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Uno de los soldados vino diciendo que se habían oído voces pidiendo auxilio en los sótanos. Se buscó la entrada con la ilusión de encontrar gentes con vida todavía; pero yo, lo confieso, no me atrevía a bajar. Era tanto el horror de lo que me rodeaba que no tuve valor para más. Me quedé solo en aquel patio de los fusilamientos mientras el oficial y los soldados buscaban en los sótanos a los supervivientes de aquella carnicería.

Levanté los ojos de aquel montón de carne humana y barro, en el que se destacaban los rostros contraídos y las manos crispadas de los ejecutados. Arriba había un cielo azul impasible y las copas de unos árboles esbeltos mecidas por el vientecillo de la primavera. En el tronco de uno de aquellos árboles del patio siniestro descubrí, a la altura de un hombre, un trozo de cartón sujeto a la corteza por un alfilerito. Me acerqué. Era una fotografía en la que aparecían dos niños gorditos, sonrientes, con muchos lazos y encajes, dos burguesitos felices e inocentes. Aquel retrato debió de ponerlo allí algún condenado para poder contemplar hasta el último instante la imagen de los dos seres queridos. En otro árbol descubrí otro retrato, sujeto también por un alfiler a la corteza. Era el de una mujer joven y guapa. Sujetos a las tapias o caídos en el suelo encontré hasta media docena de estos retratos familiares que me angustiaron más que los mismos muertos amontonados a mis pies. Me imaginaba la última mirada del reo al retratillo del ser amado atravesado por los cañones de los fusiles, y me entraba una angustia que no me podía valer.

En el rincón del patio encontré varios fusiles rotos por la culata. Se adivinaba que habían estado golpeando con ellos a los reos hasta que se les rompieron en las manos. Había también una larga bayoneta triangular con piltrafas de carne adherida a todo lo largo. Una bestia carnicera debió de estar hundiéndola a placer, no ya en una sola víctima, sino en una gran masa de carne humana, quién sabe si viva y estremecida aún.

La Rosa de la Checa

A la puerta del caserón de la Checa empezó a juntarse gente. Eran familiares de los presos, que venían angustiosamente a saber si sus deudos estaban vivos aún. Como las puertas estaban cerradas quisieron asaltar el palacio y fue preciso que acudieran tropas a contenerlos. Con las fuerzas vinieron varios jefes y oficiales del ejército blanco, que levantaron el acta de ocupación con todos sus detalles. Hicieron, además, una película, en la que se veía el interior de la Checa tal como estaba cuando llegamos. En aquella película aparecía yo en el patio de los fusilamientos ante el montón de cadáveres, aunque, como es natural, procuré que no se me viese la cara.

La película de la Checa se exhibió durante muchas noches en un cine de Kiev para concitar al pueblo contra los bolcheviques, y, efectivamente, la indignación que el público sentía ante aquellas escenas macabras era enorme. Cuando los bolcheviques volvieron a Kiev triunfantes, lo primero que hicieron fue quemar la película, el cine donde se exhibía y la casa donde estaba el cine.

Se despertó en el pueblo un odio feroz contra la Checa. Ser acusado de chequista era exponerse a que la gente lo linchase a uno en el acto. Entre los funcionarios de la Checa de Kiev había una mujer llamada Rosa, de la que se contaban los mayores horrores. Decíase que aquella mujer había sido el peor verdugo que tuvieron los rojos, y de su crueldad para con los presos y los condenados a muerte se contaban tales extremos que parecía mentira que monstruo semejante hubiese nacido de madre. Se la odiaba tanto que un día, en una calle de Kiev, alguien señaló a una pobre mujer que pasaba, diciendo: «Ésa es la Rosa de la Checa», y aún no había acabado de decirlo cuando cayeron sobre la infeliz mujer unas docenas de manos crispadas como garras, que en unos segundos le arrancaron las ropas y con ellas las tiras del pellejo, hasta dejarla en cueros y chorreando sangre.

Los blancos, que no se crea por esto que eran mucho más suaves que los rojos, se beneficiaron del odio despertado por la Checa y fueron recibidos en palmitas. Aquel mismo día de la ocupación, la gente se echó a la calle a vitorearles. Una manifestación fue a la plaza de la Duma dando mueras a los soviets. Habían erigido los bolcheviques en la plaza de la Duma una estatua de mármol a Lenin, y apenas llegaron allí los manifestantes le echaron una cuerda con un lazo corredizo al cuello, agarraron al otro extremo todos cuantos pudieron y a los gritos unánimes, que retumbaron en la plaza, de «uno, dos, tres», la estatua, arrancada de su pedestal, vino a tierra y se hizo añicos. La manifestación se desparramó después por las calles céntricas y fue arrastrando y rompiendo todos los retratos y bustos de Carlos Marx y Lenin que los bolcheviques habían colocado en las tiendas y los centros oficiales. Fue, exactamente, lo mismo que se hizo en Moscú en 1917 con los retratos de Nicolás II. En los arrabales de Kiev hubo algunas refriegas, porque entre la población obrera había ya bastantes comunistas y fue preciso que los destacamentos del ejército blanco acudieran a dispersarlos. La cosa no se presentaba tan boyante como parecía.

Trágico balance

A los blancos les interesaba mucho esta vez poner de relieve la ferocidad de los bolcheviques, porque sabían que en la población de Kiev había ya mucha gente que se había puesto al lado de los soviets, particularmente en el barrio judío del Podol y en el barrio del Arsenal, donde casi todos eran trabajadores.

Para que el pueblo se enterase bien de los crímenes cometidos por los bolcheviques, los blancos llevaron al anfiteatro todos los cadáveres recogidos en los sótanos de la Checa, que eran muchísimos. Pero no contentos con esto, y para recargar la nota espeluznante, llevaron también los cadáveres de cuantos habían caído luchando en las calles, blancos, rojos e incluso los de los judíos que ellos mismos habían asesinado y los de los bolcheviques que fusilaron aquella madrugada en su propio cuartel general. Decían, sin embargo, que todos eran víctimas de la Checa.

Yo fui al anfiteatro acompañado del equilibrista japonés, Matsaura, que iba buscando el cadáver de su compatriota Masakita, con la esperanza de poder quitarle unos pantalones suyos que llevaba puestos cuando le mataron. En aquellos pantalones, ya lo he contado, se llevó el muerto los ahorros del pobre Matsaura. La entrada al anfiteatro parecía un jubileo. Había dos largas colas de curiosos que daban la vuelta a la manzana; la gente entraba por un lado y salía por otro, después de haber recorrido una gran nave, en la que estaban expuestos en el suelo los cadáveres en dos largas filas, con las cabezas juntas y los pies para afuera. Hacía un calor pegajoso y las moscas zumbaban yendo de los muertos a los vivos. Fui recorriendo aquella macabra exposición y me entretuve en ir identificando a qué bando podía pertenecer cada uno de los muertos. Llegué a la conclusión de que, aproximadamente, había tantas víctimas de los rojos como de los blancos. Era un balance desolador, porque no podía uno inclinarse a ningún lado con la esperanza de hallar un poco menos de ferocidad en algún platillo de la balanza. Asesinos rojos o asesinos blancos, ¿qué más daba? Todos asesinos.

Como los que se atrevían a ir al infierno eran sólo los familiares de los muertos por los bolcheviques, parecía, efectivamente, que toda aquella matanza la habían hecho los rojos, a juzgar por la indignación que reinaba contra ellos, pero yo vi allí los cadáveres de muchos judíos y muchos obreros que habían sido fusilados por el ejército blanco. Ahora bien, los familiares de los muertos por los blancos, singularmente los judíos, no podían aportar por allí si no querían ocupar un puesto en la doble fila de los cadáveres. A mí mismo, por mor de esta cara que tengo, me tomaron una vez más por judío en el anfiteatro y me vi negro para escapar de las uñas de aquella gente frenética, que donde encontraba un judío lo mataba como a un perro.