Una hora más tarde volvió el sha, con expresión bondadosa. Khuff se apartó de la Tercera Puerta, hizo una señal imperceptible y comenzó el banquete.
La más fina vajilla blanca estaba dispuesta en paños de brocado, sirvieron pan de cuatro variedades, once tipos de pilah en cuencos de plata tan grandes que uno solo habría sido suficiente. El arroz de cada cuenco era de distinto color y sabor, pues había sido preparado con azafrán, azúcar, pimienta, canela, clavo, ruibarbo, jugo de granadas o zumo de cidra. Cuatro inmensos tajaderos contenían doce aves de corral cada uno; otros dos perniles de antílope asados, en uno se veían pilas con trozos de carnero cocidos a fuego lento, y cuatro ostentaban corderos enteros asados hasta quedar tiernos, jugosos y curruscantes.
"¡Barber, Barber, qué pena que no estés aquí!"
Para ser alguien educado en la apreciación de sabrosos manjares por semejante maestro, en los últimos meses Rob había comido demasiado espartanamente, con el propósito de consagrarse a la vida erudita. Ahora probó todo con incontenible avidez.
En cuanto las sombras fueron crepúsculo, los esclavos fijaron grandes bujías al caparazón córneo de tortugas vivas y las encendieron. Cuatro descomunales ollas fueron acarreadas sobre palos desde la cocina; una estaba llena de huevos de gallina convertidos en un budín cremoso, otra contenía una sopa clara con hierbas, en la tercera abundaba un picadillo de carne con penetrante olor a especias, y la última rebosaba rodajas de un pescado frito que Rob no conocía, de carne blanca y escamosa como la de la platija, aunque con la delicadeza de la trucha.
Ahora reinaba la oscuridad. Aparte del grito de las aves nocturnas, sólo se oían suaves murmullos, eructos, despedazamiento de carnes y rumor de masticación. De vez en cuando, una tortuga parecía suspirar y se movía. La luz proyectada por su vela cambiaba de lugar y parpadeaba como el destello de la luna ondulando en las aguas.
Y siguieron engullendo.
Apareció una fuente con ensalada de invierno, tubérculos conservados en salmuera. Y un cuenco con ensalada de verano, que incluía lechuga y unas hojas verdes picantes y amargas que Rob nunca había probado.
Colocaron delante de cada asistente un plato muy hondo y lo llenaron con un sherbet agridulce. Y luego se presentaron los sirvientes con botas de piel de cabra llenas de vino, copas y platos con pastas y frutos secos endulzados con miel y semillas saladas.
Rob estaba solo y bebió a sorbos el buen vino, sin hablar ni ser interpelado por nadie, escuchando todo con la misma curiosidad con que había paladeado la comida.
Las botas se vaciaron de vino y fueron reemplazadas por otras llenas, provenientes de la inagotable bodega personal del sha. Algunos se levantaban y se apartaban para orinar, aliviar los intestinos o vomitar. Varios estaban embrutecidos y ausentes a causa de la bebida.
Las tortugas se movieron juntas, tal vez por nerviosismo, aunando toda la luz en un rincón y dejando el resto del jardín en la oscuridad. Un eunuco jovencito, acompañado por una lira, cantó con voz aguda y dulce a los guerreros y al amor, pasando por alto el hecho de que muy cerca dos hombres peleaban.
– ¡Cagarrajo de una meretriz! -dijo uno arrastrando la voz.
– ¡Cara de judío! -escupió el otro.
Se agarraron cuerpo a cuerpo hasta que alguien los separó y los sacaron a rastras.
Finalmente, el sha tuvo náuseas, perdió el conocimiento y lo llevaron a su carroza.
Rob se escabulló de inmediato. No había luna y le resulto difícil seguir el camino desde la finca de Rotun bin Nasr. Por un apremio profundo y amargo, ocupó el lado del camino reservado al sha, y en un momento dado interrumpió sus pasos para orinar larga y cálidamente sobre las flores desparramadas.
Lo adelantaron jinetes y diversos transportes, pero nadie se ofreció a llevarlo. Tardó horas en llegar a Ispahán. El centinela se había acostumbrado a los rezagados que volvían de la fiesta del sha y, fatigado, hizo ademán de que cruzara la puerta.
A mitad de camino, ya en el interior de Ispahán, Rob se detuvo y se sentó en una empalizada baja para contemplar aquella ciudad tan extraña donde todo estaba prohibido por el Corán y todo era objeto de infracción. Se permitía a un hombre tener cuatro esposas, pero casi todos parecían dispuestos a arriesgar la cabeza para acostarse con otras mujeres, mientras el sha Alá fornicaba abiertamente con quien le venía en gana. Beber vino estaba proscrito por el Profeta y era pecado; sin embargo, había un hambre nacional de vino, un gran porcentaje del populacho bebía en exceso y el sha poseía una vasta bodega de finísimos caldos.
Meditando acerca del enigma que era Persia, Rob entró en su casa sobre piernas inestables, bajo un firmamento enjoyado y el encantador sonido del muecín del alminar de la mezquita del Viernes.
LA COMISIÓN MÉDICA
Ibn Sina estaba acostumbrado a la piadosa sentencia del imán Qandrasseh, que no podía controlar al sha, aunque con creciente estridencia advertía a sus consejeros que la bebida y el libertinaje serían castigados por una fuerza superior a la del trono. Con este fin, el visir había estado reuniendo información del exterior y presentando ejemplos y pruebas de que Alá ¡poderoso sea! estaba furioso con los pecados de toda la tierra.
Los viajeros de la Ruta de la Seda habían hablado de desastrosos terremotos y brumas pestíferas en la zona de China regada por el Kiang y el Hoai. En la India, a un año de sequía habían seguido abundantes lluvias primaverales, pero las cosechas en desarrollo fueron devoradas por una plaga de langostas. Grandes tormentas habían azotado las costas del mar de Omán, provocando inundaciones que ahogaron a muchos, mientras en Egipto cundía la hambruna porque el Nilo no se había elevado hasta el nivel requerido. En Maluchistán se abrió una montaña humeante y vomitó un torrente de hirvientes rocas derretidas. Dos mullahs de Nain informaron que se les habían aparecido los demonios en sus sueños. Exactamente un mes antes del ayuno de Ramadan hubo un eclipse parcial del sol y luego los cielos parecieron arder: se observaron extraños incendios celestiales.
El peor presagio del disgusto de Alá lo interpretaron los astrólogos reales, quienes informaron con inocultable agitación que en el plazo de dos meses habría una gran conjunción de los tres planetas superiores -Saturno, Júpiter y Marte- en el signo de Acuario. Se plantearon discrepancias en cuanto a la fecha exacta en que se produciría, pero no hubo divergencias con respecto a su gravedad. Hasta Ibn Sina escuchó seriamente la noticia, pues sabia que Aristóteles había escrito sobre la amenaza inherente a la conjunción de Marte y Júpiter.
De modo que parecía predeterminado que Qandrasseh citara a Ibn Sina una brillante y terrible mañana, y le informara de que había estallado un brote de pestilencia en Shiraz, la ciudad más grande del territorio de Anshan.
– ¿Qué pestilencia?
– La peste -respondió el imán.
Ibn Sina palideció, abrigando la esperanza de que el imán se equivocara porque la peste llevaba trescientos años ausente de Persia. Pero su mente abordó el problema directamente.
– Debe ordenarse a los soldados que intercepten de inmediato la Ruta de las Especias para hacer retroceder a todas las caravanas y viajeros que vienen del sur. Y debemos enviar una comisión médica a Anshan.
– No obtenemos muchos beneficios con los impuestos de Anshan -dijo el imán, pero Ibn Sina meneó la cabeza.
– Debemos contener la enfermedad en nuestro propio beneficio, pues la peste pasa rápidamente de un lado a otro.
Cuando entró en su casa, Ibn Sina ya había decidido que no podía enviar a un grupo de colegas, pues si la plaga llegaba a Ispahán, los médicos serían necesarios en su propio territorio. Seleccionaría, en cambio, a un médico y una partida de aprendices.
La emergencia debía aprovecharse para templar a los mejores y más fuertes, resolvió. Tras algunas consideraciones, Ibn Sina cogió pluma, tinta y papel, y escribió: