Unos magos acróbatas presentaron un numero espectacular plantando una semilla en la tierra, regándola y cubriéndola con un paño. Detrás de una cortina de cuerpos en movimiento, en el punto culminante de sus acrobacias, uno de ellos levanto el paño, clavó en tierra una rama frondosa y volvió a cubrirla. Tanto la distracción como el engaño fueron patentes para Rob, que los estaba esperando; pero se divirtió cuando finalmente retiraron paño y el publico aplaudió el "árbol" que había crecido por arte de magia
El sha estaba visiblemente inquieto cuando comenzó la lucha.
– Mi arco -ordenó.
Cuando lo tuvo en sus manos, lo tendió y distendió, mostrando a sus cortesanos con cuanta facilidad doblaba un arma tan pesada. Los más próximos a él murmuraron, admirados de su fuerza, pero otros aprovecharon el ánimo relajado para conversar, y entonces Rob comprendió la razón por que había sido invitado: en su condición de europeo era una rareza exhibirlo como cualquiera de las bestias o los animadores, y los persas lo acribillaron con preguntas:
– ¿Hay un sha en tu país, ese lugar…?
– Inglaterra. Sí, tenemos un rey que se llama Canuto.
– ¿Los hombres de tu país son guerreros y caballistas? -preguntó un anciano de ojos sabios.
– Sí, sí, grandes guerreros y estupendos jinetes.
– ¿Qué puedes decirnos de la temperatura y el clima?
– Hace más frío y humedad que aquí.
– ¿Y la comida?
– Diferente de la vuestra, sin tantas especias. Allá, no hay pilah.
Eso los impresionó.
– ¡No conocen el pilah! -comentó el anciano en tono despectivo.
Lo rodearon, pero más por curiosidad que por amistad: se sintió aislado entre ellos.
El sha Alá se incorporó.
– ¡A los caballos! -exclamó impaciente, y la muchedumbre lo siguió hasta un campo cercano, dejando a los luchadores con sus llaves y sus gruñidos.
– ¡Pelota y palo, pelota y palo! -gritó alguien y, de inmediato, se oyeron fuertes aplausos.
– Entonces juguemos -aceptó el sha.
Escogió a tres hombres como compañeros de equipo y a otros cuatro como adversarios. Los equinos que unos mozos de cuadra llevaron al campo eran poneys duros, como mínimo un palmo más bajos que los mimados sementales blancos. Cuando todos los jugadores ocuparon sus cabalgaduras cada uno recibió un palo largo y flexible que terminaba en forma de cayado
En cada extremo del alargado campo había dos columnas de piedra, separadas unos ocho pasos entre sí. Cada equipo llevó a sus caballos a medio galope hasta esas áreas, donde formaron filas, enfrentados como ejército enemigos. Un oficial del ejército que haría de juez se paró a un lado e hizo rodar hacia el centro del campo una pelota de madera del tamaño de una manzana de Exmouth.
El público empezó a gritar. Los caballos se precipitaron al galope, y los jinetes chillaban y blandían sus palos.
– ¡Dios! -pensó Rob J., aterrorizado-. "¡Cuidado, cuidado!" Tres caballos chocaron con un sonido horrible; uno de ellos cayó y rodó, mientras su jinete salía disparado por el aire. El sha acercó su palo y golpeó sonoramente la pelota de madera; los caballos corrieron tras ella haciendo atronar sus cascos en el césped.
El caballo caído relinchaba estridentemente mientras intentaba levantarse sobre un corvejón quebrado. Una docena de mozos entraron corriendo en el campo, le cortaron el pescuezo y lo sacaron a rastras antes que su jinete estuviera en pie. Este se sostenía el brazo izquierdo y sonreía a través de los dientes apretados.
Rob pensó que tenía el brazo roto y se acercó al jugador lesionado.
– ¿Puedo ayudarte?
– ¿Eres médico?
– Cirujano barbero y estudiante del maristán.
El miembro de la nobleza lo observó con sorprendido disgusto.
– No, no. Debemos llamar a al-Juzjani -protestó mientras se lo llevaban.
Caballo y jinete fueron reemplazados de inmediato. Se diría que los ocho caballistas habían olvidado que estaban jugando y no librando una batalla.
Los unos golpeaban las monturas de los otros, y en sus intentos por impulsar la pelota para que cayera entre las columnas, la batían peligrosamente cerca de sus contrincantes y de las bestias. Ni siquiera sus propios poneys estaban a salvo de sus palos, pues el sha a menudo golpeaba la pelota casi detrás de sus cascos y debajo de la barriga.
Nadie daba cuartel al sha. Hombres que sin duda habrían sido asesinados si hubieran dedicado una mirada torcida a su soberano, ahora daban la impresión de hacer todo lo posible por dejarlo tullido, y a juzgar por los gruñidos y susurros de los espectadores, Rob J. pensó que no se habrían sentido descontentos si el sha Alá hubiera recibido un golpe o hubiera sido desmontado.
Pero no ocurrió nada de eso. Como los demás, el sha cabalgaba temerariamente pero con una habilidad pasmosa, orientando su poney sin usar las manos, que empuñaban el palo, y con movimientos casi imperceptibles de sus piernas. Alá mantenía una postura firme y confiada, y cabalgaba como si fuera una prolongación de su corcel. El que practicaba era un estilo de equitación que Rob desconocía y se acordó, avergonzado, del anciano que le había preguntado por las caballerías de Inglaterra y él se había jactado de su excelencia.
Los caballos eran una maravilla, pues seguían la pelota sin reducir la velocidad, sabían girar instantáneamente y salir al galope en dirección opuesta, lo que en muchos casos impidió que caballos y jinetes chocaran contra los postes de piedra.
El aire se llenó de polvo, y los espectadores gritaban roncamente.
Cuando alguien marcaba un tanto, sonaban los tambores y los címbalos.
Poco después, el juego terminó cuando el equipo del sha había introducido cinco veces la pelota, mientras el contrario sólo había logrado tres tantos.
Los ojos de Alá brillaban de satisfacción cuando desmontó, porque había marcado personalmente dos tantos. Para celebrarlo, mientras se llevaban los poneys, apostaron a dos toros en el centro del campo y soltaron a dos leones. La contienda fue decepcionantemente injusta, pues en cuanto los felinos estuvieron sueltos, los cuidadores derribaron a los toros y les partieron la crisma a hachazos, permitiendo que las fieras desgarraran la carne todavía estremecida.
Rob comprendió que la colaboración humana en el espectáculo se debía a que el sha Alá era el León de Persia. Habría sido indecoroso y de muy mal augurio que durante su propia fiesta un simple toro hubiera vencido al símbolo del vigoroso poder del Rey de Reyes.
En el jardín, cuatro mujeres cubiertas por velos se balanceaban y danzaban al son de las flautas, mientras un rapsoda cantaba a las huries, las tiernas y sensuales vírgenes del paraíso.
El imán Qandtasseh no habría puesto objeciones al espectáculo. En efecto, aunque ocasionalmente se adivinaba la curva de un trasero o el movimiento de un pecho entre los pliegues de los voluminosos vestidos negros, sólo se mostraban las manos, que no paraban de hacer gestos, y los pies, frotados con alheña roja. Los nobles contemplaban ávidamente unas y otros, imaginaban ciertos rincones también rojos, en el cuerpo oculto por las negras vestimentas.
El sha Alá se levantó de su silla y se alejó de quienes estaban en torno a la fuente, pasó junto al eunuco que sujetaba la espada desenvainada y entró en el harén.
Rob parecía el único que había seguido al rey con la mirada, mientras Khuff, el capitán de las Puertas, se adelantaba para custodiar la Tercera Puerta con el eunuco. El rumor de las conversaciones se elevó; cerca, el general Rotun bis Nasr -anfitrión del rey y amo de la casa- rió audiblemente de sus propios chistes, como si Alá no hubiese ido en busca de sus esposas a vista de casi toda la corte.
Rob se preguntó si ese era el comportamiento que cabía esperar del Poderosísimo Amo del Universo.