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Di las gracias al caballeroso anarquista y le ofrecí interesarme por el anarquismo.

Procuré, sin embargo, alejarme de ellos todo lo posible, pues a los anarquistas no les lucía mucho el pelo con los bolcheviques. A mí me iba mejor con los judíos del Podol, y, por si acaso, con Mischa y con los comisarios de la Checa. Entre los judíos del Podol tenía muy buenos amigos, y gracias a ellos no me moría de hambre. Algunos me admitieron en su intimidad, y recuerdo que una vez estuve hasta en una sinagoga presenciando una boda. Era una ceremonia muy curiosa. Los novios iban bajo palio, y luego hacían una pantomima en la que ella le golpeaba a él. Después, en la casa, celebraban la boda con una gran juerga en la que los invitados formaban un corro alrededor del novio, que tenía que dar vueltas sin pararse un momento, mientras los demás canturreaban.

Una madrugada, al volver de una juerga en el Podol, a la que habían asistido varios comisarios bolcheviques, me detuvieron y me mandaron a los calabozos de la Checa. Pasé varias horas tirado en una tarima con ocho o diez presos, que de tiempo en tiempo despertaban sobresaltados, creyendo que les iban a matar. Mischa, cuando se enteró de que yo estaba preso, me puso en libertad.

Por aquel entonces se presentó en Kiev aquel judío de Minsk, amigo mío, que se llamaba Paulich. Venía por encargo de un general del ejército blanco para sacar de Kiev a su mujer y a su hija. La empresa era arriesgada, porque a base de una falsificación de documentos, Paulich tenía que pasarlas como si fuesen su mujer y su hija propias; pero el general pagaba bien. Nosotros no nos atrevimos a correr la aventura de intentar una huida aprovechando aquella coyuntura; pero ayudamos a Paulich y lo tuvimos escondido en el circo hasta el momento oportuno. La cosa salió bien y se ganó un buen dinero. Recientemente he sabido que Paulich vive ahora en Hamburgo con holgura. El circo iba de mal en peor: en las pocas funciones que se daban no se recaudaba un céntimo; todo el público era «tifus». Antonio y yo trabajábamos algunas veces por nuestra cuenta y decidimos dedicarnos a la venta ambulante de tabaco. Obtuve un permiso, por el que me cobraron los bolcheviques doscientos rublos, y me instalé con una sombrerera por establecimiento a la puerta del hotel donde estaban alojados los jefes bolcheviques; casi todos eran parroquianos nuestros. Antonio, Sole y yo nos turnábamos, y si no ganábamos dinero, por lo menos justificábamos nuestra existencia. Eso sí; hacíamos unas cifras de ventas sorprendentes. Baste decir que diez cigarrillos costaban cinco mil rublos, y que llegó un momento en que valía mil rublos un solo cigarro.

«Tres horas me bastan para no dejar un judío con vida»

Empezó a hablarse de la posible vuelta del ejército blanco. Los bolcheviques habían sufrido algunos reveses en el campo y se temía un ataque a fondo sobre Kiev. Los judíos del Podol, aterrorizados, pidieron armas a los bolcheviques, dispuestos a vender caras sus vidas, pues sabían por experiencia que para ellos no habría cuartel. Se dijo entonces que Bagdanov, al iniciarse el avance de los blancos, había pedido permiso al general Denikin para estar tres horas en Kiev con su tropa.

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó Denikin.

—Tres horas le bastan a mi gente para no dejar un judío con vida —contestó.

Conscientes de lo que les aguardaba si triunfaban los blancos, los obreros y los judíos de Kiev estaban, pues, dispuestos a resistir a todo trance. Cada casa se convirtió en una fortaleza.

Cuando una tarde se supo, al fin, que el ejército rojo se replegaba sin combatir y evacuaba Kiev, pasó por la ciudad una ola de terror. Cada cual se encerró en su casa con la convicción de que no saldría vivo de ella. Los bolcheviques dieron armas a los más decididos, y desde las primeras horas de la noche comenzaron a abandonar la ciudad. Los carros de material de guerra y provisiones fueron saliendo lentamente y en perfecto orden, sin que se oyese un tiro. De los puestos avanzados del campo fueron llegando escalonadamente los destacamentos de guardias rojos, que a medida que avanzaba la noche se concentraban en las avenidas principales y formaban las columnas de evacuación. A media noche había salido de Kiev toda la impedimenta soviética y las tropas aguardaban formadas a pie firme la orden de partir. Cuando se les incorporaron los destacamentos de avanzadilla que habían estado hasta el último momento en contacto con las vanguardias del ejército blanco, evolucionó lentamente aquella serpiente parda y se escurrió en la noche. Los árboles de la alameda se la tragaron. Yo fui corriendo a meterme en mi gazapera. Se había dado la orden de que la población civil intentara resistir, y los artistas del circo habíamos sido movilizados, como los obreros de todos los sindicatos. Al nuestro se le confió no sé qué misión estratégica, pero yo opté por encerrarme prudentemente en casa, y creo que lo mismo que yo hicieron otros muchos artistas. Poco después de haberse marchado los bolcheviques se oyeron varios cañones. Luego hubo un par de horas de silencio absoluto. Sole estuvo rezando por los pobres judíos del Podol. ¿Sabrían defenderse? ¿Serían esta vez tan cobardes como siempre?

Cuatro cosacos en la avanzadilla

Eran las cinco de la madrugada. El tac-tac de unas herraduras, hiriendo el empedrado, rompió el silencio del amanecer. Entreabrí la ventana y vi destacarse en el fondo borroso de la gran calle solitaria las siluetas de cuatro cosacos. Al llegar al cruce de la Fondukrestkaya tiraron de las riendas y se quedaron plantados, cada uno frente a una bocacalle.

Pasó un rato. La luz de la mañana iba haciéndose clara y precisa. Por la Fondukrestkaya abajo vino arrastrando las alpargatas y pegándose a las fachadas de las casas un muchachillo desastrado. Iba con la pelambre al aire, canturreando y mordisqueando una pera.

Uno de los cosacos le llamó:

—¡Eh, tú! ¿Adónde vas?

Las voces sonaban claras y distintas en aquella limpia mañana de primavera, barrida por un vientecillo fino y frío.

—Voy a mi casa —contestó sonriendo el muchacho, y dio otro mordisco con fruición a su pera.

—¿Qué haces por la calle?

—He salido a buscar algo para comer. ¿Usted gusta? —y con ademán suelto y gracioso le tendía la pera mordisqueada al cosaco.

—A estas horas sales a buscar qué comer, ¿eh?

Se inclinó el cosaco en la silla, agarró del pelo al infeliz, le atrajo hacia sí y retorciéndole la cabeza sobre la montura levantó el brazo derecho y le degolló de un solo tajo.

Sangrando por el cuello a borbotones, quedó el cadáver del muchacho en el suelo, todavía con el bocado de pera entre los dientes.

Poco después apareció otro transeúnte.

El cosaco hizo dar dos pasos a su caballo y le llamó:

—¿Adónde vas?

—Al trabajo.

—¿Llevas papeles?

—No llevo ninguno.

No preguntó más el cosaco. Sacó la pistola y le hizo dos disparos a boca de jarro. En el suelo quedó el infeliz debatiéndose en un charco de sangre. No se moría de una vez y el cosaco, malhumorado, tuvo que descabalgar, coger al herido de un brazo, darle la vuelta para ponerle boca abajo y descerrajarle un tiro en la nuca que acabase con él. Luego arrastró el cadáver al borde de la acera, juntándolo con el muchacho de la pera, y volvió a la guardia, arma al brazo.

En el umbral del infierno

Ya nadie más se atrevió a pasar por aquella encrucijada de la muerte. Los cuatro jinetes permanecieron, arma al brazo, frente a las calles desiertas, mientras fue cuajándose aquel día maravilloso de primavera que la pobre gente de Kiev, aterrorizada y escondida detrás de puertas y ventanas, no se atrevía a afrontar.