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… Detén un poco el paso, peregrino, que allí reposa ya, gracias al Cielo, el héroe de más rumbo y menos pelo que gobernó la Fspaña a lo argelino…

Un voceador ambulante iba por la calle ofreciendo pirulís de La Habana, volviéndose de vez en cuando para espantar a un par de chicuelos descamisados que lo seguían mirando codiciosos su mercancía. Un grupo de estudiantes entró en el café a tomar un refresco. Llevaban periódicos en la mano y discutían animadamente sobre la última actuación callejera de la Guardia Civil, a la que aludían jocosamente como Guardia Cerril. Algunos se detuvieron, divertidos, para escuchar a Cárceles recitando la elegía fúnebre del duque de Valencia:

… Guerrero sin combates, mas con suerte, fue la lujuria su adorada diosa y entre gula y lujuria halló la muerte. Si hacer quieres por él alguna cosa, levanta el calañés, escupe fuerte, reza un responso y cágate en la fosa.

Los jóvenes vitorearon a Cárceles y éste saludó, emocionado por la favorable reacción del improvisado auditorio. Se dieron un par de vivas a la democracia y el periodista fue invitado a una ronda. Don Lucas se retorcía el bigote, ebrio de santa ira. El gato se enroscaba a sus pies, legañoso y patético, como queriendo brindarle su miserable consuelo.

El ruido de los floretes resonaba en la galería.

– Atención a ese compás… Así, muy bien. En cuarta. Bien. En tercia. Bien. Primera. Bien. Ahora dos en primera, así… Calma. Atrás cubriendo, eso es. Atención ahora. Sobre las armas. A mí. No importa, repítalo. A mí. Oblígueme a parar en primera dos veces.

Bien. ¡Firme ahí! Evite. Así. ¡Derecho ahora! ¡A fondo!… Bien. Tocado. Excelente, don Álvaro.

Jaime Astarloa puso el florete bajo su brazo izquierdo, se quitó la careta y tomó aliento. Alvarito Salanova se frotaba las muñecas; su voz insegura, de adolescente, sonó tras la rejilla metálica que le cubría el rostro.

– ¿Qué tal estuve, maestro?

El profesor de esgrima sonrió, aprobador.

– Bastante bien, señor mío. Bastante bien -indicó con un gesto el florete que el joven sostenía en la mano derecha-. Sigue usted, sin embargo, dejándose ganar los tercios del arma con cierta facilidad. Si vuelve a verse en ese apuro no dude en romper distancia, retrocediendo un paso.

– Sí, maestro.

Se volvió con Jaime hacia los otros discípulos que, equipados y con la careta bajo el brazo, habían presenciado el asalto:

– Dejarse ganar los tercios es quedar a merced del adversario… ¿Estamos todos de acuerdo?

Tres voces juveniles corearon una respuesta afirmativa. Como Alvarito Salanova, tenían entre catorce y diecisiete años. Dos eran hermanos, los Cazorla, rubios y extraordinariamente parecidos, hijos de militar. El otro era un joven de tez enrojecida por infinidad de pequeños granitos que le daban un desagradable aspecto. Se llamaba Manuel de Soto, era hijo del conde de Sueca, y el maestro había abandonado hacía tiempo la esperanza de convertirlo en un esgrimista razonable; poseía un temperamento demasiado nervioso, y en cuanto cruzaba cuatro veces el florete se armaba un lío de mil demonios. En cuanto al pollo Salanova, un mozarrón moreno y apuesto, de muy buena familia, era sin duda el mejor. En otro tiempo, con la preparación y la disciplina adecuadas, habría brillado en los salones como tirador de raza; pero a tales alturas del siglo, pensaba don Jaime con amargura, sus dotes pronto quedarían anuladas por el entorno, donde otro tipo de diversiones encandilaba más a la juventud: viajes, equitación, caza y frivolidades sin cuento. Por desgracia, el mundo moderno ofrecía a los jóvenes demasiadas tentaciones que alejaban de sus espíritus el temple necesario para hallar plena satisfacción en un arte como la esgrima.

Llevó la mano izquierda a la punta embotonada de su florete y curvó ligeramente la hoja.

Ahora, caballeros, me gustaría que uno de ustedes practicase un poco con don Álvaro esa parada en segunda que nos trae a todos de cabeza -decidió ser piadoso con el joven de los granos, designando al menor de los Cazorla-. Usted mismo, don Francisco.

Se adelantó el aludido, colocándose la careta. Como sus compañeros, vestía de blanco de pies a cabeza.

– En línea.

Se ajustaron las manoplas ambos jóvenes, quedando frente a frente. -En guardia.

Saludaron levantando el florete antes de adoptar la posición clásica de combate, adelantando la pierna derecha, ligeramente flexionadas ambas, el brazo izquierdo hacia atrás, en ángulo recto con la mano abandonada, caída hacia adelante.

– Recuerden el viejo principio. Hay que sostener la empuñadura como si tuviésemos un pájaro en las manos: con la suavidad precisa para no aplastarlo, y con la firmeza suficiente para que no eche a volar… Esto va sobre todo por usted, don Francisco, que muestra una irritante tendencia a ser desarmado. ¿Comprendido?

– Sí, maestro.

– Pues no perdamos más tiempo. A su asunto, caballeros.

Sonaron suavemente las hojas de acero. El joven Cazorla inició el ataque con gracia y fortuna; era rápido de piernas y puño, moviéndose con la ingravidez de una pluma. Por su parte, Alvarito Salanova se cubría con bastante desahogo, retrocediendo un paso en lugar de saltar hacia atrás en momentos de peligro, parando de forma irreprochable cada vez que su adversario le ofrecía el movimiento. Al cabo de un rato cambiaron los papeles y le llegó a Salanova el turno de tirarse a fondo una y otra vez, para que su compañero solucionase el problema con el florete en segunda. Estuvieron así, tirando y parando, hasta que Paquito Cazorla cometió un error que le hizo bajar en exceso la guardia tras una infructuosa estocada. Con un grito de triunfo, dejándose llevar por la excitación del asalto, su oponente abandonó toda precaución para zapatearle sobre el peto dos rápidos botonazos.

Don Jaime frunció el ceño y puso fin a la lid, interponiendo su florete entre ambos jóvenes.

– Debo hacerles una reconvención, caballeros -dijo con severidad-. La esgrima es un arte, muy cierto; pero ante todo es una ciencia útil. Cuando se empuña un florete o un sable, aunque éstos lleven un botón en la punta o tengan el filo embotado, jamás se debe plantear la cuestión como un juego. Cuando sientan ustedes deseos de jugar, recurran al aro, la peonza o los soldaditos de plomo. ¿Me estoy explicando bien, señor Salanova?

El aludido hizo un brusco movimiento con la cabeza, cubierta por la careta de esgrima. Los ojos grises del maestro lo miraron con dureza.

– No he tenido el placer de escuchar su respuesta, señor Salanova -añadió, severo-. Y no estoy acostumbrado a dirigirme a personas cuyo rostro no puedo ver.

Balbució el joven una disculpa y se quitó la careta; estaba rojo como la grana y miraba, avergonzado, la punta de sus escarpines.

– Le preguntaba si me he explicado bien.

– Sí.

– No he oído su respuesta. -Sí, maestro.

Jaime Astarloa miró al resto de sus alumnos. Los jóvenes rostros estaban a su alrededor, graves y expectantes.

– Todo el arte, toda la ciencia que intento inculcar en ustedes se resume en una sola palabra: eficacia…

Alvarito Salanova levantó los ojos y cruzó con el joven Cazorla una mirada de mal disimulado rencor. Don Jaime hablaba con el botón del florete apoyado en el suelo y las dos manos sobre el pomo de la empuñadura:

– Nuestro objetivo -añadió- no es encandilar a nadie con un airoso floreo, ni realizar discutibles hazañas como las que acaba de ofrecernos don Alvaro; hazaña que podía haberle costado muy cara en un asalto a punta desnuda… Nuestra meta es dejar fuera de combate al adversario de forma limpia, rápida y eficaz, con el menor riesgo posible por nuestra parte. Nunca dos estocadas si basta con una; en la segunda puede llegarnos una peligrosa respuesta. Nunca poses gallardas o exageradamente elegantes si desvían nuestra atención del fin supremo: evitar morir y, si es inevitable, matar al adversario. La esgrima es, ante todo, un ejercicio práctico.