Выбрать главу

—Tu amante, ¿eh? —le preguntaba alguno de la partida cuando la había despedido.

—Ahora resulta, Masakita, que te gustan también las burguesas viejas —le decía otro.

El japonés acentuaba un poquito su sonrisa enigmática y se enfrascaba en el póquer sin soltar prenda.

La última vez que vino al circo la mujer aquella la acompañaba un hombre de unos cincuenta años, miserablemente vestido, pero con cierto empaque en el ademán y en el rostro. Masakita estuvo hablando en voz baja con ellos, pero de pronto vimos que la mujer se desplomaba gritando:

—¡Hijo mío!

El hombre aquel echó las manos al cuello de Masakita dispuesto a estrangularle, pero el japonés, con la agilidad y la fuerza de un gorila, se lo sacudió y lo tiró contra un diván.

—¡Yo no tengo la culpa! —decía Masakita irritado—. Si le han fusilado ha sido a pesar de cuanto he hecho por él. Mi interés, como ustedes comprenderán, era salvarle.

El pobre hombre, pasado el acceso de furor, balbuceó unas excusas:

—Usted perdone. No he podido dominarme. ¡Mi pobre hijo, fusilado!

Y perdida súbitamente toda su energía se inclinaba temblando para recoger del suelo el cuerpo exánime de la madre. El japonés dio media vuelta y se sentó a jugar de nuevo, mientras aquella infeliz pareja se incorporaba y salía abrazada y estremecida por una congoja mortal.

—¿Qué le pasa a esa pobre gente? —pregunté a Masakita.

—Que la Checa le ha fusilado un hijo esta madrugada. Era oficial blanco, cayó en poder de la Checa y ha estado en los calabozos de la Elisabetkaya durante varias semanas, hasta que le han condenado. A mí vino la vieja a buscarme para preguntarme por él, porque no tenía noticias suyas hacía mucho tiempo y sabía que yo le conocía. Cometí la estupidez de decirle que, efectivamente, el chico estaba preso, y me ofrecí a ponerles en comunicación, trayéndoles y llevándoles recados, a pesar de que me exponía a un serio disgusto.

—En suma, que has explotado bien a los viejos. ¿No es eso? —le atajó El hombre sin nervios.

Masakita eludió la respuesta.

—Son unos cochinos burgueses. ¡Que se mueran! El hijo era un contrarrevolucionario peligroso, y está bien fusilado.

La infamia

No era verdad. El hijo de aquellos burgueses no había sido fusilado. No había estado nunca en los calabozos de la Checa. Aquella historia que nos contó el japonés era una infamia inventada por él para sacar dinero a los viejos. Les hizo, primero, creer que el hijo, oficial blanco de los que se habían marchado de Kiev acompañando a Denikin, cuando triunfaron los bolcheviques, había caído en poder de los rojos y estaba encerrado en los calabozos de la Checa. Por esta revelación y la promesa de que intercedería por él Masakita había estado sacando dinero a la madre durante varias semanas. Últimamente le había arrancado unos cuantos millones —ya se contaba por millones— con la promesa de devolvérselo sano y salvo, pero como el tiempo pasaba sin que pudiese cumplir lo que había prometido y ni siquiera le era posible llevar a los padres un papel escrito por el hijo, se le ocurrió para desembarazarse de ellos decirles lisa y llanamente que, a pesar de cuanto había hecho él por impedirlo, le habían fusilado en los calabozos de la Checa.

Era una infamia. El hijo de aquellos burgueses no estuvo nunca en poder de los bolcheviques. Seguía en el ejército de Denikin, y cuando, meses después, los blancos derrotaron a los rojos, volvió a Kiev.

Todo se paga en este mundo, y aquella infamia la pagó Masakita con la vida. No era mucho.

«Una gracia especial, mi coronel»

Hubiera podido escapar. Pero era un tipo temerario para el que la vida no tenía valor alguno, y no supo huir a tiempo. Yo creo que por esto, por lo poco que le importaba su propia vida, quitaba las ajenas con tan maravillosa facilidad.

Cuando el ejército blanco volvió triunfante a Kiev y los bolcheviques evacuaron la ciudad, el japonés pudo marcharse con ellos, pero prefirió quedarse hasta el último instante peleando en las calles contra los destacamentos de oficiales, a los que los obreros bolcheviques y los judíos, a la desesperada, tendían emboscadas en las encrucijadas de la ciudad. Parapetado en un portal estuvo varias horas disparando su fusil contra las patrullas blancas. Cada vez que caía uno de los suyos Masakita saltaba al arroyo y, bajo un diluvio de balas de los blancos, recogía el cuerpo exánime del camarada y lo arrastraba a lugar seguro. Toda la mañana estuvo haciendo bajas a los blancos y llevando camaradas heridos a casa de su querida. A media tarde los cosacos habían limpiado de tiradores bolcheviques las calles de Kiev, y Masakita, el último combatiente, tuvo que tirar el fusil y esconderse.

Negro de humo y de sangre, pero con su eterna sonrisilla en el rostro, se presentó en el circo. El uniforme de comisario de la Checa le delataba, y nos pidió un traje de paisano para disfrazarse y huir. No lo teníamos. Se fue entonces al cuarto de un compatriota suyo, equilibrista, llamado Matsaura; le descerrajó el baúl, sacó unos pantalones y una chaqueta destrozados que allí había, se los puso, se echó la gorra sobre los ojos y desapareció.

Ya era inútil. El pueblo le odiaba tanto, era tan tristemente famoso por sus crueldades, que antes de que cayera la noche le llevaron al hotel donde los blancos habían establecido su cuartel general. Iba esposado, sangrando y rodeado de un grupo de aldeanos y de mujeres que querían lincharle.

En la doble fila de prisioneros formada en el patio del cuartel general estaba Masakita esperando la noche para morir, sin que su sonrisilla amable le hubiese abandonado, cuando acertó a pasar un oficialillo lampiño que, al descubrirle, se fue hacia él con un júbilo feroz pintado en los ojos. Al ver al oficialillo, Masakita bajó los ojos. Sintió un trallazo en el rostro saludándole, pero no los levantó.

—¿Qué? ¿No me esperabas? ¿Creías de verdad que me había fusilado la Checa? —le preguntó el oficial.

Masakita seguía indiferente a todo, con los ojos bajos y la mejilla desprendiendo lentos goterones de sangre negra.

Al segundo latigazo en la cara elevó los párpados oblicuos, sin levantar la cabeza, y contempló de través a su enemigo.

—¿Sabes que mi padre ha muerto de dolor?

El japonés callaba y sonreía. Dio media vuelta el oficial y se fue al rincón del patio donde el coronel charlaba con los oficiales. Se cuadró ante él y llevando la mano a la visera de la gorra dijo:

—Mi coronel, quiero pedirle una gracia especial.

—Di lo que quieras, muchacho.

—Que se me entregue a ese prisionero.

Y señalaba a Masakita.

—¿Para qué? —preguntó el coronel alarmado ante la idea de que el oficial quisiera librar al japonés del fusilamiento.

—Para darle muerte por mi mano, mi coronel. Sería una gran satisfacción para mí.

—¡Ah! Si se trata de eso, tuyo es. Haz con él lo que quieras. Basta con que entregues luego su cadáver. O lo que hayas dejado de él —agregó.

—Muchas gracias, mi coronel.

El oficial sacó a Masakita de la fila, atravesó el patio llevándole por delante, se metió con él en una habitación y cerró por dentro. ¿Qué muerte le daría?

Los pantalones de Matsaura

El pobre equilibrista estaba desolado. Le apenaba la muerte cierta de su compatriota, pero le apenaba más la pérdida de sus pantalones. Era que, cosidos en la pretina de aquellos pantalones destrozados, tenía el pobre Matsaura todos sus ahorros, unos cuantos miles de rublos.

Cuando se enteró de que Masakita había sido ejecutado por los blancos pensó que acaso le sería posible recobrar sus pantalones, si daba con el cadáver antes de que lo enterrasen. Me pidió que le acompañase, y fuimos al depósito judicial, donde los oficiales habían dispuesto que se expusiesen al público los cadáveres de las víctimas de los sucesos. Los blancos decían que todas aquellas eran víctimas de los bolcheviques, pero la verdad es que entre ellas había muchas producidas por los cosacos. Y allí estaba, efectivamente, el cadáver de Masakita, con el rostro desfigurado, un tiro en la nuca y la carne amarilla y firme de sus piernas asomando por los desgarrones del pantalón viejo de Matsaura.