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– Está el sha, judío extranjero -dijo.

Rob esperó.

– Ayer, el día de nuestra tortura, era miércoles, Chahan Shanbah. Hoy es Panj Shanbah. Y todas las semanas, en la mañana del Panj Shanbah, con el propósito de intentar una perfecta limpieza del alma antes del Joma, el sábado, el sha Ala-al-Dawla celebra una audiencia en cuyo curso cualquiera puede aproximarse a su trono en la Sala de Columnas y quejarse de injusticias.

Rob no logró contener un atisbo de esperanza.

– ¿Cualquiera?

– Cualquiera. Hasta un preso puede solicitar que lo lleven para presentar su caso al sha.

– ¡No, no lo hagas! -gritó una voz en la oscuridad. Rob no pudo distinguir de que carcán salía el sonido.

– Quítatelo de la cabeza -prosiguió la voz desconocida-. Prácticamente el sha nunca revoca el juicio o la condena de un mufti. Y los mullahs esperan ansiosos el retorno de los que han hecho perder el tiempo al sha por lenguaraces. Es entonces cuando les cortan la lengua y les rajan el vientre, como sin duda sabe este diablo malparido que te da pérfidos consejos. Debes poner toda tu fe en Alá y no en el sha.

El hombre de la derecha reía maliciosamente, como si lo hubieran descubierto gastando una broma pesada.

– No existe ninguna esperanza -dijo la voz desde la oscuridad.

El regocijo de su vecino se había convertido en un paroxismo de toses y jadeos. Cuando recuperó el aliento, dijo rencorosamente:

– Sí, debemos buscar la esperanza en el Paraíso.

No volvieron a hablar.

Tras veinticuatro horas en el carcán, soltaron a Rob. Trató de mantenerse en pie pero cayó y permaneció tumbado, atenazado por el dolor, mientras la sangre volvía a circular por sus músculos.

– Vamos -dijo finalmente un guardia, y le dio un puntapié.

Se levantó con dificultad y salió cojeando de la cárcel, tratando de alejarse a la mayor velocidad posible. Caminó hasta una gran plaza con plátanos y una fuente de chorro en la que bebió y bebió, rindiéndose a una sed insaciable. Luego hundió la cabeza en el agua hasta que le zumbaron los oídos y sintió que se había quitado de encima parte del hedor carcelario.

Las calles de Ispahán estaban atestadas y la gente lo observaba al pasar.

Un vendedor ambulante, bajo y gordo, con una túnica andrajosa, apartaba moscas de un caldero en el que cocinaba algo sobre un brasero, en su carro tirado por un burro. El aroma del caldero le produjo tal debilidad, que Rob tuvo miedo. Pero cuando abrió la bolsa, descubrió que, en lugar de fondos suficientes para mantenerse durante meses, sólo contenía una pequeña moneda de bronce.

Le habían robado el resto mientras estaba inconsciente. Maldijo tristemente, sin saber si el ladrón era el soldado picado de viruela o un guardia de la cárcel. La moneda de bronce era una mofa, un chiste malévolo del ladrón, o tal vez se la había dejado por algún retorcido sentido religioso de la caridad. Se la dio al vendedor, que le sirvió una pequeña ración de arroz pilah grasoso. Era picante y contenía trozos de habas; tragó demasiado rápido, o tal vez su cuerpo había sufrido demasiado por la privación, el sol y el carcán. Casi al instante vomitó el contenido de su estómago en la calle polvorienta. Le sangraba el cuello donde había sido atormentado por el cepo, y sentía una palpitación detrás de los ojos. Se trasladó a la sombra de un plátano y allí permaneció, pensando en la campiña inglesa, en su yegua y en su carro con dinero debajo de las tablas, y en Señora Buffington sentada a su lado, haciéndole compañía.

La multitud era más densa ahora; un tropel de personas avanzaba por la calle, todas en la misma dirección.

– ¿A dónde van? -preguntó al vendedor.

– A la audiencia del sha -contestó el hombre, mirando con desconfianza al judío harapiento hasta que se alejó.

"¿Por qué no?”, se preguntó. ¿Acaso tenía otra opción?

Se sumó a la marea que bajaba por la avenida de Alí y Fátima, cruzó las cuatro vías de la avenida de los Mil Jardines, y torció hacia el inmaculado bulevar que llevaba por nombre Puertas del Paraíso. Había jóvenes y viejos, gentes de edades intermedias, hadjis de turbante blanco, estudiantes tocados con sus turbantes verdes, mullahs, pordioseros con el cuerpo entero y mutilados con harapos y turbantes de desecho de todos los colores, padres jóvenes con sus bebés, sirvientes que llevaban sillas de mano, hombres a caballo y a lomo de burro. Rob se encontró siguiendo los pasos a un corro de judíos de caftanes oscuros, y cojeó tras ellos como un ganso errante.

Atravesaron la breve frescura de un bosque artificial -los árboles no abundaban en Ispahán- y luego, aunque estaban adentrados en los muros de la ciudad, pasaron junto a numerosos campos en los que pastaban ovejas y cabras, separando la realeza de sus súbditos. Se acercaban a una gran extensión verde con dos columnas de piedra en sus extremos, a la manera de portales. Cuando apareció el primer edificio de la corte real, Rob creyó que se trataba del palacio, porque era más grande que el del rey, en Londres.

Pero se trataba de viviendas, a las que sucedieron otras del mismo tamaño, en su mayoría de ladrillo y piedra, muchas con torres y porches, todas con terrazas e inmensos jardines. Pasaron viñedos, establos y dos pistas de carreras, huertos y pabellones ajardinados de tal belleza que se sintió tentado a separarse de la muchedumbre y deambular por aquel perfumado esplendor, pero no le cabía la menor duda de que estaba prohibido.

Y después divisó una estructura tan formidable y al mismo tiempo tan arrebatadoramente graciosa, que no dio crédito a sus propios ojos: tejados en forma de pechos y almenas doradas entre las que se paseaban centinelas de yelmos y escudos relucientes, bajo largos pendones variopintos que ondeaban en la brisa.

Tironeó de la manga del que iba delante, un judío rechoncho cuya camiseta orlada asomaba por la camisa.

– ¿Qué es esa fortaleza?

– ¡La Casa del Paraíso, residencia del sha! -El hombre lo observó con mirada de preocupación-. Estás ensangrentado, amigo.

– No es nada; sólo un pequeño accidente.

Se volcaron por el largo camino de acceso; a medida que se acercaban, Rob notó que un ancho foso protegía el sector principal del palacio. El puente estaba levantado, pero en este lado del foso, junto a una plaza que hacía las veces de gran portal del palacio, había una sala por cuyas puertas entró la multitud.

El recinto ocupaba aproximadamente la mitad del espacio cubierto de la catedral de la Santa Sofía de Constantinopla. El suelo era de mármol, y las paredes y los altísimos techos de piedra, con ingeniosas rendijas para que la luz del sol iluminara tenuemente el interior. Se llamaba Sala de Columnas, porque junto a las cuatro paredes se alzaban columnas de piedra elegantemente talladas y acanaladas. La base de cada columna estaba esculpida en forma de patas y garras de diversos animales Cuando llegó Rob, la sala estaba llena a medias, pero detrás entró mucha gente que lo apretó entre los judíos. Unas secciones acordonadas dejaban pasillos abiertos a todo lo largo del recinto. Rob abrió bien los ojos, observándolo todo con renovada intensidad, porque las horas pasadas en el carcán lo habían terminado de convencer de su extranjería: actos que él consideraba naturales eran susceptibles de resultar extravagantes y amenazadores para la mentalidad persa, y ahora sabía que su vida podía depender de que percibiera correctamente cómo se comportaban y pensaban.

Observó que los hombres de la clase alta -con pantalones bordados, túnicas y turbantes de seda y zapatos con brocados- llegaban a caballo por otra entrada. A unos ciento cincuenta pasos del trono eran detenidos por unos sirvientes que se llevaban sus caballos a cambio de una moneda, y desde esa posición privilegiada proseguían su camino a pie, entre los pobres.

Unos funcionarios subalternos, de ropajes y turbantes grises, pasaron entre la muchedumbre y solicitaron la identidad de quienes querían hacer alguna petición. Rob se abrió paso hasta el pasillo, y con dificultad dio su nombre a uno de ellos, que lo apuntó en un pergamino curiosamente delgado y de aspecto endeble.