La mitología no atraía a Rob más que la pederastía, así que pagó al camarero y se abrió paso entre la muchedumbre, hasta llegar al extremo de la maidan. Se quedó un rato observando los coches tirados por mulas que daban vueltas a la plaza lentamente, porque otros estudiantes se los habían mencionado.
Finalmente, contrató un coche bien cuidado, con una lila pintada en la portezuela.
En el interior reinaba la oscuridad. La mujer esperó a que las mulas tiraran del carro para moverse.
Poco después, Rob la vio lo bastante bien como para saber que el cuerpo entrado en carnes tenía edad suficiente para ser su madre. Durante el acto, la mujer le gustó, porque era una prostituta que no pretendía engañar a nadie; así pues, no simuló pasión ni fingió goce: se limitó a complacerlo suavemente y con habilidad.
Después la mujer tiró de un cordón, lo que significaba que habían terminado, y el alcahuete del pescante refrenó las mulas.
– Llévame al Yehuddiyyeh -gritó Rob-. Te pagaré el tiempo de ella.
Viajaron en amable compañía en el coche que se balanceaba de un lado a otro.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó Rob a la mujer.
– Lorna.
Bien entrenada, no le preguntó a él su nombre.
– Yo soy Jesse ben Benjamín.
– Estás bien hecho, Dhimmi -comentó ella tímidamente y le toco los músculos apretados de sus hombros-. ¿Por qué son como nudos de cuerda? ¿Qué temes, encontrarte con un joven robusto como tú?
– Temo ser un buey cuando tengo que ser un zorro -dijo Rob, sonriente en la oscuridad.
– Por lo que he visto, de buey no tienes nada -dijo la mujer secamente-. ¿Cuál es tu ocupación?
– Estudio en el maristán porque quiero ser médico.
– Ah. Como el Jefe de Príncipes. Mi prima ha sido cocinera de su primera esposa desde que Ibn Sina está en Ispahán.
– ¿Sabes cómo se llama su hija? -preguntó Rob segundos después.
– No tiene ninguna hija. Ibn Sina carece de prole. A sus dos esposas, Reza la Piadosa, que es vieja y achacosa, y Despina la Fea, que es joven y hermosa, ¡Alá exaltado sea! no las ha bendecido con descendencia.
– Comprendo -dijo Rob.
La usó cómodamente una vez más antes de que el carruaje llegara al Yehuddiyyeh. Una vez allí, orientó al conductor hasta su casa y pagó bien a ambos por haberle posibilitado llegar, encender las lámparas y enfrentarse a sus mejores amigos y peores enemigos: los libros.
LA DIVERSIÓN DEL SHA
Estaba en una ciudad y rodeado de gente, pero llevaba una existencia solitaria. Todas las mañanas se ponía en contacto con los otros aprendices y todas las tardes se separaba de ellos. Sabía que Karim, Abbas y otros vivían en celdas de la madraza, y suponía que Mirdin y los demás estudiantes judíos habitaban en casas del Yehuddiyyeh, pero ignoraba cómo era su existencia fuera de la escuela y del hospital. Suponía que, al igual que él mismo, se verían desbordados por estudios y lecturas. Estaba demasiado ocupado para sentirse sólo.
Sólo pasó doce semanas en la admisión de nuevos pacientes, y luego le asignaron un destino que detestaba: los aprendices de médico se turnaban prestando servicios en el tribunal islámico los días en que el kelonter ejecutaba las sentencias.
La primera vez que volvió a la cárcel y pasó cerca de los carcans se le revolvió el estómago.
Un guardia lo condujo hasta una mazmorra donde un hombre se revolcaba y gemía. En el sitio donde tendría que haber estado la mano derecha del preso, una cuerda de cáñamo ataba un áspero trapo azul a un muñón, por encima del cual el antebrazo aparecía terriblemente hinchado.
– ¿Me oyes? Soy Jesse.
– Sí, señor -musitó el hombre.
– ¿Cómo te llamas?
– Soy Djahel.
– Djahel, ¿Cuánto hace que te cortaron la mano?
El hombre movió la cabeza, desconcertado.
– Dos semanas -dijo el guardia.
Al quitar el trapo, Rob encontró un relleno de boñiga de caballo. En sus tiempos de cirujano barbero había visto a menudo usar para ese fin la boñiga, y sabía que no sólo rara vez resultaba beneficiosa, sino que, con toda probabilidad, era dañina. Así pues, la arrancó.
El extremo del antebrazo cercano a la amputación estaba ligado con otro trozo de cáñamo. Debido a la inflamación, las cuerdas se habían hundido en el tejido, y el brazo empezaba a ponerse negro. Rob cortó la venda y lavó con sumo cuidado y lentamente el muñón. Lo untó con una mezcla de sándalo y agua de rosas, y lo llenó de alcanfor en lugar de la boñiga. Dejó a Djahel refunfuñando, pero aliviado.
Esa fue la mejor parte del día, porque de los calabozos lo llevaron al patio de la cárcel para asistir al inicio de los castigos.
Era prácticamente lo mismo que había presenciado durante su propio confinamiento, salvo que, estando en el carcán, tenía la posibilidad de replegarse en la inconsciencia. Ahora permanecía petrificado entre los mullahs que entonaban sus preces mientras un guardia musculoso levantaba un alfanje de gran tamaño. El prisionero, un hombre de cara gris condenado por fomentar la traición y la sedición, fue obligado a arrodillarse y apoyar la mejilla contra el bloque.
– ¡Amo al sha! ¡Beso sus sagrados pies! -gritó el arrodillado en un vano intento por eludir la condena, pero nadie le respondió, y el alfanje ya silbaba en el aire.
El golpe fue limpio, la cabeza rodó y quedó apoyada contra un carcán, con los ojos todavía desorbitados de angustiado terror. Se llevaron los restos y, a continuación, le abrieron la barriga a un joven al que habían encontrado con la esposa de otro. Esta vez el mismo verdugo blandió una daga larga y delgada, y con un tajo de izquierda a derecha destripó eficazmente al adúltero.
Afortunadamente, ese día no había asesinos, a los que también habrían destripado y luego descuartizado para que fueran pasto de perros y aves carroñeras.
Después de los castigos menores, fueron requeridos los servicios de Rob.
Un ladrón que todavía no era hombre se ensució de miedo en los pantalones cuando le cortaron la mano. Había un cazo con resina caliente, pero Rob no la necesitó porque la fuerza de la amputación cerró a cal y canto el muñón, y sólo tuvo que lavarlo y vendarlo.
Lo pasó peor con una mujer gorda y plañidera a la que por segunda vez condenaron por mofarse del Corán: la privaron de la lengua. La sangre roja manaba a través de sus gritos roncos y mudos, hasta que Rob logró cerrar un vaso.
En el interior de Rob comenzó a abrirse paso el odio por la justicia musulmana y el tribunal de Qandrasseh.
– Esta es una de vuestras herramientas más importantes -dijo solemnemente Ibn Sina a los estudiantes.
Levantó un recipiente para la orina cuyo nombre correcto, les informó, era matula. Tenía forma de campana, con un pico ancho y curvo destinado al paso de la orina. Ibn Sina había dado instrucciones a un soplador de vidrió para que fabricara los matula de médicos y estudiantes.
Rob ya sabía que si la orina contenía sangre o pus, algo andaba mal. ¡Pero Ibn Sina llevaba dos semanas machacando con la orina! ¿Era poco densa o viscosa? Se sopesaban y discutían las sutilezas del olor. ¿Se presentaba el meloso indicio del azúcar? ¿El olor gredoso sugería la presencia de piedras? ¿La acidez revelaba una enfermedad consuntiva? ¿O meramente evidenciaba la rancia pastosidad de alguien que ha comido espárragos?
¿Era el flujo copioso -lo que significaba que el cuerpo estaba expulsando la enfermedad- o escaso, lo que podía significar que las fiebres internas secaban los líquidos del organismo?