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La lucha de los petliuras con los bolcheviques en las proximidades de Kiev seguía muy enconada. Los rojos no habían hecho más que retirarse a posiciones más firmes, desde las que hostilizaban al ejército nacionalista ucraniano que, a pesar de sus desesperadas arremetidas, no conseguía avanzar un paso. La intensidad y la frecuencia de los combates, cada día más encarnizados; la desesperación de la lucha, y sobre todo la convicción de que podían sucumbir en cualquier momento, daba a aquellos militares una disposición de ánimo que era el azote de la población civil. Sin ningún miramiento se entregaban a todos los excesos, como si en vez de pertenecer a un ejército regular formasen una horda de salvajes. No reconocían más ley que la de su capricho ni tenían más que una ambición: el vodka. Por una botella de vodka lo daban todo y lo sacrificaban todo. Era gente que hacía la guerra con medios suficientes; bien abastecida de víveres y municiones; pero además, aparte lo que su intendencia les facilitaba, disponían a su libre albedrío de cuanto se hacía en el país. Para conseguir una botella de alcohol o para poder jugar, tenían siempre dinero o cosa que lo valiera; por dondequiera que iban malbarataban las alhajas, las ricas telas, los perfumes y las pieles costosas de que se apoderaban en sus correrías. En aquella época hice yo algún negocillo comprando a bajo precio las alhajillas que llevaban los oficiales que iban a jugar.

Todas las noches, durante el mes escaso que estuvieron en Kiev, provocaron alarmas. Como si fueran de juerga se iban al Podol a zurrarles la badana a los judíos y a robarles. Con la mayor impunidad les asaltaban las casas, les saqueaban las tiendas y los asesinaban. Llegó un momento en que no se sabía quiénes eran peores, si los bolcheviques o los petliuras.

Una madrugada se produjo una alarma general. Los bolcheviques estaban atacando un pueblecito de los alrededores de Kiev. Los petliuras enviaron allí refuerzos y la lucha fue encarnizadísima. Cuando al final no tuvieron más remedio que ceder ante la presión de la caballería roja del sargento Budienny, los ucranianos, antes de retirarse, incendiaron el poblado, que fue íntegramente devorado por las llamas.

Ya le era a Petliura absolutamente imposible resistir en Kiev y dispuso la evacuación. Ésta se hizo en completo orden. Mientras los oficiales contenían a los destacamentos bolcheviques fue evacuándose poco a poco el material de guerra y las provisiones. Se lo llevaron todo: Kiev quedó al día siguiente de irse Petliura sin un grano de trigo.

Se organizó incluso la evacuación de la población civil que no quisiera quedarse a merced de los bolcheviques. Para ello, los ucranianos dispusieron numerosos camiones, en los que se permitía subir libremente a los civiles que lo deseasen; lo que no se permitía era llevar paquetes. Yo estuve pensando marcharme con ellos a Odesa; pero a última hora no me decidí. Suerte que tuve, pues días después nos enteramos de que casi todas aquellas expediciones habían caído en poder de los destacamentos rojos, que habían fusilado uno por uno a los infelices fugitivos.

Esta vez la evacuación no se hizo por el Podol, sino por el puente, en dirección a Odesa. No hubo bombardeos, porque los bolcheviques no tenían cañones; pero sí encarnizadas luchas en las calles, debidas a que los bolcheviques habían ido infiltrándose por el Podol, y estando allí todavía los petliuras ya había muchos obreros y campesinos armados que, en el momento crítico, se echaron a la calle.

La lucha fue dura, y al final de ello nos encontramos otra vez con la estrella de cinco puntas, la hoz y el martillo.

Salíamos de Herodes y entrábamos en Pilatos. 

16. Cómo se vive en plena guerra civil

Volvieron los bolcheviques como se habían ido, con sus bonos, sus oficinas, sus mítines, sus colas a la puerta de las panaderías y sus destacamentos armados, que esta vez, para irse ganando la voluntad de la población civil, tenían orden de no tirar a bulto contra la gente, como habían hecho durante la primera dominación. Se les había exacerbado la manía reglamentista y en cada esquina montaban una oficina para prohibir o perseguir algo: querían intervenirle a uno hasta la respiración. Como esta vez contaban con más elementos y mejor organización, apretaron aún más las clavijas y puede decirse que los infelices habitantes de Kiev se asfixiaban como pececillos entre las mallas de aquella burocracia soviética, obstinada en quitarle a cada uno su medio de vida.

Desde el primer momento se dedicaron los bolcheviques a hacer una intensa propaganda de sus ideas entre los cinco mil obreros del arsenal, porque lo curioso era que la mayoría de los obreros de Kiev y la totalidad de los campesinos de Ucrania estaban en contra de aquel Gobierno obrero y campesino, que si se apoderaba del mando era sencillamente por la fuerza de las armas, no porque los trabajadores lo impusieran. Los bolcheviques mitineaban a toda hora y en toda ocasión y lugar: era una verdadera obsesión. Por dondequiera aparecia un propagandista rojo discurseando, sin que le importase que fuesen muchos o pocos los que le escuchaban. Se daba el caso de que a veces se encontraba uno a un bolchevique desgañifándose como un loco en medio de una plazuela solitaria. Era para que, quisieran o no, oyesen sus predicaciones revolucionarias los vecinos que estaban detrás de las ventanas o bien para que los transeúntes se detuvieran a oírle, como se paran los papanatas ante los sacamuelas.

Una vez, las mujeres comunistas organizaron un mitin en el Circo para hacer la propaganda de sus ideales entre las mujeres de Kiev. Yo estuve presente como miembro del Sindicato del Circo, y aquello fue espantoso. Atraídas por los anuncios del mitin acudieron millares de mujeres de obreros y campesinos; pero cuando las propagandistas rojas se pusieron a hablar del amor libre estallaron ruidosas protestas. Hubo una de las oradoras que quiso defender la teoría de que cada cual tenía derecho a buscar en cualquier momento de su vida el hombre o la mujer que le agradasen más, y allí fue Troya.

Llovieron sobre ella los insultos más terribles. Las buenas mujeres del campo y las infelices trabajadoras de la ciudad, que no habían oído nunca una cosa semejante, se levantaron airadas. La bolchevique, que era muy valiente, dominó un momento el tumulto, y dijo que estaba dispuesta a mantener controversia sobre el tema del amor libre con la que quisiera. En aquel caos de imprecaciones saltó al escenario, remangándose la amplia falda, una mujeruca del pueblo, que plantada ante las candilejas, se anudó el pañuelo bajo la barbilla, se puso en jarras y dijo, sobre poco más o menos:

—Todas estas tías guarras que vienen contando esas historias del amor libre, lo que quieren es sonsacar a nuestros maridos para liarse con ellos. ¡Que se limpien! ¡Compañeras! A nosotras no nos importa que degüellen a los burgueses si quieren, que con ello nada se pierde; pero lo que no vamos a consentir es que estas tías tales vengan a quitarnos a nuestros maridos en nuestras propias narices ni a soliviantarlos, para que se crean con derecho a buscarse muchachitas guapas y a tirarnos a nosotras a la basura, diciendo que somos viejas y feas. ¡Duro con ellas, camaradas!

Se armó una tremolina espantosa. Unas docenas de mujeres, rabiosas, saltaron al escenario dispuestas a linchar a las propagandistas bolcheviques, que lo hubieran pasado mal a no haber sido por la oportuna aparición de un cordón de guardias rojos que, con la bayoneta calada, se colocaron ante las candilejas, protegiéndolas.

A pesar de esta animosidad del pueblo por las teorías comunistas, los bolcheviques intensificaban su propaganda. Para ganarse a los obreros perseguían a los burgueses, contra los que dictaban leyes durísimas, cuyas excelencias predicaban luego en los campos y en las fábricas. Decretaron el trabajo obligatorio, y las patrullas de guardias rojos cazaban en las calles a los transeúntes y los llevaban a trabajar en las fortificaciones y en la reparación de los puentes y caminos que habían sufrido desperfectos en los bombardeos. No se paraban en ninguna consideración, y lo mismo tenían ocho horas acarreando piedra a un barbudo sacerdote que a un magistrado. No creo que el trabajo de aquellos improvisados peones, que no habían visto en su vida un pico ni una pala y que se caían de espaldas al levantar la espiocha, sirviese más que para ofrecer a los proletarios el espectáculo de la humillación de las clases pudientes bajo el régimen soviético. Yo me metí otra vez en el Sindicato de Artistas del Circo, que, con los bolcheviques, volvió a levantar cabeza. Era un buen refugio; allí, emboscado en el Sindicato, se soslayaba un poco la tiranía de los rojos, porque se disfrutaba de la consideración de rabotchi sin demasiado trabajo. No tardaron, sin embargo, en encontrarnos aplicación y se les ocurrió que podrían utilizarnos como elemento de atracción para la propaganda soviética, organizando expediciones de artistas de circo a las aldeas y al frente. Nuestra misión era la de divertir a los soldados y congregar a los campesinos en las plazas de los pueblos con nuestros títeres, para que los propagandistas pudieran discursearles.