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Cuando me encontré a salvo en la acera de enfrente, medio desnudo, mojado y tiritando, fue cuando me di cuenta de la magnitud de nuestra desgracia. Allí arriba, en el cuarto del hotel envuelto en llamas, había quedado toda nuestra fortuna, unos miles de rublos en oro y brillantes que yo había conseguido ir reuniendo penosamente. Me entró tal desesperación que pensé que era preferible morir a seguir viviendo en la miseria, y liándome una manta a la cabeza me metí de nuevo en la hoguera, dispuesto a salvar mi tesoro o perecer en la demanda.

Conocía a tientas la distribución del hotel, y logré llegar a nuestro cuarto a través de la humareda. El fuego chisporroteaba ya en la habitación de al lado. Fui derecho a mi escondite. Yo tenía mi fortuna a cubierto de cualquier contingencia; la había encerrado en una caja de hierro que, envuelta en una bolsa de goma, tenía sumergida en un depósito de agua que había en la pared de nuestro cuarto, junto al techo. Llegué medio asfixiado; arranqué con las uñas las tablas del depósito, cogí mi tesoro y huí. Una llamarada me cerró el paso. Di media vuelta y me descolgué por el agujero del montacargas hasta llegar a una escalera de servicio, por la que pude ganar la salida. Entregué a Sole la bolsa de nuestro tesoro y todavía me lancé a una nueva subida. Siguiendo el mismo camino, logré llegar por segunda vez a nuestro cuarto y salvar los trajes de baile, las músicas y la guitarra. Todo lo demás se quemó. Cuando quise subir por tercera vez, los bomberos no me dejaron. El incendio era ya gigantesco; ardía en pompa la manzana entera, y entre los gritos de dolor de las familias de las víctimas, la multitud presenciaba sobrecogida la catástrofe. No había agua y las llamas se propagaron al día siguiente a las casas colindantes y a las de la acera de enfrente. Estuvo en un tris de que no ardiera media ciudad.

Los blancos podían estar satisfechos.

Pabirchenko, banquero y payaso

Mientras duró el incendio estuvieron sonando los tiros del contraataque de los blancos, que fue rechazado. En aquellos días hubo otros varios incendios en diversos puntos de Kiev, provocados igualmente por los contrarrevolucionarios. Simultáneamente se advirtieron los terribles efectos de una intensa epidemia de tifus.

Vivíamos en plena locura. Tales eran las circunstancias en que se instauró el régimen soviético. Los rojos se impusieron por el terror desde el primer momento, implantando el comunismo de guerra con una ferocidad sin límites. Anularon de un plumazo todo el dinero que circulaba en Ucrania, el del zar, el de Kerenski, el de Denikin y el de Petliura, y al que cogían con un billete de banco lo metían en la cárcel o lo fusilaban las tropas especiales de la Checa. Todos nos convertimos de un golpe en pobres de solemnidad. A renglón seguido lanzaron a la circulación sus billetes soviéticos de un rublo y dos rublos, que fueron los únicos permitidos. Clandestinamente tomaban todavía en algunos comercios el dinero de Kerenski, pero cotizándolo como querían. Yo pagué por un par de botas la bonita suma de quince mil rublos, unas cuarenta mil pesetas nominales.

Como siempre que venían los bolcheviques, nosotros buscábamos refugio en el Sindicato de Artistas de Circo, que esta vez creció extraordinariamente, pues ya los burgueses, escarmentados, no le hacían ascos a la idea de convertirse en proletarios, y no hubo en Kiev banquero, rentista, terrateniente ni industrial que no solicitase ser admitido en nuestro Sindicato como payaso, cantante, maquiestista, bailarín o lo que fuese. Meterse en el Sindicato de Artistas de Circo era una buena escapatoria para los burgueses, y muchos de ellos lo consiguieron sobornando a los directivos. Ninguno de aquellos improvisados camaradas era capaz de salir a la pista o al escenario, pero se escabullían diciendo que para montar su número necesitaban tales o cuales cosas que no se podían improvisar. Abundaban, sobre todo, los que tocaban instrumentos raros, los ilusionistas y los magos, por aquello de que la falta de medios les impedía demostrar sus habilidades. Hubo, sin embargo, un tipo estupendo. Era un hombre de unos cuarenta años que se presentó diciendo que era payaso. Se le admitió gracias a las propinas que repartió entre los directivos, a sabiendas de que se trataba nada menos que del señor Pabirchenko, uno de los banqueros más fuertes de Kiev, conocido en toda Rusia. Era un hombre alto, fuerte, activo e inteligente, que al día siguiente de ingresar en el Sindicato cogió al clown Zerep, nuestro compatriota, y le propuso:

—Vamos a ensayar.

Zerep creyó que bromeaba, pero Pabirchenko, muy serio, se quitó la americana y el cuello, se remangó y se estuvo una hora dándose costaladas en la alfombra de la pista. Todas las mañanas el señor Pabirchenko, banquero, llegaba al circo, se quedaba en camiseta y se ponía a dar saltos y hacer volatines hasta caer rendido. ¿Querrá usted creer que llegó a ser tan buen clown como si toda su vida se la hubiese pasado en la pista? Era simpático y emocionante ver a aquel hombre, joven todavía, fuerte, con un aire inconfundible de persona importante, de burgués adinerado, embadurnarse la cara de yeso y salir a que le abofeteasen los mozos de pista que, con una mala sangre de criados rencorosos, se vengaban, dándole guantazos con toda su alma. Llegamos todos a olvidarnos de su origen, y hasta los que al principio le miraban con más recelo terminaron por aceptarle como un camarada más.

Ya en los últimos tiempos de la guerra civil, cuando los blancos derrotados abandonaban el territorio ruso, estábamos una madrugada de tertulia bromeando sobre nuestra miseria. Pabirchenko se acercó al grupo que formábamos y nos preguntó:

—¿Por qué estáis tan tristes?

—Porque nos vamos a morir de hambre. No tenemos un rublo.

—¿Queréis dinero, muchachos? El dinero no sirve para nada. Tomad.

Y sacando una libreta de cheques fue regalando miles y miles de rublos a cada uno de los artistas, con tan buen humor, que no parecía sino que aquella fortuna de varios millones que, efectivamente, había poseído, y que en aquellos momentos liquidaba entre burlas, no había existido nunca. No he visto jamás un hombre que con tan buen talante pase de millonario a payaso.

Martínez, contorsionista, al circo

Todos no eran así. Había muchos burgueses achantados en nuestro Sindicato que no esperaban más que la ocasión de conspirar contra los soviets, y pronto los comisarios se dispusieron a limpiar aquello de contrarrevolucionarios. Triunfaba entonces en el circo, gracias a su influencia sobre algunos directivos bolcheviques, una famosa cantante, Maria Alejandra Lianskaya, a la que yo había conocido bajo el zarismo liada con príncipes y oficiales. Para ella no había cambiado nada. Los bolcheviques eran lo mismo que los burgueses: unos idiotas que se enamoraban de ella, y por satisfacer sus caprichos cometían las mayores arbitrariedades. Fue la Lianskaya, engatusando a los directivos, la que metió más burgueses en el Sindicato.

La cosa llegó a tales extremos, que la Checa decretó una depuración de los artistas. Nos mandaron al Sindicato una comisión depuradora, formada por bolcheviques incorruptibles, con la misión de decretar, de manera inapelable, quiénes eran artistas y quiénes no. Yo quise aprovechar la oportunidad para reivindicar mi condición de artista de varietés, con la esperanza de obtener mejor categoría, pero no me valió. La comisión depuradora se constituía en el circo, y ante ella íbamos desfilando todos los sindicados, con la obligación de hacer nuestro número ante los comisarios, para que éstos fijasen la puntuación que correspondía a cada uno. Cuando me tocó el turno intenté salir a bailar el tango argentino con Sole. Iba ella con un elegante vestido de soirée y yo con un frac.