Выбрать главу

Y el dramatismo se agudizaba por un factor más: en 1938, la sociedad japonesa misma estaba en una transición cada vez más abarcadora de valores a favor de la occidentalización y la democratización. Y el Go no quedó inmune. En el 1938, también se anunció el fin de la manera tradicional de organizar el juego profesional. Aquella partida tenía que ser la última que cumplía con las formas protocolares de la antigua tradición. En el futuro, en vez del sistema de las antiguas escuelas en las que los rangos tomaban en consideración la antigüedad y cierta conciencia estética y moral en el juego (no sólo la acumulación de puntos), ahora se lo cambiaba por un sistema de competiciones abiertas y "democráticas" que otorgaban los títulos una vez por año y por puntaje exclusivamente. Kawabata se lamentaba -con lirismo en esta novela- de la muerte de aquellas formas de antaño.

Es por eso que -en aquel día del verano de 1938- hay una cierta amenaza presente en el aire cuando se retiran a las montañas para comenzar la riña. Existe un peligro distinto, nuevo y poco previsible, que pone en riesgo al Maestro -o mejor dicho al sistema de valores que sabía honrar a un Maestro, a lo que significa la figura de un Maestro en la culminación de sus décadas de práctica en el Go como arte, más que como deporte. En 1938 ya todo es distinto. El momento histórico implica una inestabilidad en los valores más básicos de la cultura y el estilo de vida japoneses. Y el rival en este caso es justo una figura moderna, un jugador joven adaptado a la nueva mentalidad (más competitiva que tradicionalista). (En el libro, se llama Otake, pero en la vida real, era Minoru Kitani.)

La imagen es fácil de visualizar: el Maestro jamás derrotado, frente al otro recién llegado de ganarles a todos los demás candidatos. El rival Otake pesa el doble de su superior, y tiene la mitad de años; hasta su estilo de vida muestra más vitalidad y fuerza: tiene la casa siempre llena de estudiantes de Go, su mujer es joven y graciosa, tienen niños, y a todos les gusta la vida social. El Maestro, en cambio, ya ha entrado en la vejez, no tiene discípulos, y no tuvo hijos con su mujer y "se dirigió a su último combate como el último sobreviviente de los antiguos ídolos". El Maestro es etéreo y frágil, abstraído. Tiene enfrente a un adversario robusto, lleno de virilidad y juventud, que bebe una taza de té tras otra, como si la fuerza de su garganta fuera más importante que el sabor, o si la descarga de su ansiedad por ganar tuviera que ser tan notoria. ¿Este tipo de contrincante, de qué manera, y sinceramente con qué objetivo (aparte de participar en el retiro ritual de un Maestro venerado), viene a jugar este partido? Uno se preguntaría si honrará la tradición o no. Pero en realidad, la cuestión no merece una formulación tan moralista: la pregunta es más sencilla: ¿es aquella tradición todavía una tradición compartida?

El campeonato de Go del 38, entonces, tiene una dimensión evidentemente alegórica, y el último campeonato es también símbolo de la batalla entre la tradición y la modernización, entre los valores de respeto por la antigüedad y los de la competencia abierta, entre el Go como arte y el "ajedrez del Oriente" como deporte. Cuando salen del encierro, el verano habrá cedido al invierno cruel, y el Maestro habrá perdido. También, lo habrá hecho la tradición. "Del camino del Go, la belleza de Japón y del Oriente se habían desvanecido. […] Uno conducía el enfrentamiento con la única meta de ganar, y no había margen para recordar la dignidad y la fragancia del Go como arte".

Poco más de un año más tarde, el Maestro Shusai falleció. El narrador de la novela, el que relata para el diario los detalles del campeonato, también es el que saca las fotografías del muerto. Como un Caronte que ayuda en el cruce desde este mundo al más allá, realiza una labor de luto que es, a su vez, reconocimiento y despedida, que es elegía. El Maestro "representaba desde el principio el martirio por el arte. Era como si la vida de Shusai, Maestro de Go, hubiera llegado a su fin, al igual que su arte, con ese último juego".

Por otra parte, Kawabata describe al rival -"Otake" en la ficción y Minoru Kitani en la realidad- como "un hombre de treinta años que era un cautivo del Go pero no todavía su víctima", y esta frase echa luz sobre una reflexión más profunda sobre el Go y sobre el arte en sí. Kawabata nos hace conscientes del goce y del sacrificio que implica todo arte, a diferencia de una ciencia o una gimnasia: por eso, acaso, Shusai es "el Maestro" y Otake será tan sólo "el campeón". En el rostro del Maestro, Kawabata percibe "el extremo de la tragedia, de un hombre tan disciplinado por su arte que se había perdido lo mejor de la realidad" y ahí están la belleza y la tragedia del que se entrega por completo a su arte. El Maestro es "el símbolo del Go mismo" en su instancia más evolucionada.

Kawabata lamenta el hecho de que el momento histórico desplaza la tradición que encarna el Maestro a favor de otra mentalidad con otros valores y otra prioridades, como él dice: "un racionalismo que de alguna manera no comprendía el verdadero sentido de las cosas". Más adelante aclara la necesidad de aceptar ese tipo de transiciones, pero con vista a ciclos más largos en el tiempo: "Así es el camino del destino con los talentos humanos, en el individuo y en la raza. Hay cantidad de ejemplos… que brillaron alguna vez en el pasado y que se han desvanecido en el presente, que han sido oscurecidos a lo largo de todos los tiempos y también en el presente, pero que brillarán en el futuro". Y Kawabata usa su propio arte para devolverle al Maestro de Go la posibilidad de tal resucitación: escribe las 64 entregas al diario durante el partido, entre junio y diciembre del 1938. El Maestro muere en 1940: "podría decirse que, finalmente, junto con el juego se apagó la vida del Maestro", y Kawabata está presente para dar sus condolencias. Luego, a pedido de la viuda, le toma una serie de fotografías para que ella pueda elegir la que irá junto a la urna con las cenizas. Los pasajes, en esta crónica novelada, que tratan los minutos y las pequeñas tareas de aquella extraña intimidad están llenos de fuerza y de misterio: Kawabata demuestra delicadeza poética y, al mismo tiempo, un impulso perseverante y penetrante de acercarse, a través de la lente de la literatura, a la experiencia más extrema que aguarda al ser humano: la de la muerte. Como es de esperar, Kawabata elimina la tragedia de aquel momento: hace del cuerpo un cadáver, y de la despedida un ritual normal y útil. Por otro lado, embellece la figura del Maestro en el recuerdo, y evoca el espíritu del que deja el legado de un arte, o mejor dicho, de una sensibilidad y una actitud artística frente a la vida y frente a cada acción.

Yasunari Kawabata nació en Osaka, Japón, el 11 de junio de 1899 en el seno de una familia culta y adinerada. Su padre era un exitoso médico de renombre. Pero cuando Kawabata tenía tan sólo tres años, falleció su padre, y al año siguiente, su madre. El niño fue a vivir con sus abuelos paternos, pero cuando tenía 8 años murió su abuela, seguida en 1914 por su abuelo. Entonces, a los 15 años, el chico quedó huérfano. Fue a vivir con parientes del lado materno de la familia en Tokio, primero con ganas de estudiar pintura, y luego, ya en el secundario, con sus primeras producciones literarias.

Desde edades muy impresionables, tuvo que enfrentar casi constantemente la muerte de un familiar del que dependía. En general se piensa que estas experiencias dejan sus huellas en la mente del escritor, cuya obra ciertamente contempla el problema de la mortalidad, lo efímero de la existencia, y la condición fundamental de soledad, que es la base imperiosa e inevitable de la vida de todo ser humano.

Se puede decir que sus obras son elegías de la vida. Y en ese sentido también se puede entender cómo este escritor -junto con Mishima, el más importante que surge en la posguerra- hace un trabajo valiosísimo al rescatar no sólo la tradición japonesa que se desvanece en el proceso histórico de la modernización y la occidentalización, sino también al recuperar la posibilidad de hacer arte aun frente a las experiencias trágicas. Kawabata dijo, por ejemplo, que después del 45 sólo podían escribirse elegías. Pero después de la guerra -durante la cual se había autoexiliado y mantenido en silencio, quedándose sin escribir y volcándose al estudio de las obras clásicas del siglo XI- escribió sus novelas más importantes: Camino de nieve (1948), Mil grullas (1949) y El sonido de la montaña (1949-1954). La mayor parte de la elaboración de esta pequeña novela-El Maestro de Go- también se publicó en aquel período, pues la había comenzado en 1942 pero recién en 1954 la llegó a terminar.