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19. El japonés Masakita, malabarista y verdugo

Masakita jugaba bien, pero tenía mala suerte. El madrileño Zerep y el italiano Armando, que jugaban peor que él, le pisaban todas las jugadas.

—¡Trío! —cantaba el japonés.

—¡Escalera! —le replicaba Armando.

—¡Fuljan! —decía Masakita en otro envite.

—¡Póquer! —le sacaban indefectiblemente el español o el italiano.

Masakita, impasible, entregaba entonces el dinero que tenía por delante, sacaba un nuevo resto del bolsillo y, sin decir palabra, se ponía a barajar peinando cuidadosamente las cartas con aquellos dedos firmes de malabarista, que hacían saltar los naipes con un ritmo y una precisión insuperables. Y así siempre. Hasta que se quedaba sin un céntimo. Cuando ya no tenía en los bolsillos nada que poner de resto decía con voz suave:

—No darme cartas ahora. Dentro de un rato volveré.

Y se levantaba sonriente, cogía la gorra, el correaje y la pistola y salía silencioso, sin una lamentación, sin un mal modo. ¿Adónde iba entonces Masakita? ¿De dónde sacaba el dinero?

Tarde o temprano volvía con él y se ponía a jugar de nuevo. Era aquélla una partida de póquer casi permanente. A todas horas del día y de la noche se podía pedir cartas, porque mientras los bolcheviques andaban muy atareados en la organización del nuevo Estado soviético nosotros, los artistas de circo, que no teníamos ocupación, nos pasábamos la vida entera en el Sindicato jugándonos la caspa al póquer. En aquel tiempo era lo único que se podía hacer. Funciones apenas si se podían dar algunas al mes. Trabajar en otra cosa era una vana ilusión. Paciencia y barajar. Ya veríamos, si no nos moríamos de hambre o nos mataban de un tiro, en qué paraba aquello. Los más prudentes jugábamos al póquer. Los demás andaban como almas en pena buscando por todo Kiev algo con que emborracharse. Los bolcheviques habían prohibido el vodka, y los borrachos, desesperados, se bebían las cosas más inverosímiles. Una noche no se pudo dar la función en el circo porque unos artistas se habían bebido la ración de petróleo que nos entregaba la administración soviética para el alumbrado de la sala. También se bebían el barniz como si fuese cazalla. Lo calentaban, lo dejaban posarse y, después de pasado por un pañuelo, se lo bebían. No sé cómo no reventaban.

Los más serios éramos El hombre sin nervios, los clowns Armando y Zerep, el malabarista japonés Masakita y yo, que teníamos nuestra partidita de póquer y nos llevábamos jugando desde las cuatro de la tarde hasta el día siguiente. Antonio Zerep y yo, mal que bien, nos defendíamos. El italiano Armando ganaba casi siempre. Con el dinero del póquer se compró abrigos de pieles y sortijas de brillantes para su mujer. Otros artistas rusos, que a veces entraban en nuestra partida para echar unas manitas, perdían siempre. Aceptaban todos los envites, iban a ligar color con tres cartas, se jugaban el resto con dobles parejas… Los rusos eran pan comido. El japonés Masakita perdía siempre también, pero no porque jugase mal, sino porque tenía mala suerte. A las dos horas de estar jugando, y a veces a los diez minutos, tenía que levantarse y decir con aquella sonrisilla suya, tan fría, tan dura:

—Quitad los treses. Hasta luego.

¿Adónde iba Masakita?

Cuando había que quitar los treses

Iba a la Checa. Masakita era chequista, y cuando se quedaba sin dinero iba a la Checa.

—¿Hay trabajo? —preguntaba.

—Sí; dos, tres, cinco…

En la Checa siempre había trabajo.

Recogía en la oficina los papeles, bajaba a los sótanos y con la misma impasibilidad que envidaba el resto desenfundaba la pistola y decía al condenado:

—Anda, desnúdate.

Sabía bien el oficio. El tiro en la nuca no le fallaba jamás. Era verdugo serio, el mejor verdugo que tenía la Checa de Kiev. Aquellos otros judíos y letones que compartían el trabajo con Masakita eran gente desigual. Tan pronto les daba por apropiarse de los condenados y, llenos de angustia, los mataban de mala manera, cerrando los ojos y volviendo la cara para no verlos, como se convertían en verdaderas furias y hacían sufrir innecesariamente a los que habían de matar. Había algunos que se entregaban a puras fantasías. Encañonaban a los reos, les apuntaban cuidadosamente y les tiraban con pólvora sola. Los reos, al sentir la descarga, se dejaban caer al suelo creyéndose mortalmente heridos; pero poco a poco iban dándose cuenta de que les habían tirado sin bala. Cuando, al ver a los chequistas reírse, empezaban a convencerse de que no estaban muertos y renacía en ellos la esperanza, los mataban de verdad. Todo esto era pura superfluidad y evidente antimarxismo. Masakita no caía en estas frivolidades. Era, como digo, un verdugo serio, que cumplía limpiamente su deber haciendo el daño estrictamente necesario. No tenía la debilidad de tirar sobre el reo sin hacerle desnudarse antes, porque sabía el trabajo que costaba después quitar la ropa a un muerto; pero tampoco ocasionaba el menor sufrimiento innecesario.

Terminada la faena el pequeño japonés se volvía al circo con unos cuantos miles de rublos en el bolsillo y un lío de ropas viejas y sudadas —con los sudores de la muerte— bajo el brazo. Pedía cartas, metíamos los treses y se ponía a ligar con la mayor ilusión del mundo, como si aquello fuese la única cosa importante de su vida. Cuando me lo encontraba frente a frente yo le miraba con fijeza la cara amarilla y dura, labrada por millares de arruguitas; aquella cara terrible que no alteraba nunca, los delgados labios sonrientes, las facciones estereotipadas, el ojo vivo clavado al sesgo en el naipe, el pelo ralo azuleando de negro como ala de cuervo…

Perdía concienzudamente su dinero, y cuando estaba de nuevo sin un copeck se iba al rincón donde había dejado la herencia de los asesinados y subastaba las míseras prendas, tibias aún de humanidad.

—Quinientos rublos por esta guerrera de oficial, ¿quién da?

El látigo

A Masakita le hicieron comisario de la Checa y le destinaron a la policía de los mercados. Tenía aquel maldito japonés una actividad prodigiosa, y llegó a ser la obsesión de los vendedores de Kiev, a los que perseguía implacablemente para hacerles cumplir las enmarañadas disposiciones soviéticas sobre el comercio privado. En el mercado le odiaban a muerte. Metido en su uniforme de comisario de la Checa, con su sonrisita de siempre y una fustita en la mano, se entraba todas las mañanas por entre los puestecillos del mercado y a su paso iba sembrando el terror en los judíos y los campesinos que acudían a vender sus panes y sus verduras. Era para ellos más malo que un dolor. Por menos de nada su fusta caía sobre los lomos de los campesinos, que aguantaban el trallazo sobrecogidos.

Yo, que no he podido nunca sufrir con paciencia esto de que un hombre pegue a otro impunemente, porque por algo soy español, y que lo que más odiaba de la Rusia zarista era la facilidad con que los de arriba pegaban a los de abajo, no me explicaba cómo después de haber hecho una revolución para acabar con el látigo de los oficiales y los aristócratas aquel japonés, hijo de mala madre, cruzaba la cara con su fusta a los pobres del mercado de Kiev en nombre del comunismo. Pero, como ya he dicho, yo las cosas de la política no las entiendo.

Aquella mujer que lloraba

Saltaba a la vista que era una burguesa. A pesar del raído mantón, del pañuelo por la cabeza y de las botas sucias y reventadas, se veía que era una «cochina burguesa». Aquellas manos que se posaban implorantes en la guerrera de Masakita eran demasiado blancas, y aquellos dedos que se crispaban para detenerle eran excesivamente largos y finos.

Iba de vez en cuando al circo a buscarle. Masakita, cuando ella venía, abandonaba la partida de mala gana y se iban juntos a un rincón, donde estaban largo rato cuchicheando. Se advertía por los ademanes de la mujer que iba a suplicarle algo, a congraciarse con él. Algunas veces vimos cómo disimuladamente le daba dinero.