Pero ¿aquí no hay nadie?

– ¿Eres forastero, Dhimmi?

– Sí.

El hombre descargó todo su odio en Rob.

– Ya has visto a un mullah, forastero. Un hombre santo te ha condenado.

Pareció perder interés por él y volvió la cara. La caída del sol fue una bendición. El atardecer trajo consigo un fresco casi gozoso. Rob tenía el cuerpo entumecido y ya no sentía dolor muscular; tal vez estaba agonizando.

Durante la noche, el hombre que estaba a su lado volvió a hablarle.