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– ¿Y la escuela? -no pudo resistirse a preguntar Rob, con tono ronco.

– Yo no me ocupo de la escuela-replicó el capitán de la Puerta, y se marchó con tanta prisa como había llegado.

Al cabo de un rato, dos fornidos sirvientes llevaron ante la puerta de casa de Rob una silla de mano ocupada por el hadji Davout Hosein y una buena cantidad de higos como símbolo de una dulce fortuna en su nueva casa.

Rob y el visitante se sentaron entre las hormigas y las abejas, en el suelo en medio de las ruinas del pequeño jardín con albaricoqueros, y comieron los higos.

– Estos albaricoqueros aún son excelentes -dijo el hadji después de estudiarlos atentamente.

Explicó con todo detalle cómo podían recuperarse los cuatro árboles mediante podas e irrigaciones asiduas, y la aplicación de abono con estiércol del caballo.

Después Hosein guardó silencio.

– ¿Ocurre algo? -murmuró Rob.

– Tengo el honor de transmitirte los saludos y felicitaciones del honorable Abu Ali at-Husain ibn Abdullah ibn Sina.

El hajdi estaba sudando y se había puesto tan pálido que el zabiba de su frente se destacaba especialmente. Rob se apiadó de él, aunque no tanto como para restar importancia al exquisito placer del momento, más dulce y sabroso que la embriagadora fragancia de los pequeños albaricoques que cubrían el suelo debajo de los árboles. Hosein presentó a Jesse hijo de Benjamín una invitación para matricularse en la madraza y estudiar medicina en el maristán, donde podía aspirar a convertirse en médico.

CUARTA PARTE

EL MARISTÁN

La primera mañana de Rob J. como estudiante amaneció calurosa, con el cielo plomizo. Se vistió cuidadosamente con la ropa nueva, pero decidió que hacía mucho calor para ponerse las perneras. Se había esforzado infructuosamente para aprender el secreto de arrollar el turbante verde, y por último dio una moneda a un joven callejero que le enseñó a ceñir el paño plegado alrededor de qalansuwa y luego encajárselo hábilmente. Pero Khuff tenía razón en cuanto a la pesadez de la tela barata: el turbante verde pesaba casi una piedra, y finalmente se quitó la insólita carga de la cabeza y se puso el sombrero de judío, lo que fue un alivio.

Eso lo volvió instantáneamente identificable cuando se acercó a la Gran Teta, donde conversaba un grupo de jóvenes tocados con turbantes verdes.

– ¡Karim, aquí está tu judío! -gritó uno.

Un hombre que estaba sentado en los peldaños se levantó y se le aproximó. Reconoció al estudiante bello y larguirucho al que había visto castigando a un enfermero durante su primera visita al hospital.

– Soy Karim Harun. ¿Tú eres Jesse ben Benjamín?

– Sí.

– El hajdi me ha asignado la tarea de mostrarte la escuela y el hospital, y de responder a tus preguntas.

– ¡Lamentarás no estar de vuelta en el carcán, hebreo! -gritó alguien, y todos los estudiantes rieron.

Rob sonrió.

– No creo -dijo.

Era obvio que toda la escuela había oído hablar del judío europeo que estuvo en la cárcel y luego fue admitido en la escuela de medicina por mediación del sha.

Empezaron por el maristán, pero Karim caminaba deprisa; era un guía irritable y superficial, que evidentemente quería poner fin cuanto antes a una tarea indeseable. Pero Rob J. logró dilucidar que el hospital estaba dividido en secciones femeninas y masculinas. Los hombres tenían enfermeros, y las mujeres estaban a cargo de enfermeras y sirvientas. Los únicos hombres que podían acercarse a las mujeres eran los médicos y los maridos de las pacientes.

Había dos salas dedicadas a cirugía y una cámara alargada, de techo bajo, repleta de estantes con frascos y tarros pulcramente etiquetados.

– Este es el khazanat ul-sharaf, el "tesoro de medicinas.” -dijo Karim-.

Los lunes y jueves los médicos hacen dispensario en la escuela. Después que los pacientes son examinados y tratados, los farmacéuticos preparan el medicamento prescrito por el medico. Los farmacéuticos del maristán son precisos hasta el grano más ínfimo, y honrados. La mayoría de los boticarios de la ciudad son unos cabrones corruptos, capaces de vender un frasco de orines y jurar que es agua de rosas.

En el edificio contiguo, la escuela, Karim le mostró salas de exámenes, de clase y laboratorios, una cocina y un refectorio, así como un gran baño para uso de profesores y estudiantes.

– Hay cuarenta y ocho médicos y cirujanos, pero no todos son profesores. Incluyéndote a ti, hay veintisiete estudiantes de medicina. Cada estudiante es aprendiz de una serie de médicos. La duración del aprendizaje varía según los individuos, lo mismo que la condición de aprendiz. Eres candidato a un examen oral cada vez que el puñetero cuerpo docente resuelve que estas preparado. Si apruebas, te nombran hakim. Si fracasas, sigues siendo estudiante y debes trabajar con la esperanza de que te den otra oportunidad.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Karim frunció el ceño y Rob comprendió que había hecho una pregunta inoportuna.

– Siete años. Me he examinado dos veces. El año pasado fallé en filosofía. Mi segundo intento fue hace tres semanas, cuando no supe responder a unas preguntas sobre jurisprudencia. ¿Qué cuernos puede importarme la historia de la lógica y los precedentes de la ley? Ya soy un buen médico. -Suspiró amargamente-. Además de las clases de medicina, tienes que asistir a las de derecho, teología y filosofía. Puedes escoger los cursos. Lo mejor suele ser volver con los mismos profesores -reveló a regañadientes-, porque algunos son misericordiosos durante los exámenes orales si se han familiarizado contigo.

“En la madraza todos tienen que asistir a las clases matinales de cada disciplina. Pero por la tarde los estudiantes de leyes preparan informes o asisten a los tribunales, los aspirantes a teólogos se encierran en las mezquitas, los filósofos en perspectiva leen o escriben, y los futuros médicos hacen prácticas en el hospital. Los médicos visitan el hospital por la tarde y los estudiantes se pegan a ellos, lo que les permite examinar pacientes y proponer tratamientos. Los médicos hacen infinitas preguntas instructivas. Es una espléndida oportunidad para aprender o -sonrió agriamente- convertirte en un asno hecho y derecho.

Rob estudió el rostro elegante y desdichado. "Siete años -pensó, azorado-, y nada salvo perspectivas inciertas.” Y seguramente ese hombre haya iniciado los estudios de medicina con una preparación superior a la de mis vagos conocimientos.

Pero los temores y los sentimientos negativos se desvanecieron cuando entraron en la biblioteca, que llevaba el nombre de Casa de la Sabiduría.

Rob nunca había imaginado que pudiera haber tantos libros en un sólo lugar. Algunos manuscritos figuraban en vitelas de diversos animales, pero en su mayoría estaban hechos del mismo material ligero sobre el que habían escrito su calaat.