—¡Fuera, fuera! —gritó el presidente de la comisión depuradora apenas nos vio—. En la Rusia soviética no hay fracs ni bailes de salón. Si no sabes hacer otra cosa ya puedes ir a coger un pico.
—Atiende, camarada —le dije desesperado—, mi verdadero arte no es éste, sino el flamenco.
—¿El flamenco? ¿Qué es el flamenco?
—El flamenco es un arte exótico, que tiene un valor universal. No es un arte de burgueses, sino del pueblo, el arte más popular del mundo.
Me miró con desconfianza y gruñó:
—Bueno, haz lo que sepas, pero sin frac.
Me quité el frac, me endosé la chupa, y acompañándome sólo con el castañeo de los dedos, me marqué delante de aquel tribunal de bolcheviques una farruca que estuvo muy bordada.
Se quedaron muy sorprendidos y sin saber a qué atenerse. El camarada presidente de la comisión depuradora se cogió la gorra de un puñado, y refregándosela con la pelambrera, sentenció un poco amoscado:
—No está mal.
Y se volvió hacia el secretario del tribunal diciendo:
—Martínez, contorsionista. Al circo.
Aquel bárbaro me había tomado por el hombre serpiente.
Hubo una desdichada pareja de baile, ruso él, polaca ella, que no consiguió salvarse. No sabían más que bailes de sociedad, y la comisión depuradora les echó del Sindicato de Artistas, dejándoles en la más negra miseria, pues se veían reducidos a la condición de burgueses, sin los recursos de que ordinariamente disponían los burgueses para ir defendiéndose entre sí. Como no tenían donde ganarse la vida, subsistieron una temporada, empeñando y vendiendo los pocos trapos que poseían. Se les ocurrió entonces dar unas funciones por su cuenta en los pueblos, para lo cual montaron una especie de ballet, en el que a base de los pasos de baile que sabían, representaban unas pantomimas, poniendo de relieve los vicios de la burguesía. Él aparecía con su frac personificando a un señorito, y ella hacía de cocota elegante: a lo largo del ballet se demostraba que aquellos dos tipos representativos de la burguesía eran unos canallas y unos miserables, que sucumbían víctimas de los vicios y de la degeneración. Él utilizaba también el frac para hacer de «Fantomas», que para los rojos era uno de los personajes que encarnaban al burgués. Les aplaudían mucho, pero no sacaban dinero. Finalmente, la Checa intervino y les prohibió seguir representando sus pantomimas.
La miseria en que yacían era espantosa. La última vez que les vi no tenían ya ni qué ponerse. Él andaba por las calles de Kiev descalzo y con el frac. La pobre polaca cayó enferma de hambre y de hambre murió, mientras él zancajeaba inútilmente buscando un pedazo de pan. Habían llegado a tal extremo de miseria que el cadáver de la triste bailarina quedó completamente desnudo sobre los barrotes de la cama. Él no quiso que la enterrasen así, y estuvo varios días sin dar parte del fallecimiento, correteando angustiosamente por las calles de Kiev en busca de un poco de dinero con el que comprar siquiera un lienzo para echar por encima como sudario a su infortunada compañera. Hubo un momento en que pensó amortajarla con el frac, pero entonces se quedaba él sin poder salir siquiera a la calle. Aquella patética situación se prolongó hasta que los vecinos denunciaron el hedor que desprendía el cadáver al descomponerse. Desnuda enterraron a la pobre bailarina. Tras ella iba con su frac, y descalzo, grotesco como un pelele, el camarada que no pudo ahorrarle aquella postrera vergüenza.
Podía creerse que en aquellos horrores de la guerra civil, durante lo que los bolcheviques llamaron «comunismo de guerra», nosotros, los pobres artistas de tablado, no teníamos nada que hacer ni pintábamos nada. Pero no era así, por desgracia nuestra. ¡Bien que nos aprovecharon y nos sacaron la pringue!
Mensualmente los comunistas organizaban unos trenes especiales, en los que nos llevaban al frente para que divirtiésemos a las tropas. Otras veces nos mandaban en camiones o carros a las aldeas para que los campesinos entretuviesen el hambre con los títeres. Más de una farruca tengo yo bailada desde la batea de un camión ante un corro de bárbaros de aquellos que, mientras trabajábamos, se divertían tirándonos cáscaras de sandía y comiendo pepitas de girasol.
Aquellas tournées eran terribles. No nos pagaban un céntimo ni nos daban de comer, y a veces, con un vasito de té en la barriga por todo alimento, teníamos que hacer una caminata por la estepa, con tal frío, que se nos helaban las piernas y los brazos. Al llegar a las aldeas, montábamos en la plaza el tingladillo de los títeres, y teníamos que atraer con nuestras gracias a los aldeanos; cuando todo el pueblo se hallaba congregado en torno nuestro, cedíamos el puesto a los propagandistas bolcheviques, que se ponían a pronunciar discursos y no acababan nunca. Los campesinos, al aparecer los oradores bolcheviques, les gritaban y silbaban; pero ellos, impertérritos, rompían a hablar de Lenin y del comunismo y no paraban. Los campesinos, aburridos de aquellas monsergas, empezaban a desfilar, y entonces nos soltaban otra vez para que los artistas les contuviésemos al público.
Recorríamos también los cuarteles, las fábricas y los hoteles de Kiev, siempre trabajando gratis. Nos llevaban además a unas escuelas que estaban bastante lejos de Kiev para que entretuviésemos a los chicos.
Finalmente, cuando la guerra empezó a irles mal, nos largaron una espiocha y nos pusieron a cavar trincheras en los alrededores de la capital. Gracias a que hubo un comisario, el camarada Peter, subgobemador de Kiev, que dio la cara por nosotros, y dijo que los artistas nos debíamos a nuestro arte, y no éramos útiles, en cambio, para trabajar en las fortificaciones. Aquello se discutió mucho, pues había otros comisarios que se obstinaban en que cavásemos y acusaban a Peter de debilidad, pero Peter, que era un tío imponente, con unas barbas terribles, más malo que un dolor y que había demostrado ser un cuchillo para los burgueses, se impuso y dejaron de llevarnos a las trincheras.
No pudimos librarnos, en cambio de las excursiones al frente para divertir a los soldados rojos. Nos llevaban a través de los campos en unos camiones adornados con banderas rojas, y teníamos que ir cantando constantemente La Internacional. Dos o tres expediciones de aquellas cayeron en poder de las bandas de petliuras, que fusilaron en el acto a los infelices artistas.
También nos utilizaban en las cabalgatas y en las mascaradas que organizaban para desprestigiar a la burguesía. Al atleta Carlos le sacaron en una de aquellas cabalgatas disfrazado de verdugo, y tuvo que pasear por todo Kiev llevando en el brazo extendido una reproducción de la cabeza del zar. Pero quién, ¡ay! hubiese sido verdugo. Yo tuve que hacer de «cochino burgués», y el madrileño Pérez, de «príncipe sanguinario». Nos ganamos, como es natural, todos los insultos y todos los tomatazos de aquellas masas rencorosas.
18. Así mataba la Checa
Me echó el brazo por encima cariñosamente, y brindándome una copa de champaña, me dijo:
—Toma, españolito; bebe y alégrate un poco; no pongas esa cara larga de judío triste. Los bolcheviques no somos tan malos como tú crees.
Aquel terrible Mischa, cuando se le cogía de buen humor, hasta parecía simpático. Estaba aquella noche del mejor temple, y se esforzaba en divertirse y ser amable. Viéndole beber, cantar y reír con la alegría y la despreocupación de un estudiante, yo no podía hacerme a la idea de que aquél era el mismo Mischa que tanto odiaba y temía el pueblo de Kiev. Porque si en el mundo ha habido un monstruo de crueldad ése era Mischa, aquel mismo camarada que me abrazaba enternecido, doliéndose de que yo no estuviese alegre. Nadie diría que aquel borracho obsequioso y contemporizador, que pedía perdón ceremoniosamente a cada instante, era nada menos que el comisario de la Checa de Kiev, el hombre que diariamente asesinaba a docenas de criaturas inocentes con sólo pasar un lápiz rojo por encima de los nombres que figuraban en las listas de detenidos. Una tachadura de aquel lápiz rojo era la muerte inexorable abatiéndose sobre un desdichado.