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– Persia tiene pergaminos de muy mala calidad -observó.

Karim bufó.

– Aquí no hay ningún pergamino. Esto se llama papel y es un invento de “los ojos sesgados” del Este, unos infieles muy inteligentes. ¿En Europa tenéis papel?

– Nunca lo he visto.

– El papel sólo consiste en trapos viejos apaleados y aprestados con cola animal, y luego prensados. Es barato y hasta los estudiantes pueden permitirse el lujo de comprarlo.

La Casa de la Sabiduría deslumbró a Rob más que nada de lo que había visto hasta entonces. Se paseó calladamente por la sala, tocó los libros y miró los nombres de los autores, de los que sólo conocía unos pocos.

Hipócrates, Dioscórides, Ardígenes, Rufo de Efeso, el inmortal Galeno…

Oribasio, Filagrio, Alejandro de Tralles, Pablo de Egina…

– ¿Cuántos libros hay aquí?

– La madraza posee casi cien mil libros -dijo Karim con orgullo. Sonrió al notar incredulidad en los ojos de Rob-. En su mayoría fueron traducidos al persa en Bagdad. En la universidad de Bagdad hay una escuela de traductores donde se transcriben en papel libros escritos en todas las lenguas del Califato oriental. Bagdad tiene una universidad inmensa, con seiscientos mil libros en su biblioteca, y más de seis mil estudiantes y maestros famosos. Pero nuestra pequeña madraza posee algo de lo que ellos carecen.

– ¿Qué es ese algo?-inquirió Rob, y el estudiante más antiguo lo condujo a una pared de la Casa de la Sabiduría totalmente dedicada a las obras de un sólo autor.

– Él -dijo Karim.

Esa tarde Rob vio al hombre que los persas llamaban Jefe de Príncipes. A primera vista, Ibn Sina le resultó decepcionante. Su turbante rojo de médico estaba desteñido y lo llevaba atado con descuido; su durra presentaba un aspecto lastimoso y era sencilla. Bajo y de calva incipiente, tenía la nariz bulbosa y con venitas, y un principio de papada bajo su larga barba. Era igual a cualquier árabe envejecido, hasta que Rob vio sus penetrantes ojos pardos, tristes y observadores, severos y curiosamente vivos, y de inmediato sintió que Ibn Sina veía cosas que resultaban invisibles para el hombre corriente.

Rob era uno de los siete estudiantes que, con cuatro médicos, seguían los pasos de Ibn Sina mientras recorría el hospital. Ese día el médico jefe se detuvo a corta distancia del jergón en el que yacía un hombre hecho una pasa y de miembros flacos.

– ¿Quién es el estudiante aprendiz de esta sección?

– Yo, maestro. Mirdin Askari.

"De modo que este es el primo de Aryeh”, se dijo Rob. Observó con interés al joven judío atezado, cuya mandíbula larga y los dientes blancos y cuadrados lo dotaban de una cara sencilla y simpática, como la de un caballo inteligente.

Ibn Sina señaló al paciente.

– Háblanos de él, Askari.

– Es Amahl Rabin, un camellero que vino al hospital hace tres semanas, con intensos dolores en la región lumbar. Al principio sospechamos que se había lesionado la espina dorsal estando borracho, pero en breve el dolor se extendió al testículo y al muslo derechos.

– ¿La orina? -preguntó Ibn Sina.

– Hasta el tercer día la orina era transparente. De color amarillo, claro. La mañana del tercer día, presentaba sangre, y por la tarde expulsó seis cálculos: cuatro granitos de arena y dos piedras del tamaño de un guisante pequeño. Desde entonces no ha sufrido dolores y su orina es transparente, pero no acepta alimentos.

Ibn Sina arrugó la frente.

– ¿Qué le habéis ofrecido?

El estudiante se mostró desconcertado.

– La ración habitual. Pilah de varios tipos. Huevos de gallina. Cordero, cebollas, pan… No prueba bocado. Han dejado de funcionarle los intestinos, su pulso es más lento y se va debilitando progresivamente.

Ibn Sina asintió y los miró a todos.

– ¿Qué lo aqueja, entonces?

Otro asistente hizo acopió de coraje.

– Creo, maestro, que sus intestinos se han retorcido, bloqueando el paso de alimentos a través de su cuerpo. El paciente lo ha percibido y no permite que nada entre en su boca.

– Gracias, Fadil ibn Parviz -dijo cortésmente Ibn Sina-. Pero en el caso de una lesión de ese tipo, el paciente comería y después vomitaría.

Esperó. Como nadie hizo ninguna observación, se acercó al paciente.

– Amahl -dijo-, yo soy Husayn el Médico, hijo de Abdullah, que era hijo de al-Hasan, que era hijo de Ali, que era hijo de Sina. Estos son mis amigos y serán amigos tuyos. ¿De dónde eres?

– De la aldea de Shaini, maestro -susurró el hombre del jergón.

– ¡Ah, eres un hombre de Fars! He pasado días muy felices en Fars. Los dátiles del oasis de Shaini son grandes y dulces, ¿verdad?

A Amahl se le llenaron los ojos de lágrimas y asintió torpemente.

– Askari, ve a buscar dátiles y un cuenco de leche tibia para nuestro amigo.

Al instante trajeron lo que había pedido Ibn Sina; médicos y estudiantes observaron cómo el enfermo comía vorazmente.

– Despacio, Amahl. Despacio, amigo mío -le advirtió Ibn Sina-. Askari, ocúpate de que cambien la dieta de nuestro amigo.

– Sí, maestro -dijo el judío mientras se alejaban.

– Siempre debemos recordar este detalle acerca de los enfermos que están a nuestro cuidado. Acuden a nosotros pero no se convierten en nosotros. Y con mucha frecuencia no comen lo que nosotros comemos. Los leones no paladean el heno cuando visitan al ganado.

"Los habitantes del desierto subsisten principalmente gracias a cuajadas agrias y preparados de lácteos similares. Los habitantes del Dar-ul-Maraz comen arroz y frutos secos. Los jorasaníes sólo ingieren sopa espesada con harina. Los indios comen guisantes, legumbres, aceite y especias picantes. Los pueblos de la Transoxiana toman vino y carne, sobre todo de caballo. Los de Fars y Arabistán se alimentan principalmente de dátiles. Los beduinos están acostumbrados a la carne, la leche de camello y las algarrobas. Los de Gurgan, los georgianos, los armenios y los europeos suelen tomar bebidas espirituosas con las comidas, y comen carne de vacas y cerdos.

Ibn Sina observó a los hombres reunidos a su alrededor.

– Los aterrorizamos, jóvenes maestros. Algunas veces no podemos salvarlos y otras los mata nuestro tratamiento. No los matemos también de hambre.

El Jefe de Príncipes se alejó andando, con las manos a la espalda.

A la mañana siguiente, en un pequeño anfiteatro con gradas de piedra, Rob asistió a su primera clase en la madraza. Por puro nerviosismo llegó temprano y estaba sólo en la cuarta fila cuando media docena de aprendices entraron juntos. Al principio no le prestaron atención. Por su conversación era evidente que uno de ellos, Fadil ibn Parviz, había sido notificado de que examinarían su aptitud para convertirse en médico, y sus compañeros reaccionaban con burlona envidia.

– ¿Sólo falta una semana para que te examines, Fadil? -dijo un asistente bajo y rechoncho-. ¡Mearás verde de miedo!

– Cierra tu boca gorda, Abbas Sefi, nariz de judío, picha cristiana. Tú no tienes nada que temer de los exámenes porque serás aprendiz más tiempo aún que Karim Harun -respondió Fadil.

Todos rieron. De pronto, Fadil notó la presencia de Rob y dijo:

– Salaam ¿Qué tenemos aquí? ¿Cómo te llamas, Dhimmi?

– Jesse ben Benjamín.

– ¡Ah, el preso famoso! El cirujano barbero judío con un calaat del sha. Aquí descubrirás que hace falta algo más que un decreto real para llegar a ser médico.

El anfiteatro se estaba llenando. Mirdin Askari se abría paso por las gradas de piedra en busca de un lugar desocupado y Fadil lo llamó.

– ¡Askari! Ha llegado otro hebreo que quiere ser matasanos. Pronto seréis más que nosotros.

Askari los miró fríamente y se desentendió de Fadil como quien no hace caso de un insecto fastidioso.