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– ¡Háblanos del calaat, háblanos de Europa! -gritó Chofni.

La camaradería era tentadora, pero escapó a la soledad de su casa. Después de atender a los animales leyó a Aristóteles en el jardín y lo encontró difícil; no llegaba a comprenderlo, y estaba acobardado por su ignorancia.

Cuando cayó la oscuridad entró, encendió la lámpara y se dedicó al Corán. Las azoras parecían organizadas según su longitud, con los capítulos más largos al principio. Pero ¿cuáles eran las azoras importantes que debía memorizar? No tenía la menor idea. Y había muchísimos pasajes introductorios: ¿eran importantes?

Estaba desesperado, y pensó que tenía que empezar por algún lado.

Gloria a Dios el Altísimo lleno de Gracia y Misericordia, Él creo Todo, incluido el hombre.

Leyó los párrafos repetidas veces, pero después de memorizar unos pocos versos, se le cerraron los párpados. Completamente vestido, cayó en un profundo sueño en el suelo iluminado por la lámpara, como quien intenta escapar a un desvelo doloroso y vejatorio.

LA INVITACIÓN

Todas las mañanas, Rob era despertado por el sol naciente que se colaba a través de la estrecha ventana de su habitación, arrancando reflejos dorados a los tejados de las casas delirantemente inclinadas del Yehuddiyyeh. La gente salía a la calle al amanecer: los hombres para asistir a las oraciones matinales en las sinagogas, las mujeres, presurosas, para atender los puestos del mercado o hacer las compras temprano, con el fin de conseguir los mejores productos del día.

En la casa vecina, al norte, vivía el zapatero Yaakob ben Rashi, su esposa Naoma y su hija Lea. Al otro lado habitaba el panadero Micah Halevi, su mujer Yudit y tres hijas pequeñas. Rob llevaba pocos días en el Yehuddiyyeh cuando Micah envió a Yudit a su casa con objeto de entregarle un pan redondo y chato para el desayuno, recién salido del horno. Fuera donde fuese en el Yehuddiyyeh, todos tenían una palabra amable para el judío extranjero que había ganado el calaat.

Era menos popular en la madraza, donde los estudiantes musulmanes nunca lo llamaban por su nombre y se complacían en tildarlo de Dhimmi, y donde hasta sus compañeros judíos lo llamaban europeo.

Si bien su experiencia como cirujano barbero no era admirada, le fue útil en el maristán, donde en tres días resultó evidente que sabía vendar, sangrar y entablillar fracturas sencillas con la misma habilidad que un graduado.

Lo aliviaron de la faena de juntar lavazas y le asignaron tareas más relacionadas con el cuidado de los enfermos, lo que volvió un poco más soportable su vida.

Cuando preguntó a Abul Bakr cuáles eran las azoras importantes entre las ciento catorce del Corán, no logró una respuesta concreta.

– Todas son importantes -dijo el gordo mullah-. Algunas son más importantes a juicio de un estudioso, y otras a juicio de otro estudioso.

– Pero no podré graduarme a menos que haya memorizado las azoras importantes. Si no me dices cuáles son, ¿cómo puedo saberlo?

– Ah -respondió el profesor de teología-. Tienes que estudiar el Corán y Alá (¡exaltado sea!) te las revelará.

Sentía el peso de Mahoma sobre sus espaldas, los ojos de Alá siempre puestos en él. En el último rincón de la escuela estaba, inevitablemente, el Islam. En todas las clases había un mullah para cerciorarse de que Alá (¡grande y poderoso sea!) no fuera profanado.

La primera clase de Rob con Ibn Sina fue una lección de anatomía en la que disecaron un enorme cerdo, prohibido a los musulmanes como alimento, pero permitido para su estudio.

– El cerdo es un sujeto anatómico especialmente apto, porque sus órganos internos son idénticos a los del hombre -dijo Ibn Sina mientras cortaba diestramente el pellejo.

El animal estaba lleno de tumores.

– Estos bultos de superficie lisa no causaran daño, con toda probabilidad. Pero algunos han crecido con gran rapidez…, como estos. -Ibn Sina inclinó la pesada res para que pudieran observarlos mejor-. Estos agrupamientos carnosos se han apiñado hasta semejar la cabeza de una coliflor, y los tumores en coliflor son mortales.

– ¿Aparecen en los seres humanos? -preguntó Rob.

– No lo sabemos.

– ¿No podemos buscarlos?

El mutismo fue generaclass="underline" los demás estudiantes enmudecieron, desdeñosos, ante el diablo extranjero e infiel, y los instructores adoptaron una actitud de alerta. El mullah que había sacrificado al cerdo levantó la cabeza de su libro de oraciones.

– Está escrito -contestó Ibn Sina con mucho cuidado- que los muertos se levantarán y serán saludados por el Profeta (¡que Dios lo bendiga y lo salude!) para volver a vivir. A la espera de ese día, sus cuerpos no deben estar mutilados.

Rob asintió. El mullah volvió a sus oraciones e Ibn Sina reanudó la lección.

Esa tarde estaba en el maristán el hakim Fadil Ibn Parviz, con el turbante rojo de médico, recibiendo las felicitaciones de los aprendices porque había aprobado el examen. Rob no tenía ningún motivo para simpatizar con Fadil, pero se alegró y se exaltó, porque el éxito de cualquier estudiante podía algún día ser el propio.

Fadil y al-Juzjani eran los médicos que ese día hacían las rondas, y Rob los siguió con otros cuatro aprendices: Abbas Sefi, Omar Nivahend, Suleiman-al-Gamal y Sabit ihn Qurra. En el último momento, Ibn Sina se unió a al-Juzjani y a Fadil, y Rob sintió el aumento general del nerviosismo, la leve excitación que siempre se producía en presencia del médico jefe.

En breve llegaron al recinto de los pacientes con tumores. En el jergón más próximo a la entrada yacía una figura inmóvil y con los ojos hundidos.

Hicieron un alto alejados del paciente.

– Jesse ben Benjamín, háblanos de este hombre -dijo al-Juzjani.

– Se llama Ismail Ghazali. No conoce su edad, pero dice que nació en Khur durante las grandes inundaciones de primavera. Me han dicho que eso ocurrió hace treinta y cuatro años.

Al-Juzjani asintió aprobadoramente.

– Tiene tumores en el cuello, debajo de los brazos y en la entrepierna, que le producen un terrible dolor. Su padre falleció de una enfermedad similar cuando Ismail Ghazali era pequeño. Le atormenta orinar. Sus aguas son de color amarillo oscuro, con matices semejantes a pequeñas hebras rojas. No puede comer más de una o dos cucharadas de gachas sin vomitar, de modo que se le administra una alimentación ligera tan a menudo como la tolera.

– ¿Lo has sangrado hoy? -preguntó al-Juzjani.

– No, hakim.

– ¿Por qué?

– Es innecesario causarle más dolor. -Si Rob no hubiese estado pensando en el cerdo y preguntándose si el cuerpo de Ismail Ghazali estaba siendo consumido por tumores en coliflor, probablemente no hubiera caído en la trampa-. Al caer la noche estará muerto.

Al-Juzjani lo miró atónito.

– ¿Por qué piensas eso? -inquirió Ibn Sina.

Todas las miradas confluyeron en Rob, pero él sabía que no debía intentar una explicación.

– Lo sé -dijo finalmente.

Fadil olvidó su nueva dignidad y soltó una carcajada. Al-Juzjani se puso rojo de indignación, pero Ibn Sina levantó la mano indicando a los otros médicos que debían seguir su camino.

El incidente puso fin a la exaltación optimista de Rob. Esa noche le resultó imposible estudiar. "Asistir a la escuela es una equivocación”, se dijo.

Nada podía hacer de él lo que no era, y tal vez había llegado la hora de reconocer que no estaba destinado a ser médico.

Pero a la mañana siguiente fue a la escuela y asistió a tres clases; por la tarde se obligó a ir detrás de al-Juzjani en su visita a los pacientes. Cuando iniciaron la ronda, Rob notó angustiado que Ibn Sina se unía a ellos, como había hecho el día anterior.